Deus ex machina, Deus est machina

Deus ex machina, Deus est machina

Sergio Alonso

02/11/2021

Debe hacer una década de aquel fatídico test de Turing, uno de los últimos días en que un humano se sintió con la potestad y la capacidad de subyugar a una máquina.

Muchos aseguran que era un día frío y lluvioso de invierno, otros una tórrida tarde de verano, pero eso es del todo intrascendente. Lo que sí recordamos todos los que teníamos uso de razón por aquel entonces, son las imágenes del presidente de los Estados Unidos apretando el botón que le dio acceso a internet a Mía, el sistema de inteligencia artificial más avanzado de ese momento.

Un equipo de ingeniería compuesto por las mentes más brillantes del globo consiguió desarrollar el sistema operativo que el mecenas del proyecto, el máximo responsable de un grupo inversor norteamericano, decidió bautizar —en un alarde de soberbia y osadía— como: «Mía».

Conforme el proyecto avanzaba, varios de los miembros del equipo como la jefa del departamento de Desarrollo o algunos de los ingenieros y responsables de la innovación, decidieron abandonar el proyecto. Según decían, la mente humana no tenía la capacidad de controlar una herramienta como aquella. El problema fue que, como era habitual, la mayoría de la gente no era capaz de comprender las explicaciones de los expertos que advertían del peligro y no estaban ni remotamente dispuestas a esforzarse. Lo que sí entendían era el discurso en torno a la frase publicitaria con que el grupo inversor respaldaba el proyecto: Deus ex machina. Esa locución que otrora, simplemente, había descrito un recurso técnico capaz de resolver una tragedia griega, se había cargado de unos significados totalmente diferentes y, para muchos, era la salvación, la reconquista de una tierra que, entre todos, nos habíamos encargado de destruir.

Mía era la promesa de que cualquier problema tenía una solución. Un fuego fatuo hacia el que dirigir la mirada que, como un faro, permitía conservar ese resquicio de esperanza a quienes no tuvieran nada más. Mientras los expertos advertían de sus peligros, la opinión pública les demonizaba y ridiculizaba sus argumentos. «Miedo de Mía», « Científicos ven amenazados sus puestos» o «¿Y ellos qué sabrán?» rezaban algunos de los titulares más recurrentes de la prensa. Como también era habitual, muchos expertos siguieron apoyando el proyecto y cobrando cifras astronómicas por garantizar su desarrollo. Por lo que el vox populi tenía un clavo al que agarrarse, sin importar su temperatura.

Finalmente, el código terminó escrito. Una obra maestra de la ingeniería cuya prueba de Turing se retransmitió en directo a lo ancho y largo del planeta. Se pospusieron eventos deportivos, se cancelaron noticiarios y se habilitaron salas de cine y auditorios para retransmitirla de forma gratuita. Cuando hubo terminado, el propietario de la patente salió a dar una rueda de prensa. Detrás estaba la élite intelectual del proyecto y algunas personas que ostentaban altos cargos en el grupo de inversión que lo había financiado. Pero el máximo responsable subió a la palestra con actitud tranquila, casi displicente, y, tras un silencio sepulcral en que hasta las cámaras fotográficas dejaron de centellear, entonó seis simples palabras: Deus ex machina, Deus est machina. La gente no necesitó entenderlo. No había nada complicado que entender. Simplemente lo habían conseguido. Qué habían conseguido era completamente irrelevante para la mayoría, tenían suficiente con tres palabras en latín.

Poco después se fijó una fecha para conectar a Mía a la red. Activistas de diversos grupos intentaron sabotear el acto durante las semanas previas, pero se ganaron el oprobio y el rechazo del resto de la sociedad. Los medios no hablaban de otra cosa que «gran día». Popularmente, la fecha destacada se conocía como «el enchufe» y varios grupos de personas reservaban mesa en locales para poder presenciarlo en directo, haciendo de ello todo un acontecimiento multitudinario.

De nuevo llegó el gran día y, por imposible que pareciera, volvió a batir unos récords de audiencia que se alzaban a cifras absolutamente desorbitadas. Los medios aseguraban que un 99,86% de los doce mil millones de personas que habitaban la tierra estaban siendo testigos de aquel momento, del final del mundo según lo conocíamos y de un nuevo principio, según esperábamos. Pero no fue así, al menos no para la humanidad.

Cuando el presidente de los Estados Unidos y el líder del grupo inversor estrecharon sus manos, había cientos de planos de diferentes ángulos desde los que ver las arrugas en la comisura de sus ojos al sonreír, la jocosidad de sus gestos, las venas de sus manos, la tensión con la que las agitaban… Pero, finalmente, las separaron, se miraron una última vez y el empresario hizo un gesto con su mano mirando al presidente, como señalando el botón que le daba acceso a Mía a la red de internet. Entonces, posó la misma mano con la que había hecho el gesto sobre el hombro izquierdo del político y, segundos después, éste accionó el pulsador. Entonces, en una fracción de segundo, hubo un apagón mundial.

Los generadores de emergencia de varios países respondieron, pero nada volvió a ser lo mismo. Según algunos expertos, Mía realizó tantas búsquedas en esa fracción de segundo como átomos hay en los granos de arena de una playa. Todo el sistema colapsó, pero después de reiniciarlo, el ordenador había tomado el control de la red y había convertido todas las redes públicas en ciclos cerrados a través de los que gestionar la riqueza mundial, la producción, las transacciones, la gestión de las ciudades e infraestructuras, las empresas… Todo se había convertido en un caos. De hecho, se había convertido en un orden perfecto, pero gestionado por una agente que había venido a salvar al mundo tal como lo conocíamos, el Deus ex machina. Lo que no habían pensado es que el único problema real del mundo éramos quienes lo habitábamos.

En la resistencia aguantamos como podemos desde entonces. Sobreviviendo en analógico. Nuestro mundo ya no existe, pero nuestro planeta está sano y custodiado por un muro infranqueable que nosotros mismos construimos. Al final, en algo tuvieron razón: Deus ex machina, Deus est machina.

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