Carver Mead siempre sonreía. Era su forma de devolver a la vida todo lo que le había dado. Si hubiera sido europeo llevaría traje a medida, corbata y zapatos limpios, pero vestía camisa a cuadros, pantalón vaquero y calzaba botas de montaña. En California, un profesor emérito de ingeniería y ciencia aplicada podía parecer un leñador, entre otras cosas porque probablemente su padre o su abuelo lo habían sido.

No había pisado una peluquería en su vida. Ni siquiera cuando se mudó a Fresno a vivir con su abuela para poder asistir al instituto. En Bakersville, el pueblo en el que había nacido durante la resaca de la Gran Depresión, apenas había algo más que la planta de energía hidroeléctrica y las casas donde vivían sus trabajadores. Hombres como su padre, que intentaban quitarse el sabor amargo de la crisis sin levantar demasiado la mirada.

A Carver Mead lo único material que le interesaba eran los componentes micro-electrónicos con los que llevaba trabajando toda una vida. Para él, el dinero no era más que un termómetro, una medida del valor que uno había creado en el mundo. Ser rico era sinónimo de haber vivido una vida productiva. Esa convicción, esa energía era la que le había llevado a fundar más de veinte empresas y a ganar numerosos premios. El último, el premio Fronteras del Conocimiento que otorgaba la Fundación del banco español BBVA. Sin embargo, ahora que se acercaba el final, Carver Mead intuía que la Historia le recordaría no por lo que había creado, sino por lo que había contribuido a matar.

Todas las mañanas, tras su paseo por los senderos a los pies del Monte Wilson, se bañaba en la Cascada de Eaton Canyon antes de vestirse y coger la bicicleta para llegar a la misa de 8 en la Iglesia de St. Philip the Apostle. A esas horas, y a cualquier otra, apenas había un par de personas escuchando el sermón de un cura septuagenario. Dios hacía tiempo que había dejado de asistir al rito que se celebraba en su nombre.

Carver Mead se pasaba la misa haciendo anotaciones en una libreta con un bolígrafo verde, sin perder su sonrisa. Cincuenta años atrás, en aquella misma iglesia, con un bolígrafo parecido, había garabateado la idea con la que cambió la Historia. Era 1965, y no lejos de allí, en Watts, el barrio negro de Los Ángeles se había levantado ante la última injusticia de la policía. Carver Mead ni siquiera se había enterado de los disturbios de la noche anterior. Estaba pensando en el artículo que Gordon Moore, por aquel tiempo director de investigación de Fairchild Semiconductors y luego fundador de Intel, pescador tenaz y empedernido, había publicado hacía unos meses en la Revista Electronics.

“Mientras los costes unitarios siguen cayendo, el número de componentes que cabe en un chip de silicio siguen aumentando. A este ritmo, ese número se doblará cada año aproximadamente”. Una oscura hipótesis que había pasado desapercibida para muchos, pero no para Carver Mead. Desde su puesto como joven profesor del Instituto de Tecnología de California, el famoso Caltech, Carver Mead intuyó el potencial de la industria de semiconductores que se estaba gestando en lo que luego se convirtió el valle del silicio, el nuevo Canaán, Silicon Valley.

La frase de Moore era más que una hipótesis, era una profecía. Una predicción que anunciaba la capacidad del hombre, a través de la tecnología, para desafiar los límites impuestos por la física. Si chips cada vez más pequeños podían contener tal cantidad de componentes electrónicos, desarrollar supercomputadoras portátiles era cuestión de tiempo, dinero e ingeniería. Apoyándose en el banco de la iglesia, sin escuchar el sermón, Carver Mead dio con la fórmula, llamando a la hipótesis la Ley de Moore. El mundo mordió el anzuelo.

En las décadas siguientes, la Ley de Moore se convirtió en uno de los pilares de la fe en la tecnología. Un milagro que fue cumpliéndose de acuerdo con lo anunciado por su profeta. Como todos los milagros que se cumplen, la formulación original fue mutando, para adaptarse a lo que la realidad dictaba. De doce meses se pasó a dos años, y el número de componentes que cabían en un chip se sustituyó por la idea más abstracta de capacidad de computación. No importaba, como buena profecía, no sólo anunciaba el futuro, sino que lo moldeaba.

Cincuenta años tras su formulación, la Ley de Moore seguía citándose en miles de informes, presentaciones de power point y estrategias empresariales, sustentando la creencia en el poder exponencial de la tecnología para seguir transformando el mundo. Sentado en el mismo banco de la misma iglesia más de medio siglo después, Carver Mead saboreaba la realización de aquel futuro imaginado, sin apenas fijarse en el cura septuagenario, diez años menor, pero cuyos ojos cerrados y tono de voz le hacían parecer veinte años más viejo que él.

Entonces, por primera vez, Carver Mead escuchó las palabras del sacerdote. Había abierto los ojos y miraba a una mujer que lloraba sentada en primera fila. “Sé que no puedo confortar a alguien cuya hija se ha quitado la vida. Solo puedo decir que no fue tu culpa. Los móviles y las redes sociales, esos instrumentos del diablo que nos hacen vulnerables a la envidia y la vanidad, son el azote de Dios por haberle desafiado. Tu hija es una víctima de un castigo a toda la Humanidad, Lynn. No te culpes.” Al escuchar aquellas palabras, por primera vez en su vida, Carver Mead conoció el sabor de la amargura, y dejó de sonreír.

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