La señora de Las Barajas

La señora de Las Barajas

Mi abrigo llega hasta el piso, hace frío. Incluso ha comenzado a caer una lluvia helada que vuelve el día gris oscuro. Los coches no tienen prisa, se aglomeran en la angosta callecita de los esotéricos, formando una cortina de humo. Camino de prisa, quiero llegar a la oficina, ahí por lo menos tendré un poco de café caliente y galletas de avena.

Mientras escribo en mi vieja máquina, pienso en el frío que seguirá haciendo a las dos de la tarde cuando me vaya a casa.

-deberías ir a chequearte. -dice mi compañero- te ves ojerosa y malhumorada, quizá estés enferma..

– me siento bien, solo es este frío que me pone de malas.

seguí absorta en mi máquina de escribir, una tecla tras otra, el golpeteo se confundía con la llovizna que se estrellaba con fuerza contra la ventana.

-ya son las dos. deberías irte.-insiste Edgar-.

camino de vuelta por la misma callecita, cual si fuera un ritual diario, pero ahora con un paraguas a la mano, sorteando las charcas de agua sucia que se han acumulado a lo largo del día.

-Señorita, usted tiene un mal muy grande cargando sobre sus hombros, debería pasar a que le tire las cartas. ofreció una mujer de pelo negro, con mirada intensa, casi escrutadora.

– Gracias, llevo prisa. Quizá después.

-en tu trabajo han pasado muchas cosas que no puedes explicarte, ven yo te dire que pasa.

-no tenía razón su argumento pero accedí.

me hizo entrar a un cuarto semi oscuro, iluminado apenas por una luz insípida de una vela que según me dijo, era un sirio que había bendecido en la catedral de Morelia, era tan diminuto el lugar que apenas cabía su cúmulo de objetos extraños, pendían de la puerta unas tijeras atadas con un cordel rojo. colgaban del techo varios atrapasueños que me parecieron curiosos, en las escaleras oscuras pude vislumbrar una silueta y unos ojos inquisidores, era un ángel que custodiaba la entrada a la casa de la esotérica. cavilaba distraída, sentada frente a una mesa vieja, esperando a que ella fuese a buscar sus barajas.

-Parte la baraja en tres tantos.-me indicó con una voz imperativa-.

Puso las cartas sobre la mesa; cuatro de oros, tres de oros, dos de oros, diez de oros.

Así siguió poniéndolas hasta terminar las barajas. Analizó un momento las cartas, me miró fijamente con una expresión se asombro.

-tienes un muerto cargando en tu espalda.-soltó de golpe-.

-pensé que me dolía porque tengo grandes senos, pero ahora que me dice la razón, puedo dejar de pensar en reducirme de talla.-acerté a decir-.

– no es broma, tienes mala suerte, eso es porque alguien te bloqueó el buen camino.-adquirió un semblante taciturno-.

-menos mal, yo que había pensado que era inútil mi vida, pero ahora todo cobra sentido.

me miró fijamente, sus labios no emitieron una palabra más. sus ojos indicaban miedo.

Salí lentamente por la puertecita negra, caminé por la acera sin rumbo fijo, detrás de mí quedaba un fuerte olor a incienso.

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