«Seis y cinco de la mañana de este veinticinco de abril». Decía la locutora de Noticias 3. Y Néstor, eufórico, dijo para sí: ¡por fin viernes! Un fin de semana por delante para no madrugar…
Como cada día, de lunes a viernes, se encontraba sentado frente al televisor escuchando las noticias de la mañana con una taza de café entre las manos. Era el ritual de cada día. Dejaba correr un hilo de agua del grifo de la bañera hasta que se oía un tenue, pero perfectamente audible, traqueteo de la tubería del agua caliente; porque, otra vez, la maldita bomba de recirculación se había vuelto a estropear y el agua tardaba una eternidad en subir al cuarto piso.
Cambió de canal varias veces para confirmar, que efectivamente, todas las cadenas daban la misma noticia: «el brote de una cepa del virus Ébola-Zaire». La nueva cepa había sido bautizada como “Teratovir25”. Una mutación del virus que afecta al cerebro y provoca horribles deformaciones faciales. «Al parecer», continuó la locutora, se había producido un fallo en los protocolos de seguridad de los laboratorios Biosearch, mientras experimentaban con el mencionado virus. Los primeros casos se habrían producido en la sede de dichos laboratorios, en la ciudad de Wokingham, en el Reino Unido, y no se había comunicado para no alarmar a la población, con la certeza de que sería controlado en menos de veinticuatro horas.
Acabó de tomar el café, exactamente a las seis y veinte, como todos los días. A esta hora, el agua ya había adquirido la temperatura ideal para mezclar con agua fría y tomar una reconfortante ducha. Le ponía de un humor de perros ponerse la ropa limpia sobre la piel transpirada de la noche anterior. Mientras disfrutaba del chorro benefactor que desde su cabeza se deslizaba por el resto de su cuerpo, repitió mentalmente las sílabas del virus: «te ra to vir» —¡Joder con el nombrecito! —se dijo a mí mismo, con guasa—. Supongo que los biólogos tendrán una asignatura trimestral como: “griego clásico para bautizar bichitos” porque los nombres que les ponen se las trae.
Pero como suele suceder en estos casos, siempre se deja algún cabo sin atar y se produce la catástrofe. A los pocos días ya se habían producido los primeros contagios en la ciudad francesa de Calais; según se recogía en el periódico Nordèclair, por lo que ya se había creado un gabinete de crisis anglo-francés para tratar de controlar la situación.
Mientras tanto al otro lado del Atlántico, en una lujosa cabaña de montaña, en el estado de Main, y bajo unas estrictas medidas de seguridad, se reunía un reducido grupo de personas…
—Todo va según lo previsto —dijo Jhon Stalkton, visiblemente satisfecho por el cumplimiento del primer objetivo—. Una vez dado el primer paso, es solo cuestión de tiempo que el monstruito haga su trabajo. En unos días podremos convocar una rueda de prensa comunicando que ya tenemos la solución al problema. Por lo tanto, el estado de alarma está injustificado porque no es tan virulento como la prensa se empeña en proclamar. El error fue nuestro y nosotros, disponemos ya, de los medios necesarios para subsanarlo. Dirigió su vista a uno de los asistentes y le hizo un gesto de asentimiento.
William Halcrow, eminente biólogo investigador del Instituto World Research Innmunologic, se dirigió con pasos pausados, hacia la única pared blanca de la sala; ya que el resto, eran de gruesos troncos superpuestos de abeto rojo. Con un dispositivo que sacó del bolsillo derecho de su americana, apuntó hacia la pared contraria, y al accionarlo, hizo que una pantalla descendiera lentamente desde el techo, al tiempo que la iluminación bajaba su intensidad hasta dejar la sala en semi-penumbra. Al mismo tiempo, un intenso y concentrado haz de luz se proyectó en ella. Tomó la palabra y comenzó diciendo:
—La campaña de vacunación se realizará en dos fases: una para la población adulta y otra para la infantil. El tratamiento consiste en administrar, por vía hipodérmica, una primera dosis necesaria para contener el avance del virus, y a los quince días, sigue la segunda fase del tratamiento, con la administración de una dosis menor necesaria para eliminar absolutamente todo rastro del virus. Posteriormente, mediante un escáner cerebral, se comprueba que el virus no ha provocado daños irreversibles. Una vez comprobado que el resultado es satisfactorio, daremos por concluido el tratamiento realizando el tatuaje terapéutico en la cara interior del antebrazo izquierdo que, al mismo tiempo que acredita que el afectado ha recibido la vacuna, ya se encuentra libre del virus. El conjunto escáner-tatuaje, hace que actúen como autómatas a los mensajes de voz y olor que es esparcido por el air. Al oír estos mensajes, ejecutan mansamente el código cifrado del mismo. De esta manera tenemos un control absoluto sobre la población.
El biólogo terminó su intervención con contundencia:
—Todos estamos de acuerdo en que un noventa por ciento de la población es estúpido, y un cinco por ciento más, se encamina hacia ello. Por tanto…, debemos privarla del libre albedrío para evitar que cometan estupideces. Este ensayo nos permitirá explotar lo que podríamos llamar un despotismo benéfico. Podemos llegar incluso, a obligarles a que dejen de reproducirse para evitar la superpoblación.
»No podemos permitir que cualquier inspirado, con mendacidad flagrante, aprovechando la vagancia mental de la mayoría, los aglutine bajo su bandera y cometer las barbaridades que a lo largo de la historia se han cometido. La inmensa mayoría de la población es incapaz de conducirse por sí misma. Así pues, desoyendo a esa minoría que defiende toda suerte de teorías a favor de los derechos humanos y demás tonterías, que no busca más que su minutito de gloria y su subsistencia pagada por la parte que consume sus libros, como si fueran prodigiosos analgésicos.
—Nuestra misión, es pues clara, —dijo Clay Adel— Nos presentaremos como los salvadores de una población dominada por el pánico a la que someteremos con suma facilidad por tiempo indefinido.
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