Nuestro protagonista acababa de pasar los cuarenta y empezaba a notarse la barriguita que heredaría, con toda seguridad, de su padre. Su tío Aurelio le reservaba unas tierras y un tractor para continuar con la tradición agrícola de la familia. Pero Eustaquio, nuestro hombre, estaba decidido a alejarse del agro y hacer carrera como ser urbano. Siempre le tiró más el asfalto que las eras y por fin consiguió colocarse en la capital, en una agencia de viajes. También había conseguido hacerse llamar Tiky, hipocorístico poco habitual pero menos rural que su nombre. Durante tres años se enriqueció culturalmente sólo con documentarse sobre los destinos que luego vendería a sus clientes y ya tenía datos suficientes como para emprender cualquier viaje y conocer esas maravillas en persona. Su sueño, desde siempre, había sido viajar por Europa y conocer mundo.

El vuelo salió puntual y el A340 le pareció un avión formidable en comparación con la maqueta del Caravelle que presidía su oficina de ventas desde que ésta fuera fundada allá por los lejanos años setenta.

Viajaba solo, henchido de alegría y buen humor, urbano y feliz, hasta que el aparato comenzó a elevarse. En aquel instante una multitud de viajeros que ocupaban la zona de cola comenzó a gritar “eeeeeeh” empezando con un tono bajo para progresivamente subirlo, convirtiéndolo en pocos segundos en un auténtico aullido molesto para el resto del pasaje. Luego sacaron embutidos y una bota de vino y se pusieron a hablar entre ellos a voces, como si no hubiese nadie más en la cabina.

Tiky había subido al avión soñando con el aeropuerto de Kastrup, en Tårnby, con el Metro que después le acercaría a Copenhague, con La Sirenita, el castillo de Rosenborg, el puerto de Nyhavn, el palacio de Børsen, Frederiksberg Gardens y todos esos lugares que sólo con verlos escritos con esos caracteres tan extraños ya le hacían parecer más cosmopolita. Y sin embargo se encontraba rodeado por una turba de comportamiento tribal que coreaba el himno de su equipo de futbol, al que iban a ver jugar, y cantando coplillas aragonesas. Sin olvidar la bota de vino que iba y venía y que representaba todo aquello de lo que él había querido huir hacía años. Les odió por ello durante unos segundos. Le pareció por un momento que, en vez de volar hacia Europa en un avión moderno, viajaba en uno de aquellos trenes de madera que en los años sesenta unían las provincias con Madrid, llevando a los pobladores de los nuevos desarrollos urbanos de la periferia de la ciudad, a la que trasladaban el alma del pueblo que abandonaban.

La voz de la azafata avisando de la inminente toma de tierra le sacó de su ensimismamiento. Y cuando puso el pie en tierra se sentía desorientado, distraído y sin llamarle en absoluto la atención ir a conocer esa lista de lugares escritos con “å” y con “ø”. Siguió a la turba hasta el estadio, vio el partido, celebró con los hinchas el triunfo y volvió con ellos al aeropuerto sin siquiera ver La Sirenita. ¿Para qué?

Ya embarcado coreó con los demás el himno del equipo, cantó a voz en cuello coplas de su tierra sin importarle el resto del pasaje y bebió de la bota de vino una y otra vez.

Por fin un hombre, desproporcionadamente grande, enfundado en una camiseta de forofo dos tallas pequeña y con una voz cavernosa y etílica le preguntó

– Oye ¿tú quién eres?

– Eustaquio. Con todas sus letras.

– Y ¿a qué te dedicas?

– Vuelvo al pueblo, a ver si mi tío Aurelio no ha vendido aún el tractor, y a la tierra de la familia, que llevamos, ahí es nada, cuatro generaciones sembrando.

– ¡Uno de los nuestros! – dijo el hombretón, golpeando con ganas y con la mano abierta entre las escápulas de Eustaquio.

– Sí – contestó éste al rato – Nunca he dejado de serlo.

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