COMO QUEDARSE DORMIDO CINCUENTA Y CINCO DÍAS ANTES DE CUMPLIR CIEN AÑOS

COMO QUEDARSE DORMIDO CINCUENTA Y CINCO DÍAS ANTES DE CUMPLIR CIEN AÑOS

Marce Galbán

02/08/2021

Ruperto despierta, pero no despierta en realidad. Todavía se demora unos momentos en comprender que se encuentra dentro de aquel silencio de telarañas blancas, como un velo pegajoso, que lo separa del mundo. Sabe que está en su cama, lo sabe porque extiende los brazos y toca las sábanas frías, y sin embargo el sueño lo envuelve aún como si un casco se formara alrededor de su cabeza, tapándole los oídos y cegándole los ojos. Cuando no se oye, cuando no se ve, el día y la noche se vuelve una misma cosa. Y el tiempo, si es que existe en realidad, resulta una cinta atada por los extremos que gira estúpidamente sobre sí misma. Es así como se vuelven los silencios todos iguales, y se vuelve también, uno solo, los colores.

Un refusilo llega desde lejos, se instala en cámara lenta sobre la cama, una explosión de olores, de sonidos y de colores que apenas duran un momento, el instante en que Ruperto logra ver y oler y escuchar el mundo. Hasta que todo se desvanece, y se pierde otra vez detrás de aquel velo delicado y malicioso que todo lo cubre: la mañana ha viajado a la velocidad de la luz, desde nadie sabe dónde, para ser estrenada hoy, ahora, en este preciso momento. Y de pronto Ruperto ve los colores, siente el olor del aire frio que flota alrededor de su cama, escucha el murmullo de los autos que llega desde la calle. Pero nada de eso significa algo para él. Entonces vuelve a quedar sordo, Ruperto, y de algún modo vuelve también a quedar ciego.

Minutos después, Ruperto se instala en su vida como puede. Primero se involucra en la difícil tarea de poder vestirse con todos los movimientos y flexiones que esto implica, y todavía queda la imposible tarea diaria de llegar hasta la cocina sin tropezarse y prepararse el café con leche. No lo ve, porque casi no puede ver nada, pero sabe que los pantalones cuelgan de la segunda percha dentro del placard, que el pullover ha quedado al pie de la cama, donde lo ha dejado la noche anterior, y por suerte no se han caído al suelo, caso contrario deberá dejarlos allí tirados. Los zapatos los encuentra junto a la cama, y como están viejos y muy gastados le basta con sacudir levemente los pies para poder ponérselos sin tener que agacharse. Hace frío, Ruperto lo siente en los nudillos de los dedos, y en los huesos de las rodillas. Con dificultad sale del cuarto, atraviesa el angosto pasillo a oscuras, llega hasta la cocina. Ahora acomoda la pesada silla de madera delante de la mesa, pesada para él, que todo lo siente pesado, y se queda viendo su fantasma en el reflejo del vidrio de la ventana.

Al apagar el fuego de la hornalla, el departamento entero queda otra vez en completo silencio, como si se tratara otra vez del sueño que lo secuestra cada noche, como si Ruperto no hubiese despertado nunca. De pronto una sombra se mueve por las paredes, con la forma de un gato encorvado. Ruperto se sienta en la silla, y su mirada se pierde a través de los vidrios de la ventana. Espera Ruperto, aunque no sepa bien qué es eso que espera, en la gelatina transparente del aire que lo rodea, obediente de no mover un sólo músculo. Algo lo obliga a quedarse allí donde está, inmóvil en su silla, con los ojos abiertos. Algo está por suceder, en el aire de la cocina de su departamento, con la luz que entra por la ventana, una voz llega desde muy lejos y le susurra al oído las palabras que Ruperto viene repitiendo en su cabeza desde hace mucho tiempo. El hilo con el que se han atado todo este tiempo sus emociones vuelve a tensarse, y a Ruperto algo lo sacude por dentro, lo fuerza a cerrar por un instante los ojos, y así se hace más oscura su mente, donde aparece ahora un solo pensamiento. Algo ha viajado desde los pulmones hasta el corazón, una luz se ha encendido dentro suyo, y lo ha iluminado por dentro. Será hoy la muerte que tanto espera. Sí. Será esta mañana.

Y con la mano tantea la mesa, y busca con los ojos el bulto de la taza.

Todas estas noches se ha ido a dormir con la idea de que el tiempo era infinito, los días y los meses y los años resultaban ser apenas datos que aparecían en agendas, en calendarios y en compromisos laborales, pero que no lograban atravesarle el cuerpo, no le marcaban la piel, Ruperto resbalaba por la vida dentro de una felicidad chiquitita y predecible que había organizado con suma paciencia. Hasta que una idea vino a espantarlo en el momento menos oportuno, como aparecen de repente las cosas que de verdad nos importan. De un modo irreal, sin el rigor que pretende a veces la razón, dentro de la niebla de aquello que llamamos el futuro, algo se instala sobre su hombro, muy cerca de su oreja. Un pájaro. Se apoya un día sobre su hombro y no lo abandona jamás. Un pájaro negro. Ha llegado desde el cielo, y no es del todo funesto: se encarga de recordarle que ahora está en el mundo, y que está vivo, y que algún día ya no lo estará.

Ruperto logra desprenderse del reflejo en la ventana, fuerza las rodillas, flexiona con algo de dolor las piernas y se acomoda junto a la mesa. Es invierno, y tres pisos más abajo las hojas secas se arremolinan con el viento sobre la vereda, las ramas desnudas de los árboles parecen las garras de un águila embalsamada, y el cielo es una chapa gris y brillante que acentúa con violencia la silueta oscura de los techos de las casas. De todas formas, Ruperto no logra ver el invierno, no puede ver el frio en los dedos de la gente que pasa por la calle, el aire que se aplasta contra el vidrio de la ventana; apenas distingue manchas que caminan por la vereda, y en el silencio que lo habita se imagina el resto. Ruperto se lleva la taza a la boca, entreabre los labios, pero no bebe; deja otra vez el café con leche sobre la mesa con un gesto severo, como si alguien hubiese entrado de pronto a la cocina. Ahora está tentado de darse vuelta, Ruperto, de hacer el esfuerzo de torcer el cuerpo para mirar por encima de su hombro, como si fuese capaz de semejante movimiento. Quiere comprobar, aunque nada le gustaría más en su vida que estar equivocado, que en realidad no hay nadie más allí con él. Está solo. Está solo y lo sabe. Y por un instante piensa si no sería mejor la sorpresa desagradable y peligrosa de un intruso, a la soledad multiplicada en la que toma aquel café con leche.

Ruperto respira penosamente, intenta duplicarse para hablarse a sí mismo, ser ese otro que falta desde hace tanto tiempo. Pero cada una de las palabras que dice en voz alta quedan flotando en el aire, hasta que caen y se desarman sobre la mesa. Está solo, Ruperto, con ese frío que sube desde los zapatos, como si sus zapatos fuesen de hielo, como si fuese de hielo el piso de la cocina y él lo pisara descalzo. Mira la otra silla que tiene enfrente, vacía, y se imagina sentado allí, mirándose, y entonces se queda unos segundos sin aire, se queda sin luz, y en la neblina silenciosa del día y de sus ojos, vuelve a sentir, de pronto y sin sorpresa, que esa mañana, en algún momento de aquella mañana, va a morir. Lo sabe, como si alguien lo hubiera escrito en el vidrio empañado de la ventana, con el miedo gastado y sin fuerza de una noticia vieja, el pájaro negro se lo repite acomodado sobre su hombro. Y en la sorpresa, o en la no-sorpresa, Ruperto se queda callado, más callado aún, como si fuera esto posible. Levanta la mirada de la superficie de la taza para ver a la gente que pasa por la calle, ahora con ojos niño enojado. Escucha su respiración, profunda y amarga, abre un poco la boca y se pregunta qué día es. No sabe bien si es lunes o es martes. Hace un esfuerzo por recordar. Es lunes. A todo esto se le enfría el café con leche. Estira las manos sobre la mesa, las mira por un momento como si en realidad pudiera verlas, o pudiera darse cuenta de que ya no son desde hace mucho tiempo sus manos, y toma la taza y sin proponérselo piensa en su madre, es decir, busca en los restos de su memoria la imagen de su madre, aunque sabe que ya no es capaz de recordarla; se desdibujan así sus rasgos, como pierde su forma la piedra lavada millones de veces por las olas que llegan a la orilla, y al mismo tiempo aparece el rostro de una mujer conformado por el rostro de todas las mujeres que ha visto y amado en su vida. No es aquella su madre, esa mujer que aparece ahora en su mente, y sin dudas lo es, su madre, aquel rostro, es ella su madre, en el rostro de todas aquellas mujeres. Piensa en eso, en el collage de recuerdos, en lo único que le queda, y en aquellos recuerdos aparece también un café con leche que ella preparaba antes de llevarlo a la escuela; ahora hay en el aire un olor a madera de casa vieja, y entra en esta cocina una luz de mañana de pueblo, y se escuchan los sonidos de pájaros que se meten por la ventana, y de pronto una mano suave e invisible se apoya sobre la suya. Es ahora la muerte, piensa Ruperto, cuando se apagan los recuerdos. Baja la mirada, entonces, está tentado de pensar en que pronto se encontrará con ella. Con su madre. Y se pregunta si será capaz de reconocerla.

Mira por la ventana, ahora Ruperto; en la esquina una nena espera el colectivo, pero no está vestida con el uniforme de un colegio, Ruperto puede notarlo a pesar de sus malos ojos; hay colores en la ropa, aquello no es un guardapolvo ni mucho menos un uniforme escolar. No será que es domingo, se dice con alarma Ruperto, apoya las manos sobre la mesa, ejerce la fuerza que sus brazos le permiten, se incorpora y espera a recuperar un poco el equilibrio; luego empuja la pierna derecha y luego la pierna izquierda hacia adelante, se acerca al almanaque pegado en la puerta de la heladera, pero los ojos muestran un borrón de números sin demasiado sentido. Es cuando lo asalta la idea de las molestias que causaría su muerte un día domingo. No puede suceder hoy, un domingo, cuando la gente descansa, cuando la gente se aburre y se deprime, es un pésimo día para morir, eso significaría molestar a alguien que ante su muerte debiera tener que acercarse hasta allí, contratar los servicios funerarios, hacer los arreglos de papeles y cementerios y gastar de mala gana una parva de dinero. Se ha preocupado toda su vida por no causar molestias a los demás que todo el mundo se ha olvidado de él. Hay un rollo de billetes en algún cajón del dormitorio, no recuerda bien si en el primero o en el segundo cajón, pero tampoco recuerda de cuánto dinero dispone; quien venga a buscar su cuerpo, tal vez encuentre el dinero y de esa forma logre compensar un poco las cosas. Hay que morir un lunes, piensa Ruperto. Y sin embargo queda todavía por resolver la cuestión de cuál será el mejor lugar para cerrar los ojos por última vez. Lo piensa así, dice cerrar los ojos por última vez porque todo este tiempo ha deseado quedarse dormido. Ahora piensa en su muerte como un trámite que hay que administrar, piensa en volver a acostarse, se imagina boca arriba con las manos cruzadas sobre el pecho, una especia de momia en pijamas en la tumba de su cama, pero saca cuentas de los minutos que le llevará quitarse las medias, el pantalón, la camisa y desabrocharse los zapatos y se dice que lo mejor sería sentarse en el sillón del living y esperar; ciertamente no podrá bajar las escaleras para ganar la calle, la posibilidad de morir en el palier del edificio sería muy triste, se imagina desplomándose sobre los escalones de mármol, destartalándose a cada golpe contra las escaleras, un cuerpo mitad vivo mitad muerto que rueda por el hall del edificio, que aparece de pronto como un muñeco de trapo, en una postura imposible ante la sorpresa del portero y del resto de los vecinos. Ni muchos menos aventurarse a morir en la calle, sobre la vereda y frente a un grupo de desconocidos, asustando a las señoras y traumando a los infantes, un viejo que camina entre la gente y que se vuelve en un instante el cadáver anónimo e inoportuno de todos los presentes. Cuando Ruperto vuelve a levantar la mirada, la niña que espera el colectivo ya no está; en su lugar hay una mujer. Ruperto se distrae al pensar que entre pensamiento y pensamiento han pasado años, ha crecido aquella niña que esperaba el colectivo, ha vivido su infancia y su adolescencia, es ahora aquella mujer adulta con esas pocas y verdaderas esperanzas que la vida le ha permitido conservar; y sin saberlo del todo, ella ha vuelto otra vez a la misma esquina, como cuando era una niña, a tomar el mismo colectivo.

Ruperto bebe un sorbo ya frio del café con leche, y por un breve momento se entristece al saber que aquel será el último café con leche de su vida. Y se le ha enfriado. Es una tragedia. El café con leche frío es la verdadera tragedia. Deja la taza sobre la mesa, y levanta la mirada, más allá de las paredes, para mirar eso que ahora mira por última vez.

Cincuenta y cinco días antes de cumplir cien años, cansado de pronto de todos aquellos pensamientos que le nublan la mente, Ruperto siente algo así como una pequeña felicidad detrás de aquella densa oscuridad de los párpados. Y en aquella felicidad se sumerge y le parece quedarse dormido. Ahora se siente cansado y tranquilo, pero la fuerza que sostiene el pecho lo abandona sin remedio. Se hace más oscuro el día, se apagan de a poco los oídos. Y el aleteo de un pájaro negro parece agitar el aire de la cocina.

Pasan cincuenta y cinco días. Así.

Inmóvil, todavía sentado en la silla de la cocina, cincuenta y cinco días después de haber cerrado los ojos por última vez, Ruperto despierta y la luz del día es una espada en la retina que lo deja ciego; de inmediato vuelve a cerrarlos, y permanece así unos segundos. Los ruidos de la calle llegan hasta él con la lentitud de las ondas que se mueven en el agua. Pero no son los ruidos de la calla. No sabe dónde está. No sabe quién es ni quién ha sido. Cuando abre los ojos otra vez, la luz entra en su mente como si un resplandor lo iluminara por dentro, como ilumina una antorcha encendida la oscuridad de una caverna. Recién entonces respira, o logra respirar, y el aire tibio le recorre la nariz y la boca como si lo hiciera por primera vez. Quiere moverse, pero no puede hacerlo. Gira apenas los ojos para ver a su alrededor, pero lo único que entiende es que está allí, sin saber bien dónde está. De a poco comprende que además de los ojos y la boca tiene músculos y huesos. Aunque esto parezca curioso, el descubrimiento lo sorprende. Siente también los brazos, rígidos y caídos junto al cuerpo, y las piernas dobladas y perpetuas. Le parece saber que está sentado en la silla de madera, frente a la mesa de la cocina, pero nada de aquel departamento existe aún, o ya ha dejado de existir, en ambos casos es lo mismo. Le parece sentir también que lleva puesta su camisa, como si estuviera pegada a la piel del torso, y en las piernas siente la tela acartonada del pantalón, y que los zapatos forman parte de sus pies. Pero está desnudo, dentro de una manta que lo cubre casi por completo. El aire no es más helado, y hay en los árboles montones de hojas nuevas, aunque él todavía no pueda verlas. Un momento después, logra alzar los brazos, y a pesar del temblor en las manos logra tocarse la cabeza. Inexplicablemente, es el día en que Ruperto cumpliría cien años. Sonríe, o apenas se le achinan los ojos y una mueca se forma sobre sus labios. Entonces quiere hablar, y al hacerlo escucha el eco de su voz, como si de este modo se presentara por primera vez al mundo. Sabe que no está solo, siente la presencia de alguien más a su alrededor, alguien que lo abraza, que lo sostiene de repente en el aire. Ahora siente otra vez aquel sonido de tambor, tan conocido para él, aquel ritmo en corcheas que lo tranquiliza. Escucha que le hablan, las palabras llegan hasta él envueltas en susurros, como si viajaran dentro de un aire tibio y transparente, alguien que le habla con ternura al oído. Ruperto, escucha que alguien dice, sin entender en realidad que lo están nombrando por primera vez.

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