Más que una calle, es un paseo largo por las noches. Su trazado espacioso y su asfalto de adoquines la convierten en una calle improvisada, cuando la negrura cae sobre los edificios y casonas de variadas arquitecturas, que la cortejan. El tiempo, ha permitido que se instalen aquí comercios de modernos carteles luminarios y puestos de artesanos que colorean los adoquines, más bien la claridad de esta vía, es mayor por las noches, cuando se encienden las farolas, y cuando hay luna.

La Peatonal Sarandí en invierno es un lugar distinto. Es un territorio hermoso, pero no sólo por el silencio sino porque su belleza se exagera con la lluvia, y acaso con la neblina, mientras que en verano se convierte en un sitio colonizado por infinidad de turistas que disfrutan de las vacaciones, la pueblan y la enmascaran con sus conversaciones y sus paseos en bicicletas alquiladas, vienen en cruceros de lejanos países, y es la Peatonal Sarandí, quien los recibe por su proximidad al puerto de Montevideo.

En cambio, cuando se acerca el otoño comienza a enrojecer las aceras, como indefectible señal del recogimiento de los pocos árboles, del despojo de lo accesorio, la Peatonal Sarandí vuelve a aparecer. La miro desde arriba, ya sin resentimiento, casi solos los dos, la calle y yo, bajo el cielo aleado, y sólo cuando comienza a sentirse la primera señal de la tormenta, su grieta eléctrica inaugural quebrando la atmósfera, noto que por dentro a mí me va creciendo algo tremendo, un manantial que quiere descargarse desde mis entrañas como el torrente de la lluvia que se había contenido durante todo el larguísimo estío, experimento una curiosidad desconocida. Entonces, de la Peatonal Sarandí se borra la monotonía del sol y comienzan a acontecer cosas distintas, humectantes. Las comisuras de los adoquines se revisten de un musgo tierno, recién nacido, y el crepúsculo logra filtrarse a través de los últimos goterones caídos antes de que escampe convirtiendo el largo paseo en un baile empapado.

Cuando llega el invierno, yo también me recojo, como los comerciantes del barrio, que enrollan sus toldos con esmero ritual y guardan las pizarras que llevan escritos precios de menús de temporada. Me pasa como a las rayuelas cuando en pleno verano les cae sobre la tiza una tormenta breve, pero devoradora, que los difumina, o tal vez los borra. Pero no es cierto, a mí no me borra del todo, sólo consigue ablandar mis contornos, del verano disfruto, me desviste, me muestra hasta las cicatrices de algún amor pasado, exhibe mis tatuajes.

Dentro de un café de la calle de la Peatonal Sarandí, muy cerca de la Plaza Independencia, las muchachas también se hacen esencia cuando arriba el invierno, salen del letargo monótono de sus colegios, los viernes que vienen a la Ciudad Vieja. Vestidas con sus atuendos nuevos y sus adornos en el peinado, unas a otras se pellizcan las mejillas riendo a carcajadas, maquillándose con el rubor de las conversaciones de mujeres pequeñas que secretean delante de sus tazas de café caliente. Y ellos, ataviados con sus pantalones de jean y con el arrojo de la adolescencia, rondan la plaza, pasean la calle de abajo a arriba, y las esperan en la puerta del café hasta que agotan un montón de confidencias de experiencias elementales. Entonces, ellos hacen como si los tropezara la casualidad, y ellas disimulan también el encuentro fortuito mientras se acomodan al cuello sus bufandas de colores y abren los paraguas ordenándose en parejas enseguida.

El escritor que vive a media calle sale cuando anochece para respirar el aire frío del crepúsculo, después de todo el día. Se asoma, con su bastón de Valle Inclán y su bigote, a la calle mojada por la tarde, y no puede evitar fijar los ojos en los dúos de chicas y muchachos paseantes. Para desandar la vida, se empeña en perseguir, sin que nadie lo note, a una de las parejas elegida al azar, esfumando el millón de años que ha pasado desde el día remoto en el que vio por primera vez a Elena. Luego, como ha olvidado dejar sobre su mesa de trabajo la libreta y el lápiz, y como no alcanza a mantener el ritmo de aquellos jovencitos, se detiene extenuado para escribir con urgencia malabar un pequeño poema que oculta presuroso detrás de la solapa del abrigo, como quien ha robado, y regresa a casa para cenarse toda la memoria que cabe en un tazón de sopa.

Desde aquí, con el frío, reposo la llegada de la lluvia y repaso los cambios traídos por el agua a las aceras de la calle de la Peatonal Sarandí. Veo en el cruce con la calle Bacacay, una gran fuente ornamentada y solitaria. Recompongo el expolio del invierno y las cocinas, los cocidos, las charlas de familia al calor del fuego, y el amor necesario de los matrimonios que huyen del frío entre las mantas. En una de las casas de esta calle quizás esté naciendo una criatura diminuta de manos de una mujer oscura y recia. Y tal vez la última viuda habrá leído ya la carta que el hijo pequeño del kiosquero deslizó esta mañana por debajo de su puerta, por eso tiemblo estremecida al pensar que esa mujer madura yacerá renacida en su cama a la vez que relee unas pocas palabras mal escritas.

Pasa la lluvia. Los pasos líquidos de las parejas, que van cerrando los paraguas con destreza para poder abrazarse urgentemente después del aguacero, chaquetean la coreografía caprichosa de los charcos. Yo me detengo en esa música hueca, que no es percusión ni es viento, en el sonido acompasado de los tacones de las muchachas, que se reconoce entre el resto de los pasos de hombre o de anciana, de las muchachas que andan en pareja. Desde lo alto, espío esos andares, sigilosa, queriendo averiguar qué pasos abrazados pertenecen al amor y cuáles, finalmente, resultarán ser sólo un simple simulacro de la lluvia.

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