El día nublado, una casa a la lejanía entre las montañas asomaba. A escasa visión que, oculta por las hojas y aire espeso, se detallaban figuras humanas. Un viejo alrededor de ochenta años y una niña pequeña, que de los diez no pasaría. Salen a ver el paisaje cada que el sol está abrigando la superficie de las nubes y de vez en cuando dejan escapar pequeños rayitos que mojan de dorado el verde espumoso.
Joven ella, al igual que entendedora, conversaba con su abuelo sobre qué podría significar la vida. Y después de tanto divagar…
—El mundo fecundo, vida aún sin vivir, vida que no vivimos y arrepentidos no podemos cambiar. —dijo Antonio con una sonrisa leve en los ojos.
—Algún día, seré un amor imposible. —prosiguió— Cuando muera, me convertiré en totalidad lo que piensas que soy ahora y no habrá qué que cambie eso, pronto me iré, quiéralo o no. —tornó su mirada esperando la respuesta y resplandeciendo una verdad que con los años él entendía.
—Papá no aguantaría tal cosa. —no comprendía del todo la complicada idea de su abuelo.
—Sí, con tu ayuda, al menos. ¿Crees hacerlo razonar con todo lo que llevamos platicando desde que tienes ocho? —volvió la sonrisa sutil y el cabello blanco ondulaba por pequeñas ventiscas.
—Creo, sí, puedo hacerlo si lo pides. —con la voz susurrando avergonzada miró el rostro hallando similitudes del de consigo misma.
—Nos está observando desde que salimos. —cambió la expresión a pena porque al fin él estaría tranquilo, ella tendría mucho que pasar.
—¿Qué? ¿Quién? —respondió desconcertada.
—Antonella, hablamos demasiado del porqué estamos aquí, por fin hoy platicamos sobre la muerte y hela aquí personificada. Cuida de Stella por mí, tu abuela fue por quien no quise irme antes. —besó la frente blanquecina de la obra de su obra y vino caminando hacia mí como si me conociera.
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