Prólogo:

Una cafetería, qué lugar mas simple para algo tan complicado. Todo había terminado al fin… pero en realidad no había hecho más que empezar. Todas esas personas inmersas en sus propios asuntos tan cerca de mí, no eran conscientes de que eran testigos del final de mi vida tal y como la conocía. Era mi muerte y resurrección.

Había esperado que llegase ese momento, lo había temido y lo había deseado con toda mi alma.

¿Cómo reaccionaría una hija a cuyo padre acusan de abusos sexuales a una niña de 15 años? ¿Sorpresa, horror?

No sentía sorpresa, ni estaba escandalizada, en mi cuerpo solo cabía un sentimiento. Una culpa que me quemaba corazón, garganta, ojos y puños. Mi hermanastra. Temí que llegase ese momento desde que supe que se mudaban a casa de mi padre, me prometí protegerla. Tuve que retomar la relación con aquel hombre, pero me daba igual si ella estaba a salvo y yo no tenía que desenterrar toda la basura que tenía en una lápida al fondo del agujero negro que era mi alma.

No había conseguido salvarla a ella ni a mis secretos, las mentiras que saldrían a la luz ya no importaban, tenía muy claro lo que debía hacer ahora, no había sitio para la cobardía, había llegado el momento de ser valiente.

Miré a aquel hombre y acabé de escuchar lo que tenía que decirme. Jamás había hablado con él de lo que me había hecho. Ahora iba a tener que hablar mucho.

Su cara de desesperación lo decía todo mientras intentaba convencerme de que era una acusación falsa. El sabía igual que yo que sí decidía contarlo todo, estaría perdido.

Suspiré.

-Ya…-Dije en respuesta a su discurso.

Me miró fijamente sabiendo que había llegado el momento de escuchar aquello que no quería escuchar.

Me había educado para ser, ante todo, políticamente correcta, asique no podía decir las palabras que en realidad quería decir.

– Tú eres consciente de que no te portaste bien conmigo… ¿Verdad?

A penas había terminado de hablar cuando me contestó de forma precipitada. Su respuesta era tan falsa como meditada. Era una obra maestra ensayada demasiadas veces como para sonar convincente.

-Lo se.- Dijo negando con la cabeza, mientras la agachaba simulando vergüenza y arrepentimiento.- Sé que fui un padre horrible. Sé que me porte mal contigo. Y a veces pienso que, siendo inocente como soy ahora, esto es un castigo por lo que te hice.

-Entenderás.- Dije tragando saliva.-Que habiendo vivido lo que he vivido. Yo sería la ultima persona que podría creerte.-

-Sí.-Dijo exagerando de nuevo ese falso gesto de arrepentimiento. Al ver ese gesto fui consciente de que sin duda lo hacía bien, cualquier otra persona le hubiera creído.- Pero te juro que cada día me arrepiento de aquello y por eso sé que jamás volvería a repetirlo.-

-¿No te arrepentías cada vez que me lo hacías a mí?-

-Muchísimo cariño.- Cuando usaba esa palabra para dirigirse a mí sentía una punzada en la boca del estómago, me provocaba ganas de vomitar.

-Pero volvías a hacerlo una y otra vez.- Asintió sin decir nada.- Entonces… ¿cómo pretendes que crea que esta vez no lo has hecho?-

-Hija, te juro que no he hecho nada. Me ha odiado siempre. Lo único que quiere es separarme de su madre, lo ha intentado desde que vinieron a casa.-

-Ya…- Repetía eso una y otra vez. Cada vez que contaba diez en mi mente para no volverme loca, para seguir siendo esa hija que él me enseño a ser, discreta, callada y experta en disimular su sufrimiento y su angustia. Odiaba en lo que me había convertido, pero era así al fin y al cabo.-Llevo mucho tiempo reuniendo fuerzas para hablar contigo de lo que me hiciste. Jamás pensé que sería así.- Hice un gesto con la mano para señalar la pequeña cafetería en la que nos encontrábamos. El camarero nos miraba y por un momento temí que nos estuviese escuchando, después sentí alivio, yo no había hecho nada malo. Aún me costaba darme cuenta de eso.

-Es el momento.- Dijo con esperanza en los ojos. Pude apreciar su sentimiento de triunfo al confundir mi autocontrol con complicidad. – Desahógate. Puedes decirme todo lo que sientes. Me lo merezco.-

Apreté los dientes con fuerza antes de hablar. Incluso a mí me sorprendió la calma que mostraba mi voz cuando hablé.

-Destrozaste mi vida. Viste como sufría y te dio igual, a mi madre desesperada llevándome a mil psicólogos, como era incapaz de dormir por las noches desesperada por las pesadillas… Me iba consumiendo cada vez más y tú siempre supiste por qué. Te pedí que parases, pero no lo hiciste.-

-Lo siento mucho.Yo estaba mal. Me sentía sólo. Mi infancia tampoco fue fácil, sabes que tu abuelo nos pegaba palizas, nos humillaba. Mi infancia fue dura. No estaba bien…-

-Mis hijos jamás pagarán lo dura que fue mi infancia. Créeme. Si algún día tengo dudas sobre ello, me tiraré por un puente antes de ponerles las manos encima.- Noté un ligero cambio en mi voz, a penas se notó, siempre se me dio bien controlarme.

-No puedo cambiar lo que hice. Pero si me dejas puedo dedicar mi vida a compensarte. Te aseguro que no tienes nada que temer, jamás volveré a hacerte daño.

-Lo sé.

-Me alegra que lo sepas.- Su voz sonaba realmente alegre, eso me molestó.

-No me harías daño porque créeme cuando te digo que no te lo permitiría.-Me levanté de la silla con rapidez y el roce de las patas contra el suelo chirrió con fuerza, todo el bar nos miró durante unos segundos. -Tengo que irme.-

Se levantó sin decir nada y salimos de aquella cafetería en la que deseé no volver a entrar.

-¿Quieres que te lleve a alguna parte?- Su tono arrepentido era tan convincente que casi me daba pena todo lo que le esperaba a partir de ese día.

-No, gracias. Voy en autobús.- Le miré sabiendo que tenía algo más que decirme.

-¿Qué vas a hacer?-

-Voy a hablar con la pequeña y luego ya veré.- Seguía mirándome. -No se muy bien lo que voy a hacer, pero hay una cosa que tengo clara. Si me preguntan no voy a mentir.-

Su gesto se deshizo por completo. No consiguió ocultar su horror y su sorpresa, su cara era un poema. Sentí lástima.

-Pe…pero- A penas podía hablar.- Pero puedo ir a la cárcel…- Estaba realmente asustado.

-Lo siento.- Dije dándole unas palmaditas en el hombro. Y realmente lo sentía. Sentía sentirme culpable continuamente, culpable por su pena, por la mía, por la de la pequeña que no tenía culpa de nada y por la de toda mi familia que iba a descubrir que nuestra vida no había sido mas que una mentira.

Miré su gesto con un nudo en el pecho. Me giré para dirigirme al autobús. Aquella fue la última vez que vi al único padre que había conocido.

NO CIERRES LOS OJOS

Estaba jugando en el salón, la mullida moqueta estaba desgastada en el hueco que había entre la ventana y la parte trasera del sofá, era su lugar favorito de la casa, con la pared a su espalda, la ventana a su izquierda, el sofá a su derecha y para terminar de cerrar su fortaleza casera, la enorme cortina frente a ella sujeta con pinzas en el sofá.

Que más podía pedir una niña de 5 años.

Maia no tenía amiguitos, pero tampoco los necesitaba, era feliz en su rinconcito con sus peluches de “los Fruitis”, los peluches no hacen daño como las personas, las personas son malas.

Pasaba muchas horas detrás de ese sofá, solo salía voluntariamente cuando su madre llegaba de trabajar, ese era el mejor momento del día. Maia adoraba a su madre y tenerla en casa cada noche era un regalo para ella.

Con su padre era diferente, no quería verle, él era el motivo de que tuviese su fortaleza tras el sofá, solo estaba tranquila cuando la dejaba sola en casa, gracias a Dios era muy a menudo. Pasaba prácticamente todas las tardes sola en casa y se alegraba de ello, su padre la hizo prometer que no lo contaría, claro que no lo haría, si lo contara él tendría que pasar más horas con ella y eso es lo último que querría Maia.

Era un jueves cualquiera, su madre saldría del trabajo en media hora, eso significaba que su padre no tardaría mucho en volver.

Le pareció escuchar pasos al final del pasillo, o su padre había vuelto, o los fantasmas de la habitación del fondo venían a torturarla otra vez, no sabía que era peor. Comenzó a temblar hasta que escuchó la voz de su padre llamándola.

Salió de su fortaleza, no le gustaba que su padre fuese a buscarla allí, siempre intentaba salir antes de que lo hiciese.

-Hola-Dijo Maia con voz débil.

-Hola cariño-Dijo él con una sonrisa enorme en el rostro.

Odiaba esa sonrisa y la odiaba aún más cuando la reconocía en su propio rostro, detestaba cada rasgo que le hacía parecerse a él.

Se quedó inmóvil mientras su padre se acercaba. Sumisa y con el cuellecito tenso aceptó su beso mientras notaba sus tripas revolverse mezcla de asco y ansiedad. Era mejor dejarle, resistirse nunca servía de nada.

– “Hará lo que le apetezca hacer conmigo, da igual que grite o patalee”-pensó Maia mientras tragaba saliva con un extraño sabor, como a metal . Su mandíbula estaba siempre tensa y eso hacía que sus encías sangrasen a menudo.

-Tu madre llegará enseguida.- Dijo su padre mientras se alejaba en dirección a la cocina. -Voy a hacer la cena.

Maia asintió con una sonrisa tensa. En cuanto salió de su vista fue corriendo de nuevo al refugio, ese era un lugar seguro.

No pudo jugar nada el resto de la tarde, cuando estaba él nunca podía jugar, demasiada tensión. Se limitó a quedarse en aquel lugar, apoyada contra la pared y entrelazó sus manos para rodear las piernas que estaban encogidas contra su pecho como un escudo protegiendo su cuerpecito .

El sonido de las llaves, seguido de la dulce voz de su madre relajó todo su cuerpo de golpe. Su alivio era tal que le entraban ganas de llorar cada vez que ella volvía a casa.

Deshizo el nudo que era su cuerpo pero no salió a recibirla. Tenía que fingir estar bien, su madre merecía eso al menos, asique cuando apareció ella parecía una niña de lo mas feliz y despreocupada, jugando sonriente con sus peluches. Cuando su madre se acercó le dedicó una sincera sonrisa de mirada iluminada y le dio un enorme abrazo.

-Te he echado de menos Amatxu.- Dijo la niña enfocando todas sus fuerzas en que no se le quebrase la voz.

-Y yo a ti cariño, muchísimo, lo sabes ¿verdad?- Dijo su madre tras darle un beso cariñoso en la frente.

Maia asintió con una sonrisa tímida y salió de su refugió con la seguridad que solo su madre le daba.

La cena transcurrió como siempre, sonrisas forzadas a su padre para disimular, siempre intentando hablar o mirarle lo menos posible, así debía ser, tenía que proteger a su madre. Odiaba ocultarle cosas y detestaba aún más compartir un secreto con su padre pero si ella se enteraba no podría soportarlo, su padre se lo decía cada día.

-Tu quieres mucho a tu Ama ¿verdad Maia?.- Le decía siempre su padre.

-Muchísimo.-

-Pues si la contases esto, ella sufriría por tu culpa, y tu no quieres que sufra, ¿a que no?-

-No.- Decía siempre Maia mientras negaba rápidamente con la cabeza.

-imagina que se lo cuentas y no puede soportarlo. Se moriría de pena y la perderías.-

Tenían esa conversación muy a menudo, cada vez que Maia se ponía a llorar tras ser usada como juguete por su padre.

Si había algo que Maia tenía claro, era que iba a proteger a su madre sobre todas las cosas, era lo único bueno que había en aquella casa y no podía desaparecer, podía soportar cualquier cosa mientras su madre siguiese feliz y con ella.

Tras la cena su madre la acompañó a acostarse. Maia la miró fijamente mientras ésta colocaba bien las mantas para arropar a la pequeña. Al mirar a su madre siempre sentía tristeza y felicidad al mismo tiempo, amor y culpabilidad. Esos sentimientos formaban un nudo en su pecho y su estómago, pero podía soportarlo mientras ella estuviese allí.

-¿Me cantas una nana?- Pidió mimosa.

-¿Una nana? ¿No eres mayor para eso?- Dijo su madre bromeando con una sonrisa preciosa en el rostro.

-No. Soy una niña pequeña.- Una risita tímida salió de su interior.

-Vale mi niña pequeña, cierra los ojitos.- Le dio un beso en la frente y acarició sus parpados cerrados con los dedos mientras empezaba a cantar con su dulce voz.

Escuchando aquella preciosa voz se durmió. Solo dormía bien cuando le cantaba una nana, no sabía como cantaban las otras madres pero estaba segura de que la suya era la que mejor lo hacía.

Estaba en mitad del enorme pasillo en L de su casa, justo donde giraba, se podían ver los dos lados del pasillo, a su derecha lejos estaba la puerta de entrada a la casa pero no podía verla por que todo estaba totalmente a oscuras, tras ella la habitación de sus padres y a su izquierda el resto de la casa. No veía nada salvo unas sombras extrañas al fondo del pasillo , cada vez las veía con más claridad, se acercaban lentamente, quiso salir corriendo pero sus piernas no se movían. Reconocía esas sombras, eran los fantasmas que venían a torturarla una vez más. Ella nunca se acercaba a esa zona de la casa, solo cuando tenía que salir, ya que la puerta estaba al final de ese pasillo.

Cada vez estaban más cerca, podía sentirlo, su cuerpecito se tensó de golpe al notar una ráfaga de aire heladora que congelo cada célula de su cuerpo dejando sus músculos y nervios tan rígidos que pensó que iban a partirse en mil pedazos.

Seguía sin poder moverse y las sombras avanzaban sin descanso, cuando al fin una de ellas llegó a su altura, más que verla la sintió frente a ella en forma de nube difusa, la respiró por la boca y notó como congelaba todo a su paso, primero su lengua y su garganta y por ultimo sus pulmones. Aterrada quiso gritar pero en lugar de eso su cuerpo respondió con espasmos en forma de tos muda, todo su cuerpo temblaba por la tensión, sus pulmones congelados no la dejaban respirar y entonces lo escuchó, la misma frase de siempre, susurrada desde dentro.

-Eres mala- dijo aquella siniestra voz.

-No soy mala.- Contestó la niña entre sollozos.

-Eres un monstruo. Engañas a tu madre. Eres mala.-

-No la engaño, la protejo.-

-Todo es culpa tuya. Eres mala. Él lo hace por tu culpa. Eres mala…- La voz en su cabeza se fue debilitando tras dejar su mensaje, al mismo tiempo la nube blanca salió de su interior que aún congelado saltó hacia atrás al sentir la liberación.

Maia cubrió su rostro con las manos y comenzó a llorar espasmódicamente apoyada contra la pared de su espalda, se mantuvo así un rato hasta que se dio cuenta de que era libre, su cuerpo se movía de nuevo, separó las manos de su rostro y las miró durante unos segundos girándolas para confirmar que efectivamente tenía libertad de movimiento, entonces las dejó caer de golpe, como si caerían de un edificio a toda velocidad, y salió corriendo hacia su habitación.

Al llegar a su cuarto cerró la puerta de golpe y la sujetó con fuerza con todo su cuerpo, le fallaron las piernas y se dejó caer al suelo, se mantuvo así unos minutos con su costado derecho aún apoyado contra la puerta. Cuando se vio con fuerzas se levantó despacio y volvió a la cama.

Tumbada en su pequeña cama, no podía hacer otra cosa más que vigilar la puerta por si las sombras decidían volver, pero el sueño comenzó a apoderarse de ella haciéndola sentir cada vez más vulnerable. La pequeña luchaba por mantener los parpados abiertos, repitiéndose una y otra vez la misma frase.

-No cierres los ojos. No cierres los ojos. No cierres los ojos…-

Hasta que finalmente, sus párpados vencieron haciéndola sucumbir ante el sueño.

A la mañana siguiente un suave beso la despertó, era su madre.

Maia soltó un gruñidito de satisfacción a modo de saludo que hizo sonreír a su madre.

-Sigue durmiendo mi amor, te queda media horita más, yo me voy a trabajar.- Le dio otro besito en la frente y se alejó de ella en dirección a la puerta.

Los ojos de Maia se abrieron de golpe.

-No. -Dijo la niña con un tono desesperado.-No te vayas. Quédate conmigo. Quédate conmigo.-

El gesto de su madre se tornó triste, odiaba tener que dejarla.

-Tengo que irme cariño. Tengo que trabajar.-

-Esta noche han vuelto los fantasmas. Quédate conmigo.- Su voz sonaba entrecortaba.

-Shhhh… Tranquila.- Le consolaba su madre. -Tranquila, sólo ha sido una pesadilla.-

-No ha sido una pesadilla. ¿Por qué nunca me crees? -Su tonó aumentó notablemente por la desesperación que sentía.

Su madre preocupada volvió a la cama, se tumbó junto a ella y comenzó a acariciarle el pelo intentando que se calmase.

-Shhhh… Tranquila.- Repitió. -Estoy aquí, todo está bien. Estoy aquí.- Notó como el cuerpo de su hija se iba relajando y esperó pacientemente hasta que escuchó un ronquido. Llegaba tarde a trabajar, se levantó con cuidado para no despertarla y salió de la habitación mirándola con un nudo en el pecho por tener que dejarla allí.

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