Carlomagno en la ventana

Carlomagno en la ventana

Muestra de la introducción

Una docena de drakkar, o tal vez más, mecidos por el vaivén de las olas, yacen arracimados como ballenas suicidas varadas en la orilla, mostrando sus haces de remos erizados sobre rústicos escálamos. Las velas cuadras, de franjas bicolores, más bien pardas, gravitan arrolladas en la verga de un gran mástil cruciforme. Los mascarones, equinos, feroces y amenazantes de sus proas, ligeramente estrábicos, con las temibles fauces abiertas, de viperina lengua algunos, se asoman con desafío a la pobre luminiscencia que brilla en el horizonte de aquesta mañana de conquista.

Los cuervos, gaviotas del odio, no regresaron a las naves, cuando en la bruma de calmosa marea vespertina los hicieron volar con anhelo y esperanza. Era la innegable señal de que habían hallado tierra y en ella se establecieron para aferrarse a alguna carroña o atacar a una res malherida según su condición.

Los feroces hombres del norte arriban a una tierra húmeda y confiada —como se acostumbra en el occidente conocido por cientos de razias—, virgen en su extremo y abundosa sin pretensión. En ocasión más propicia, remontarán el río al que se asoman, al que los cristianos llaman Rhin, hasta las feraces Utrecht y Dorestad, donde las riquezas son infinitas, cuentan que cuentan los viajeros. Sus barcos de poco calado, sin quilla apenas y doble timón, bien permiten surcar las aguas poco profundas. Hoy tan sólo es una cesariana toma de contacto: veni, vidi, vici. Nunca habían arribado tan al este del oeste, nunca desembarcaron tan cerca de casa. Ya era lugar.

No más abandonar las naves, un nutrido grupo de hombres y mujeres libres, rapados a lo iroqués, con hachas y espadas, arcos y flechas, cascos y escudos de redonda madera polícroma, se interna a través de la húmeda neblina en el continente atraídos por el quejido de una campana de ronco broncíneo que tañe a laudes en la espesura y un perro, más rauco si cabe, que ladra descompasado. Impera el blanco azulado e impera el gris lechoso de bruma densa, húmeda, traslúcida. Una bandada de reidoras gaviotas, ajenas en la orilla, alza el vuelo alertada por el desusado movimiento y las voces quebradas. El aire acuoso, que sopla de levante, viaja con los vikingos como la tosca brújula de reciente fábrica que les dirige y Odín en el éter. La mejor montura del rey Salomón, cuentan leyendas paganas, era el viento del este.

Alguno de los bárbaros, de intonsa guedeja y áspera lengua, permanece en la arena clara resguardando los barcos; monumentos vivos de la victoria; irreemplazable seguro de regreso al país de los anillos de oro. Su carencia es comparable a despojar de montura al caballero, del rosario al pío, del fuego a la fragua.

La arena negra y mojada de la orilla pronto se dilata en su ascenso en un extenso campo de regados herbazales de mustia raíz y fresco en sus brotes sin embargo. Las hormigas rojas del lodazal, en industriosas caravanas, no entienden de asaltos ni de pillajes. Las hormigas negras tampoco.

¡Nadie diga palabra! El silencio, tan roto por los muelles pasos y el jadeo de los invasores —arrojados, temerarios, sedientos—, es imprescindible para la sorpresa. En un momento dado es igual sin embargo. No importa en demasía. Odín está con ellos, Thor y Freya también les acompañan y las valkirias, de fuertes mandíbulas, no pierden detalle de la razia para recoger al supuesto caído. Nada hay que temer. En último extremo, asistirán con satisfacción al banquete en el Valhalla, el salón de los caídos, junto a los Dioses.

Pasada la maleza, las aulagas y algunos junquillos esparcidos sin concierto, subiendo un escueto alcor, donde el ratón gris se esconde entre henales, y un bosque de fresnos se orilla a la derecha, se alza breve un monasterio de piedra bruna sin argamasa apenas, hundido en la penuria, con poco que saquear a simple vista. Varias gallináceas, ajenas como el mar, cloquean en su derredor y un marrano sin dueño ha encontrado quizás una trufa bajo roble añoso. Una mula, más rocín que hacanea, espera guarnecida para viaje inmediato, lo que alerta que los pobladores están cerca, han huido o se han abroquelado en escondite al uso. Los vikingos —sedientos, arrojados, temerarios—, como animales, alzan la testuz, husmean el aire. Lo más probable es que algún parroquiano entreviera los barcos que se acercaban a la costa o a los hombres desembarcar en la rompiente. Es necesario no bajar la guardia por si de una añagaza se tratara y los asediados esperan parapetados, atentos a un descuido, armados en su refugio. Ergo el sonido de la campana no llamaba a laudes, sino que avisaba de la amenaza que inminente se cernía.

El hijo más joven del conde Sigfrido, el rey Godofredo de Dinamarca, que morirá ese mismo año, traicionado por uno de sus hijos, según fray Notker de San Gall, el poeta tartamudo, dirige la horda tras largos bigotes trenzados, que se funden con su barba florida, bosque de la quijada, gobernada por abrazaderas. A paso quedo encabeza la marcha con su espada en la mano y un sueño en el magín. ¡Que nadie adelante su sombra, aunque le apremie la sed! El señor de las espadas debe ser el primero entre los bárbaros; debe dar ejemplo con su entrega y su coraje. La gloria se alcanzará en orden precedente.

Tras breves minutos, llegan con denuedo a lo alto de la colina, donde reúnen sus fuerzas bajo los humildes muros del monasterio entorno a su rey. El casco —quienes lo portan— les hace bizquear cuando miran hacia arriba, más allá de la piedra, como los dragones enhiestos que encabezan la proa de sus barcos. El cielo está blanco, grisáceo en sus flancos. Godofredo es el primero en golpear con la hoja de su espada, espina de la batalla, la trancada portezuela de madera que protege la abadía. Con facilidad salta en añicos. Podría empero alguno de los asaltantes saltar el paredón sin demasiado esfuerzo y descorrer el travesaño, pero optan por destrozar la entrada principal en un primer golpe de efecto, aún sin saberlo.

El patio está desierto y silencioso, salvo un fatigado reguero de agua que se descuelga en la artesa. Su rebosar breve enriquece un islote de musgo. No obstante, el recinto es menos frondoso que el exterior. No más la habitabilidad de fatigada pisada ha impedido todo crecimiento y, excepto los rincones adyacentes al murete, los parterres cultivados de azucenas y jacintos y los pequeños mogotes de vegetación bondadosa, todo lo demás es yermo y fútil. En el medio y medio del patio, una hoguera centellea en el piso ahumando algunos pescados ensartados en espetos de afiladas cañahejas; en una vasta mesa de ciprés, a su derecha, se amontona un puñado de tortas de harina negra recién amasadas; en el fondo, delante de un reducido huerto, sobre cestones de esparto, se derraman racimos de verdura fresca para engañar la penuria. Los vikingos, «lobos de la matanza» —como los nombra una antigua balada sajona—, sin embargo, no quieren más que metales, o sea, las reliquias de oro, de plata y de bronce que atesoran los cristianos en sus templos.

Muestra del primer capítulo

A pesar de los techos altos y las paredes de piedra revestidas muellemente con lienzos y tapices de escenas de caza o de pasajes mitológicos, los postigos de los arcados vanos peraltados permanecen entreabiertos para permitir la brisa de oriente que sopla flexible en esta frugal cena de comienzos de verano en la sala de las asambleas del palacio del emperador, que igualmente sirve de improvisado refectorio, más aún ahora que Carlomagno —sin embargo no será llamado de esta eminente manera hasta después de su muerte— acusa con abnegación y entereza las dolencias propias de un hombre casi septuagenario, que ha vivido intensamente y no quiere ya mover en demasía sus cansados huesos, aunque intente combatir su ancianidad y falta de ánimo con el llamado «fuego de Elías», que los bizantinos adquieren en la farmacia de Rafael en el monte Carmelo, donde llegará a nacer la orden carmelita, y lo venden normalmente en canutillos de plata o de barro; empero al monarca de los francos se lo dispensaron en su momento embutido en una piedra preciosa ahuecada, que mandó engarzar con mimo y secreto entre las gemas que adornan su corona, y que, por otra parte, su poder afrodisíaco lo anima en el lecho, por lo cual a veces no se desprende del adorno real o lo mantiene relativamente cerca y a la vista en sus batallas de amor.

De este a oeste, una mesa cuadrangular de grandes dimensiones bien dispuesta y patas centrales salomónicas, para diez o doce comensales cómodamente sentados, tal vez más, ocupa el centro de la estancia como si fuera el atrezo de la Última Cena. Su nobleza, de roble local, construida en los aserraderos del mismo recinto imperial por ebanistas italianos, al igual que fabrican las barricas para envejecer el tinto o los retablos para coro de los templos que proliferan bajo este mandato en el reino, está vestida con ancho mantel sutilmente hilado por siete tejedores, de lino blanco doblado, para poder ser utilizado por ambas caras, que cuelga hasta el suelo con simétrico pliegue. Uno de los vivos hachones adheridos a la pared, que en su conjunto iluminan toda la sala, a corta distancia unos de otros, con vivas llamas de suave bailoteo de occidente inclinación, tras una tos descompasada, se ha apagado de repente y amenaza con llenar la estancia de olor y confuso humazo negro. Elinatus, el fámulo de pelo liso cortado a tazón, de edad imprecisa, encargado de las luces y de cuidar, con una atenta ramita de mimbre, que la empecinada lechuza y los molestos roedores de palacio no succionen el aceite de las lámparas, ha cambiado rápidamente la antorcha moribunda, sin dejar siquiera se aprecie la permuta. Sobre la mesa, una lámpara redonda de cadenas y fierros, con veintidós luminarias, que pende sobre su roldana del inmenso cielorraso, esconde las posibles tinieblas terminando de trocar la anochecida que se impone a grandes zancadas en día postizo. Un búcaro de varios cuerpos de alegres florecillas violáceas se orilla en la pared que se asoma al soplo del levante. Ninguna flor desprende tal aroma que el de las lilas que se cultivan en Francia. Complementando no obstante este aroma, sendos pebeteros donde arden conos de incienso arábigo, gravitan en las esquinas. A la izquierda, según se mira, sobre una tarima de pino carrasco, ameniza el ágape con las últimas novedades del mundo conocido un cuarteto de músicos vestidos a la bizantina que en conjuntada afinación tañen rabel y zanfoña, dulzaina y pandero tañido con maza de cuero rojo. Cada cierto tiempo, por designo imperial, reproducen corta fanfarria en agudo temblor exaltado destinada a elevar tácito brindis por los vivos y por los muertos, por el cielo y por la tierra, por la buena salud del Imperio al fin, y de su emperador por ende. Los comensales, puestos en pie, entrechocan sus metálicas copas al grito de prost! y una sonrisa en el rostro, mientras abiertamente se miran en los ojos, de común esclarecidos, del resto de sus compañeros. En cualquier taberna de la zona y del reino en general, este achispado saludo, conlleva una violenta alegría, que a veces abolla las copas o quiebra los vasos y escudillas entre golfas carcajadas desbordando las bebidas sin miramiento. En las estancias palatinas, en cambio, se tiene especial cuidado de no manchar el lienzo blanco que cubre el tablero con las salpicaduras y así evitar el indecoro cortesano, a la vez que una supuesta mala suerte, como quien derrama la sal, lo que viene siendo nefasto por su valía; o rompe un espejo, por su inquietante poder multiplicador; o se cruzar con negro felino, que podría ser sin más el engendro de una bruja, que haberlas haylas como en Santiago.

Sobre el mantel, en sus orillas, gravitan tantas cucharas y servilletas, tajadores y escudillas, salseras y copas como comensales llenan la mesa; y, en el centro, se muestran abundancia de azafates que abrazan cantos de pan de flor de harina, higos secos y pasas del sur de al-Ándalus, queso de vaca y cabra norteñas, aceitunas machacadas, pimientos en vinagre, carbonada equina, de tradición gala, y spécialités fromageres, o sea, especialidades de queso, para abrir el apetito mientras se sirve la comida principal. Carlomagno es muy dado a estos entrantes y suele presentarse con antelación a la hora del almuerzo, a veces con bastante premura, para entregarse a este jugoso menester. Tiene especial disposición hacia los frutos secos, almendras, piñones, nueces y avellanas, aunque, de cuando en cuando, le hagan toser desesperadamente, pues siempre se precipitan por el conducto menos indicado de las tragaderas reales. Distribuidas igualmente por la mesa se hallan botellas de cristal veneciano con vinos del Rhin, del Ródano y del Mosa; y vinos de Champaña; cerveza belga, producida en los monasterios del país; y sidra, el jugo preferido de su majestad. El emperador no es tan dado a las bebidas espiritosas como en su juventud y raramente, en estos tiempos, prueba el vino. Tal vez dos o tres copitas diarias. Para las damas, y algún otro comensal prudente, se sirve hidromiel especiado.

El emperador quiso hacer una huerta de su reino, dada su afición a la sidra y a la fruta en general, que toma sin medida tanto cuando se levanta como cuando se retira a sus aposentos para descansar. Poco después de su coronación por el papa León III, el 23 de diciembre del año 800, en San Pedro de Roma, ordenó que la tierra en las ciudades de su imperio fuera cubierta de hortalizas y frutas, sobre todo árboles de manzana y pera, al dictado de: «Queremos, que los jardines tengan todo tipo de hierbas y verduras», hasta conseguir que durante su gobierno crecieran en Aquisgrán cerca de doscientas variedades de peras y otras tantas de manzanas.

En el fondo del fondo, bajo los ventanales que dan al norte, el monarca preside sentado en mitad de la mesa, como Cristo en el cuadro de Leonardo, y no en cualquiera de las cabeceras, como corresponde a su autoridad, que suelen quedar expeditas, pues desde este lugar cataliza la conversación y domina mejor el espacio, pues, aunque goce de largos brazos, amén de un oído fino, puede alcanzar mejor todos los platos en su común inclinación de servir a sus invitados, pues se da maña en trinchar las carnes, en especial las aves, cisne, faisán o pavo real, que comienza seccionándolas por el alón derecho, como dictan las buenas maneras.

Bajo las narices del emperador, en su lado correspondiente, se extiende un sobremantel bordado con lises en relieve, que cubre el paño principal, para, ahora sí, distinguir su prestigio y su asiento, aunque no es necesaria tal prerrogativa, pues su majestad imperial posee huesos largos: mide siete veces la longitud de su pie, o sea, llega a rozar los dos metros y cuarenta centímetros en medidas actuales, de tal manera que su inusitada altura resulta más que suficiente para destacar la capital presencia de su imagen. Estas proporciones, contrastadas científicamente, podían ser incomprensibles en una época de figuras recortadas, máxime si conocemos que su padre tenía una talla tan menguada que, sin sufrir enanismo, alcanzaba apenas el metro treinta y siete. No así su madre, de especial belleza, que superaba la media de las damas de antaño. Aunque Fray Antonio de Guevara, el mayor mentiroso de la historia, tan sólo por el placer de mentir bello, según Nestor Luján, escribiría en Reloj de príncipes: «Muchos tienen embidia al inmortal renombre de Carlomagno, y llámase Carlos el Grande porque, siendo como era un rey pequeño, no sólo venció y triumphó de muchos reyes y reynos estraños, mas aun dexó la grasilla del Imperio en sus reynos proprios».

El servicio de mesa del monarca, por lo demás, no difiere del resto de los convidados, a excepción del amplio cuchillo dorado, a juego con el cáliz, que, como anfitrión y dueño, permanece colocado a la derecha con el filo hacia el tajador mientras que cada uno de los invitados porta el suyo en su escarcela y las señoras —Carlomagno sería el primer rey cristiano en sentar mujeres en su mesa— lo llevan prendido a la cintura con una cadenita o un cordón de recio bramante, junto a las tijeras de improvisada costura o puntada perentoria y su alfiletero erizado.


Sinopsis

Carlomagno, mientras cena en Aquisgrán con parte de sus nobles, los vikingos desembarcan al norte de su imperio, en Frisia, donde atacan un monasterio en el que no dejan a nadie con vida, salvo un monje que huye y se presenta en palacio para advertir al emperador y los suyos. El viejo Carlos, en el otoño de su vida, se asoma a la ventana, intuyendo que los invasores están ya muy lejos y lamentándose por sus herederos, que son los que realmente soportarán el azote de los hombres del norte, comienza a repasar sus días.

Argumento

Se cuenta que Carlomagno, cuando supo de las primeras invasiones vikingas, supo que lo peor estaría por venir y, más que por él, se apenó por sus hijos. Tomando esta excusa como reflexión, Carlomagno en la ventana trata de repasar la historia de este padre de la unión europea, comenzando con la historia extraordinaria de cada uno de los supuestos comensales que comparten su mesa (incluyendo el caballero inexistente de Calvino, don Leonís de Cunqueiro o Milón de María de Francia). Pero menos interés tienen sus conquistas y luchas, que las anécdotas fantásticas, como que su madre tenía un pie más grande que el otro, que el califa de Bagdad, el mismo que protagoniza las historias de Las mil y una noches, le regaló un elefante o que poseía un reloj de arena tan grande que contaba doce horas, tan sólo hacía falta volcarlo dos veces al día.

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