Introducción
sentado frente a un espejo con las manos en mis mejillas y los codos clavados sobre una pequeña mesa que me servía de escritorio, mirando el reflejo de mis dieciséis años de edad con la ayuda de una insignificante luz de veladora, una taza de café humeante y mis infinitos cigarrillos, en una noche indeterminada del año mil novecientos noventa y ocho, estando viviendo en la ciudad de Cúcuta, y mientras la vida afuera de mi habitación transcurría plagada de pesares, alegrías, temores, arrebatos, decisiones, aciertos e infortunios, yo enmarcaba mi existencia en una sola palabra: soledad; estando ahí, en silencio, abrigado por este desierto interior, donde era único dueño de mis decisiones, tome una hoja blanca y opte por escribir, ni siquiera lo pensé, deslice la tinta como si mi mano supiera el camino y la ubicación de cada punto, cada letra, cada signo, y solo cuando termine de llenar esa primera hoja me percaté de que en ella se leía algo parecido a un poema. Con satisfacción y agrado lo atesore y desde aquella noche he venido dejando mis pensamientos en esas hojas que he ido acumulando con el pasar del tiempo; lo curioso es que solo hasta hace poco, empecé a notar que todo lo que plasmaba sabia a muerte, todo traía ese sello indiscutible, olía a sepulcro, y en ese primer verso se leía:
La muerte es…
La muerte es un abrir y cerrar de ojos
En donde el alma es fugitiva
Y queriendo dar un paseo maravilloso
Tal vez de nuestro cuerpo se olvida.
era tal mi obsesión por este tema, que hace algunos días, ahora a mis treinta y dos años de edad, esto empezó a afectar mi salud, los psiquiatras lo llaman “ansiedad paroxística episódica”, un trastorno de pánico, o en otras palabras “sensación de muerte inminente” el cual surgió a raíz de una idea que tenía en mi cabeza, y la cual fui alimentando sin darme cuenta: “MORIRE JOVEN”, esta rara idea habitaba en mi cerebro pegada como una sanguijuela, y yo inconscientemente la reproducía en mis escritos.
Fue así que mi vida armónica normal empezó a cambiar drásticamente y me vi invadido de ataques y crisis nerviosas repentinas, donde me sentía asfixiado y salía corriendo pidiendo oxígeno, gritando que me socorrieran, supuestamente porque estaba sufriendo un ataque al corazón, hasta que al fin con numerosos exámenes médicos me descartaron enfermedades por colesterol, azúcar, tiroides, etc. y se pudo llegar a la conclusión que el asunto no era fisiológico si no psíquico. De inmediato me instauraron un tratamiento, el cual incluía varias visitas a un psicólogo, quien me ayudaría a desentrañar mis más lejanos recuerdos, y lograr así descubrir el momento exacto en que la muerte se convirtió en el primer pensamiento que llegaba a mi mente al empezar cada día.
PRIMERA CITA.
Yo era un niño, un inocente imberbe, tenía ocho años de edad y cada mañana antes de las seis debía atravesar caminando más de medio pueblo para llegar a mi colegio de educación primaria, “EL LICEO DE LOS ANGELES” el cual estaba ubicado en una esquina frente a la iglesia María auxiliadora, en la calle octava con carrera novena; yo vivía en la carrera once con calle diecinueve A, a casi veinte cuadras, en un sitio más conocido como el tapón de la diecinueve A, apodo impuesto por que esta calle tenía la singularidad de ser una calle ciega, sin salida, a causa de un paredón gigante ubicado en la parte de arriba que no daba paso para salir, era la parte posterior de otra casa que daba su frente con la carrera décima.
La carrera once por su parte era famosa por que sobre ella se encontraban los expendios de alucinógenos “ollas” y los prostíbulos, debido a esto le llamaban “LA ZONA” diminutivo usado por la gente para referirse a la zona de tolerancia, por ahí crecí yo, en el barrio el vergel del hermoso municipio de San Gil, para ser exactos.
Mi cuadra era un remanso de paz llena de amigos, risas, y juegos como: venados y cazadores, la lleva, el yorbis, el escondite, el cuadrito, el ponchado, la turra, el trompo, el yoyo, maras, naipes, mete gol, campeonatos, tabla sobre la calle y hasta juegos inverosímiles como “los científicos”, el cual se trataba de recolectar insectos para realizar los más curiosos experimentos donde al final las criaturas siempre morían a causa de nuestras sanas ansias de aprendizaje, ah y no podía olvidar el jueguito clásico de “el papa y la mama”.
Ahí era muy feliz, pero, solo era cuestión de que se fuera el balón, “porque además era una cuadra muy empinada” solo me bastaba con bajar esa media cuadra hasta la carrera once para encontrarme con ese otro mundo paralelo lleno de borrachos, viciosos, ladrones, prostitutas y malandros, sin querer ofender a la gran cantidad de gente honesta y trabajadora que también habitaba en la llamada ZONA. “para no herir susceptibilidades”
-¡pelea, pelea!, gritaba de repente algún amigo que venía de la tienda, y al momento corríamos desaforadamente dejando el juego a medias para ir a ver tiestazos o sangre, entre más sangre hubiera, mejor era la pelea y los comentarios posteriores, ya éramos unos completos jueces de peleas callejeras, las cuales calificábamos posteriormente en nuestra cuadra, en una tertulia donde hacíamos las mímicas y recreaciones de las mismas, tratando de contar la historia a otros amigos, quienes por motivos de fuerza mayor no las habían visto (se encontraban en la casa lavando los baños o ayudando en algo, o porque simplemente no oyeron el aviso) y podíamos durar horas, o días incluso, realizando comentarios dependiendo la cantidad de heridas, o la magnitud del escándalo o gritos de los familiares de los involucrados en cada riña; muchísimas, pero muchísimas veces vi puñaladas y botellazos, como también peleas a puño limpio, que eran las que me parecían más respetuosas y justas, pues los dos contrincantes se iban para sus casas satisfechos y exhaustos sin mayores consecuencias más que la boca reventada o un ojo moreteado. Siempre esos gritos de pelea eran lo único que nos sacaba de nuestra rutina de juegos; Entonces crecí viendo que era totalmente normal que los adultos se dieran golpes, puñaladas, o tiros para arreglar sus diferencias, y también creía que el que moría en una disputa de estas, simplemente merecía morir, y quien quedaba con vida no era un asesino, sino más bien, un ganador, casi un héroe.
Todos teníamos un apodo en aquella cuadra, a mí me decían “papas” a mi hermano le decían “cocoro” a un vecino de más arriba “totero” y a su hermana “Mazda” estaba también Jacobo, Fredy y Luis, quienes no necesitaron un apodo porque su nombres ya nos parecían demasiado graciosos y simplemente los usábamos agregándole algo como: facundo o cundo para Jacobo, Fredy “cruguer” le agregábamos por la película, y a Luis, simplemente le decíamos “Luís cagado”, y debo decir que de todos yo era el más satisfecho y conforme con mi apodo.
Todo transcurría normal, en un pueblo y barrio normal para una Colombia de los noventa, hasta que alguien un día cualquiera, alguien, no recuerdo quien grito:
“LLEGO LA MANO NEGRA”
Pero, no me adelantare hasta ahí todavía, pues debo aclarar que antes de los muertos que puso el estado con su mano negra o grupos de limpieza social, ya había presenciado a mi corta edad una cantidad considerable de homicidios, estos empezaron con la muerte de un señor conocido con el alias de PAÑETE, al cual acribillaron en horas del día a punta de bala, cerca de la casa de mercado de San Gil, sobre la carrera once, siendo yo testigo mudo de su deceso.
Luego le siguió otro difunto, del cual solo puedo referir que se trataba del esposo de una señora “que presuntamente” expendía droga en la carrera once, la cual era conocida con el alias de LA BOTANICA. A este señor lo mataron también a bala, una noche, sobre la carrera once cerca de un sitio conocido como ALBRONCE, recuerdo que esa noche jugábamos al escondite cuando unos disparos a lo lejos retumbaron, y hasta albronce llegue corriendo dejando el juego y mis amigos cuatro cuadras atrás, y sin pensarlo me escabullí por entre el ruedo de gente y piernas largas que se posaba alrededor de la escena y me pare justo en frente del cadáver para observarlo por unos instantes detenidamente, bueno, lo detalle hasta que un policía me agarro del hombro con rudeza y me hizo sentar a los pies de un poste de luz cercano donde me mantuvo observando el incidente durante todo el oficio de levantamiento, mientras me insultaba y me amenazaba diciéndome que me iba a conducir al calabozo de la policía a lavar baños, y yo que era tan niño no podía hacer más que llorar y llorar, hasta que más tarde en un ligero descuido de aquel policía me le pude escapar, más precisamente cuando entre todos los uniformados que habían, sacaban fuerzas para subir aquel cuerpo a un vehículo, y yo, que no era ningún pendejo, aprovechando este descuido, corrí hasta mi cuadra de regreso para poder narrar la historia de aquel muerto, la cual se convertiría en la historia más larga y mejor contada que hasta esa fecha se hubiera relatado por un niño de escasos ocho años, ah y también para recibir por parte de mi madre los correazos más largos y mejor descritos que hasta ese momento hubiera recibido alguien de esa cuadra.
Otro día, sobre la una de la tarde más o menos, corrí desde mi casa hasta una tienda ubicada en la casa de mercado para ver el cadáver de un hombre que acababan de apuñalar, y que quedó tendido en medio de la calle, “sobre la carrera once, para variar” en aquella tienda lo que pude observar fue que la sangre de aquel hombre había untado cada producto que había sobre los estantes, había tanta sangre en paredes y pisos que los curiosos que entraban se resbalaban y caían al piso ensangrentado, afuera el cadáver que ya mis ojos devoraban minuciosamente, notaron una gran herida bajo su pecho con algo amarillo verdoso que le salía, más adelante alguien diría que se trataba de su hígado, otro dijo que era el vaso, mientras que para mí solo se trataba de un pedazo de intestino.
Recuerdo también una noche en la que jugaba de cazador buscando a mis venados descarriados, cuando de repente alguien grito:
-pelea, pelea, pelea. De inmediato tanto venados como cazadores nos olvidamos de todo y corrimos a observar en la carrera once de lo que se trataba; efectivamente una cuadra más adelante habían dos señores ebrios del sector enfrascados en una riña, uno de ellos después de estar cansado y de notar que los puños no daban resultado, levanto del piso una pequeña cartera de cuero de las que se usan para llevar los tejos de tan magno deporte criollo al escenario de tejo largo, la cual consta de agarradera larga en cuero usada para colgarla, tipo mochila, de donde agarro el tejo como una onda y lo reposo sutilmente sobre la cabeza de su sorprendido contrincante, quien en un estado delirante de excitación, y al verse lavado en sangre, no tuvo más remedio que sacar un pequeño cuchillo que era más grande que mi brazo, y le rebano el estómago a su opuesto, dicho opuesto que segundos después corría atajándose las tripas con sus manos, y así nada más concluyo aquel episodio, porque a los dos hombres los subieron al mismo taxi con rumbo al hospital, uno con la cabeza abierta y el otro con sus brazos en el abdomen tratando de que las tripas no se le escaparan por entre las manos. Nosotros, el grupo de mi cuadra, nos devolvimos satisfechos con lo observado y entre risas repetíamos los gritos del apuñalado “no me dejen morir” mientras corríamos simulando estar atajándonos las tripas y hasta nos colgábamos cordones de zapatos y mangas de camisa para imitar la pelea, y es que para nosotros no había violencia, era tan normal, que esto nos causaba risa.
Y así seguían transcurriendo los días en aquella cuadra infantil, entre escondites, trompos, puñales, tiros y gente corriendo con la cabeza abierta o las tripas en sus manos.
Al despedirme del psicólogo aquel día, después de contarle estos episodios fugaces que guardaba en mi memoria, y ya conociendo mi afición por la escritura, y los motivos que la impulsaban, me solicito que a cada consulta le trajera uno de mis poemas, como método de analizar más a fondo mis pensamientos, y así empecé a hacerlo devotamente.
SEGUNDA CITA.
¿Dónde nos quedamos? Pregunto el psicólogo mientras con una pequeña grabadora se disponía a documentar mis relatos.
Ah, sí, bueno, como le estaba comentando doctor…
La primera vez que yo escuche hablar de la mano negra, me imaginaba en mi inocencia que se trataba de una mano que se movía sola por las paredes, y llegaba hasta sus víctimas aforrándose a sus cuellos hasta estrangularlas, tal vez debido a algunos episodios que vi de la familia ADAMS donde había una mano similar que se movía a voluntad propia, lo que nunca me imaginé es que esta mano negra actuaba de forma diferente, matando a bala a sus víctimas, y menos me podría imaginar que su radio de acción estaba a tan solo una cuadra de mi casa. En realidad lo que yo escuche en esa época era que se trataba de agentes de un grupo llamado F2 que en las noches salían vestidos de negro con pasamontañas y guantes negros a realizar lo que se denomina limpieza social, lo cual consiste en asesinar a aquellas personas que son ladrones y viciosos que afectan la paz y tranquilidad del resto de ciudadanía en determinado lugar, en este caso, el municipio de San Gil.
Por esos días, en horas de la madrugada, escuche varios disparos, pero como eso era normal no me preocupe demasiado, volví a dormir y al levantarme y salir para el colegio a las cinco y treinta de la mañana, bueno en realidad eran las seis y media en el reloj, lo que sucede es que el presidente de la época había tenido la genial idea de que Colombia tuviera la misma hora que nuestro país hermano Venezuela, por eso yo salía de la casa a esas horas donde en realidad todavía estaba de noche. Pero ese amanecer fue nefasto para mí, porque tuve que pasar por la carrera once tratando de no pisar los dos cadáveres que se encontraban tirados en la calle, el de una mujer llamada Otilia conocida por todos debido a que en los diciembres subía por mi cuadra a ofrecernos pantalones robados de las mejores marcas y los mejores almacenes, obviamente eran hurtos realizados en otras ciudades. El otro cadáver era de un muchacho conocido como Franklin quien también era conocido del sector, en todo caso ambos eran drogadictos y fueron ultimados justo en frente de una casa donde se aprovisionaban de droga.
“LA MANO NEGRA” eso era lo que cuchicheaban los curiosos que a esa hora rodeaban la escena, mientras yo, un simple niño que debía seguir su rumbo hacia el colegio sin prestar más atención, me detuve por alrededor de quince minutos a observar sus charcos de sangre, sus pálidos gestos, y su infinita mirada, mirada que se me quedo grabada en la mente mientras corría rogando no llegar tarde al colegio.
Al salir de clases ese día, me dirigí a la funeraria San Gil, la cual se encontraba a pocas cuadras, donde pude observar de nuevo los dos cuerpos, pero ya en sus respectivos cajones, estando ahí analizando los orificios de entrada de las balas en sus rostros me entere de la ruta de muerte que había seguido la mano negra esa madrugada:
Primero llegaron a la carrera once y mataron a Otilia y a Franklin, los que yo vi tendidos en el piso, después siguieron para una zona donde había una casa abandonada conocida como la cancha de la industrial, donde se encontraba durmiendo otro muchacho apodado como Siete Huevos, ese era un apodo impuesto por que este muchacho tenía una pierna llena de tumores, Siete Huevos fue ultimado mientras dormía, después subieron al sector del coliseo donde ultimaron a un joven conocido con el alias de Pecas, quien tampoco pudo huir, porque el modus operandi de la mano negra era llegar por punta y punta de la calle donde se encontraba su víctima, sin dejar salida, pero en fin, esa noche la mano negra tuvo bastante trabajo. Yo, fui a ver a cada uno de estos cadáveres, en sus sitios de velación, y si me pregunta por qué lo hice, déjeme decirle que no sabría responder, a mi simplemente me decían que había un muerto y yo estaba ahí viéndolo por largos minutos sin ningún objetivo claro.
A los cuatro muertos los conocía muy bien, después me entere de las historias de gente que había visto algo de los episodios descritos.
Franklin, por ejemplo, al ver que por cada lado de la calle venían caminando de a dos o tres hombres con pasamontañas chaquetas y guantes negros y armas en las manos, lo único que atino a hacer fue meterse bajo el vestido largo que solía usar Otilia, tratando de resguardarse de las balas, tratando de pasar quizás, inadvertido, se orino en los pantalones incluso, Otilia por su parte toco y toco la puerta de su expendedora de confianza quien minutos antes había abierto las puertas de madera café para pasarle algunas bichas de marihuana o bazuco, y quien al escuchar los gritos despavoridos de Otilia rogando por su vida no le abrió por nada del mundo, “y no la culpo por que donde esa puerta se abra acaban hasta con el nido de la perra, y estaríamos hablando de muchos muertos más”
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