La vida de Carlos Amargo no es sencilla. Ninguna vida lo es. Pero en el caso de Carlos es especial, porque, además de ser una persona mundana, Carlos es poeta. Algunos dirán que lo malo de ser poeta es que en su reconocimiento de las cosas bellas, lo feo brilla en su contraste, que ser poeta es una llamada a la puerta de la depresión. Algunos piensan que ser poeta o ser depresivo no son una tragedia en sí mismas, o al menos no tanto, que la verdadera tragedia de ser poeta es no tener a nadie con quien compartir tu tristeza. Pero Carlos es distinto. Vive solo, trabaja solo y no comparte ningún aspecto de su vida con nadie, pero no le importa. Un vistazo exterior a la vida de Carlos puede hacernos pensar que su vida realmente no es complicada, es más, podemos incluso llegar a la conclusión de que su vida es en extremo sencilla. Pero nada más lejos de la realidad. Porque la complejidad de la existencia de Carlos no reside en su cotidianeidad exterior. La complejidad existencial de Carlos está en su interior. La mente de Carlos es un laberinto. Y Carlos se halla perdido dentro de él. No es feliz pero tampoco está triste. Simplemente, Carlos pasa por la vida sin sentir nada en absoluto.

Carlos trabaja en una pequeña tienda que heredó de su difunto padre. Él solo la lleva, y no le va mal. Atiende con una sonrisa cortes a los clientes, les saluda, les da los buenos días y habla pero no está con ellos. Carlos está lejos. Está perdido dentro de su momento, naufrago en un mar de palabras sueltas, algunas con sentido, otras no. Las palabras varían según con quién esté hablando. La señora que lleva a su pequeño perro lanudo debajo del brazo le produce palabras de repugnancia, de asco, llenas de ojos negros. La pareja de recién casados que parecen sacados de un anuncio de detergente le producen palabras artificiales, de plástico y de color rosa y blanco. La viuda entrañable de la sonrisa triste y eterna, le produce palabras de dolor y flores… Y así pasa Carlos el día, atendiendo a la gente y navegando en sus palabras. Cuando Carlos llega a casa saca un cuaderno, pero no un cuaderno cualquiera, tiene un cuaderno para cada día de la semana. Para el lunes usa uno azul, el martes rojo… De ésta manera Carlos divide su poesía en días. La poesía azul de los lunes, la poesía roja de los martes… etc. Como iba diciendo, cuando Carlos llega a casa abre el cuaderno del día y vuelca sobre el las palabras que se han ido amontonando a lo largo de la jornada. Las vuelca y las une sin pensar, como si estuviera trabajando en una fábrica de frases nuevas. Cuando Carlos termina de componer sus versos industriales lo siguiente que hace es romperlos. Los lanza al aire y las palabras llueven sobre el suelo de su habitación, entonces se queda mirándolas de forma ausente durante un rato. Su habitación sin barrer se convierte en un archipiélago de hojas rotas habitadas por palabras tristes que no siente. Luego, mecánicamente, recoge un puñado de ellas, abre el cuaderno por la última hoja y escribe un poema nuevo, original. A continuación se va a dormir, piensa en las palabras que han compuesto su poema y sueña con ellas. Si alguien le preguntara a Carlos por qué hace esto todos los días o por qué es poeta Carlos no sabría qué responder porque no lo sabe. La poesía es una rutina en su vida pero carece de sentido para él.

LUNES

Perros negros me vigilan,

Me persiguen en el jardín de mis vecinos.

Perros negros que escuchan,

Que me atacan en la oscuridad de mis miedos.

El perro lanudo de la mujer desagradable está especialmente insoportable hoy, probablemente sea por el lazo tan ridículo que su dueña le ha puesto en la cabeza. De repente la cabeza de Carlos se llena con la palabra “COMPASIÓN”, la ve enorme y negra y le ocupa toda la mente. La mujer se ha ido y Carlos tarda un tiempo en olvidar la palabra intrusa. A veces a Carlos le pasa eso, las palabras se le quedan atrapadas en el cerebro, son como callejones sin salida de su laberinto interior. Tal vez la palabra “COMPASIÓN” forme parte de su poema de hoy. Estaba preguntándose eso cuando un hombre extraño y muy bajito y con barba negra se acercó al mostrador. No llevaba nada, así que Carlos supuso que le iba a preguntar dónde estaba algún producto. En lugar de eso, el hombre se quedó mirando a Carlos fijamente a los ojos durante mucho más tiempo de lo que está socialmente aceptado. Otras personas en la situación de Carlos se sentirían incomodas ante una situación tan violenta, pero Carlos no, porque Carlos siempre está lejos del mundo, y raramente se hace consciente de éste tipo de cosas. De todas maneras la palabra “OJOS” se clavaba en su mente.

  • No eres tan especial.- Le espetó el misterioso barbudo.
  • No, no lo soy.
  • Hoy voy a hacerme una ensalada de tomate.- Le dijo con su cerrada sonrisa y sus ojos vidriosos.
  • Tienes la misma mirada que tu padre. Me caía muy bien, era muy atento con los clientes.
  • Gracias.
  • Ya nos volveremos a ver.
  • Adiós.
  • Oh, discúlpeme. Le pagaré a usted el importe de la botella.
  • No se preocupe, ha sido un accidente.
  • Oh, que amable. De donde yo vengo no quedan caballeros.
  • Sin embargo usted es muy educada.
  • Además es observador. Eso será importante… ¡Huy, que tarde es! Tengo que irme sin dilación. Siento no comprarle nada… y el estropicio que le he causado.
  • Es igual, de verdad, no se preocupe.
  • No sabe lo feliz que me hace que usted sea una buena persona.

Se volvió a hacer un silencio enorme entre los dos personajes. Parecía que ninguno tenía la necesidad de volver a hablar. El barbudo le miraba como queriendo atravesarlo, como si quisiera entrar dentro de su cabeza. Carlos le miraba tranquilo, triste y ausente.

“ESPECIAL”

Su duelo se vio interrumpido por la vieja y entrañable viuda, que ajena a lo especial de la situación viajaba dentro de su propio mundo de sentimientos y sentidos dormidos.

“TRISTE”

“PADRE”

La noble anciana abandonó sin ruido la tienda. Mientras tanto el barbudo seguía observando desde su inamovible posición a Carlos.

“MIEDO”

El resto del día transcurrió normal para Carlos, pero cuando llegó a casa y abrió su cuaderno azul de los lunes un sentimiento, extraño por el simple hecho de ser un sentimiento claro y definido, le invadió. Durante un segundo sintió pánico. Incapaz de identificar de donde le venía este miedo se obligó a tranquilizarse y a continuación realizó su ritual poético. Esa noche Carlos soñó que le devoraban unos perros.

MARTES

Solo, estropeado.

La muñeca rosa me mira.

Me odia.

Me odia mientras caigo.

Me quiere.

Desaparezco y sigo aquí.

Abrió la tienda pensando en el extraño hombre barbudo. Se preguntaba si era verdad que le iba a volver a ver. Tenía una sensación rara en el estómago, como si caminara a ciegas y fuera a chocarse contra una pared inexistente. Una frase como un relámpago atacó la mente de Carlos: “NO TE PUEDES CAER SI NO TE MUEVES”

“CAER”

Algo había cambiado, o al menos así lo sentía Carlos. “NO TE PUEDES CAER SI NO TE MUEVES”. La frase seguía en su cabeza como una advertencia. Pero a Carlos le confundía tenerla en la cabeza. Entonces un nuevo interrogante surgió en la inquieta cabeza de Carlos: ¿De dónde vienen las frases? Esas frases que no son queridas, que no hacemos ningún esfuerzo en construir y que llegan solas a nuestra cabeza, agarrándose de palabras que ya están allí y uniéndolas de forma caótica.

“CAER”

“MOVERSE”

“PODER”

Esas palabras estaban ahí, flotando, llenas de significado por sí solas, independientes. No necesitaban al resto de las palabras… Y sin embargo se juntan, “¿por qué? ¿Por qué hacen eso las palabras si yo no se lo ordeno?” Eso pensaba Carlos cuando entró un cliente que interrumpió su razonamiento. Era un hombre de traje negro y gafas de sol muy serio. Le compró un bollo, un bollo de color rosa que se suelen comprar las niñas cuando salen del colegio.

“ROSA”

Antes de irse, el hombre se quedó un momento mirando a Carlos sin decir nada. Se guardó el bollo en el bolsillo interior de su chaqueta y se marchó. En su marcha le pareció a Carlos que su traje había dejado una casi imperceptible estela negra. Se preguntó a sí mismo que clase de persona se escondería detrás de aquellas gafas negras.

“OSCURIDAD”

Después de que se fuera el hombre de negro Carlos se puso a reponer las cosas de la tienda. Siempre lo hacía a primera hora porque apenas tenía clientes nada más abrir. Estaba reponiendo cuando un ruido de cristal roto llamó su atención. Provenía de una pequeña sección en la que se guardaba el alcohol, tras un cristal cerrado bajo llave para evitar los robos. Cuando Carlos llegó a la zona catastrófica vio a una elegante mujer vestida de rosa, también con gafas de sol, una pamela rosa, un velo de rejilla también rosa cayendo sobre su cara y unos guantes largos y rosas.

La mujer se quedó callada y mirando a Carlos a través del filtro de su velo y la protección de las gafas. Al igual que el hombre de negro y el barbudo del día anterior se lo quedo mirando como sí tratara de ver algo que estuviera dentro de Carlos.

Desde la puerta de la calle ella le miró otra vez largamente y ésta vez una sonrisa se dibujó en su cara.

Y así, sin más, salió por la puerta. Y si bien el hombre de negro pareció dejar un reguero de oscuridad en su huida, a la marcha de la señorita de rosa el Sol debió de asomar por alguna nube porque la tienda se vio iluminada de golpe.

“LUZ”

Cuando la atención de Carlos volvió al estropicio se encontró con algo extraño. El cristal estaba cerrado, por lo que aquella mujer no pudo haber cogido ninguna botella. “O se ha traído la botella de fuera o es capaz de atravesar el cristal.” Se dijo Carlos para sus adentros con la mirada fija en la cerradura.

“MAGIA”

El resto del día transcurrió normal. La viuda entrañable entró en la tienda solo para comentarle a Carlos que la ensalada que se había hecho el día anterior estaba muy buena y que los tomates de su tienda eran los únicos que conservaban el sabor de los antiguos tomates. Le volvió a decir que le recordaba muchísimo a su padre y se marchó.

Carlos no sabía a qué se refería la anciana cuando le decía que le recordaba a su padre. Su padre, a su modo de ver, era un hombre rechoncho y alegre que irradiaba felicidad y que charlaba animadamente con todos los clientes, conociéndolos a todos y consiguiendo una sonrisa de todos y cada uno de ellos. Mientras que él era un pobre muchacho, delgaducho, triste y absorto que estaba tan lejos de la gente como puede estarlo la Luna del mundo.

“PADRE”

Echaba de menos a sus padres. Ellos le querían a pesar de su frialdad. Los padres de Carlos vivían con él, hasta que un día desaparecieron sin más. Fue entonces cuando Carlos supo que su padre le había dejado la tienda en herencia. Para él fue como una tabla de salvación, en parte porque le aportaba el dinero necesario para vivir, pero sobre todo porque le robaba tiempo para pensar. Pensar en lo solo que estaba, y en su inquietante deseo de seguir así para siempre. Con el tiempo Carlos encontró la manera de llenar esas soledades que a la vez tanto le gustaban y tanto le preocupaban. Empezó a escribir las palabras compulsivamente y sin seguir ningún tipo de orden lógico o literario. Cuando tuvo la sensación de que las palabras le superaban y le iban a ahogar decidió romperlas primero y esclavizarlas después en sus cuadernos. Aquello resultó, de repente Carlos se sentía protegido. Pero ahora sentía que algo estaba cambiando. Esa noche Carlos soñó que la anciana le quería abrazar pero no era capaz de verle a pesar de estar delante suyo.

MIERCOLES

En el otro lado de la lluvia estoy perdido

Necesito magia

Necesito soledad

Necesito la luz de encontrar un amigo al otro lado

Donde no exista la realidad.

El miércoles fue un día normal en la tienda para Carlos, lo excepcional vino al momento del cierre, en el que Carlos volvió a ver al hombre barbudo y mantuvo una extraña conversación con él. Fue en el momento de cerrar la verja. El barbudo estaba ahí, en la calle, observando su ritual de cierre de tienda. Estaba lloviendo, pero eso no parecía molestarle. Lo cierto es que a Carlos tampoco le molestaba la lluvia, es más, le gustaba sentirla sobre él, como si la naturaleza reconociera su existencia al dibujar su silueta bajo la cortina de agua. Así que no tuvo ningún problema en quedarse a hablar con el barbudo en esas condiciones.

“LLUVIA”

  • ¿Esa verja funciona?
  • Hasta ahora lo ha hecho.
  • Conozco un par de personas que no tendrían problemas en atravesarla…
  • ¿Quiere algo de la tienda? Aún está a tiempo.
  • No, no quiero nada de la tienda, gracias.
  • Entonces, ¿qué hace aquí?
  • Ya te dije que nos volveríamos a ver.
  • Sí, es verdad.
  • Dígame, ¿por qué está tan interesado en hablar conmigo?
  • ¿Quién ha dicho que quiera hablar contigo?
  • Entonces, ¿qué es lo que quiere?
  • No tienes ni idea, ¿verdad?
  • No.
  • Tu padre no te contó nada…
  • Mi padre me contó muchas cosas, pero nunca me hablo de conversaciones bajo la lluvia.
  • Tal vez sea mejor así… Nos veremos al otro lado.

Otra vez el barbudo se quedó en silencio mirándole atentamente.

Dijo esto último y el hombre de la barba negra se perdió entre la lluvia dejando a Carlos solo.

“AL OTRO LADO”

Aún se quedó un rato más pensando en las últimas palabras que había oído. Volvía a casa mascullándolas cuando justo antes de entrar en el portal se sintió observado. Miró a su derecha y observó que a lo lejos, entre la cortina de lluvia, podía distinguirse una silueta rosa. Estaba demasiado lejos, pero Carlos pensó que podría ser la mujer del velo y las gafas de sol del día anterior. Miro entonces a su izquierda y vio una figura negra.

“EL HOMBRE DE NEGRO Y LA MUJER DE ROSA”

Volvió una vez más la vista a la derecha, pero la silueta rosa ya había desaparecido. Al mirar otra vez a la izquierda la figura negra también se volatilizó.

“PERDIDOS”

Carlos no le dio importancia ya que tampoco podía asegurar que eran las mismas personas del día anterior, pero se quedó con la sensación de que le vigilaban sin que se diera cuenta. Esa noche Carlos soñó que todo el mundo se ahogaba bajo la lluvia y el no hacía nada para ayudarles.

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