No tuve la fortuna de tener cerca a mis abuelos ni a otros mayores de mi familia. Ellos no alimentaron mi acervo cultural familiar con fábulas sobre nuestros antepasados, aventuras de su niñez, anécdotas de su juventud o las conquistas de su adultez. Con ellos no tuve tardes, paseos, ni sobremesas llenas de historias. No conocí a los cuenta cuentos que por derecho me pertenecían. Mis mayores vivieron y murieron lejos de mí, así que las historias que conservo en mi memoria son las historias de los abuelos y los mayores de otros, martillos y cinceles que han tallado en gran medida mis reacciones, emociones, sensaciones, en fin, lo que soy hoy.
Hay historias que son tuyas y que se imprimen en tu piel sin que puedas removerlas aun queriendo, que te dejan la piel cetrina o transparente dependiendo de cómo decidas comértelas. Hay historias que forman parte de tu familia, que están grabadas en tus genes y que te unen a ellos. Después están las historias de los otros que pueden gustarte o no, pero que están ahí y tú decides como vivirlas.
Una de esas historias que guardo con especial cariño es la historia de los tambores de San Juan que, aunque nunca fue contada para mí, yo la hice mía. Las fiestas de San Juan se disfrutan en geografías diferentes desde Venezuela hasta Argentina, desde España hasta Estonia. Es de esas historias que nos unen y de las que ya quedan tan pocas.
Esta fiesta la disfrutaron mis antepasados y yo también, solo que, en espacios temporales distantes, mirando hogueras encendidas en mares diferentes y bailando a toque de tambor unos y a soplo de gaita otros. Espero que la disfruten y que la fiesta nos una en este mundo de escritura que hoy compartimos.
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