Soy viejo aunque tengo veintisiete años.
He aprendido que uno se hace viejo en el momento en que asume todas sus culpas.
Salí de mi pueblo natal convencido de que yo era un grande, de que lo único que pasaba era que estaba rodeado de paletos incapaces de reconocer la magnificencia cuando la tienen delante. Pero ¡oh, sorpresa! Sigo siendo el mismo desgraciado en esta gran ciudad que me prometió cumplir todos mis sueños. Soy un miserable de esos que no tienen donde caerse muerto. En el sentido más literal. Existen desgraciados que usan esa expresión para referirse a sí mismos con embuste, ya que pertenecen a esa clase de familias que son más previsoras con la muerte que con la vida y tienen comprado en el cementerio un mausoleo familiar donde congregar a todos sus muertos. Pero yo no. Mi familia nunca ha tenido dinero para despilfarrar en la muerte. Hasta el punto de que mi abuelo, que murió hace cinco años, sigue sin un mármol con sus letras doradas. Su nombre se escribió en su día con rotulador permanente sobre el hormigón que sellaba su nicho en la pared. A día de hoy se han considerado otros gastos vinculados con el mundo de los vivos más acuciantes que los posibles destinados a darle una digna apariencia a la tumba de mi abuelo. Las lluvias han emborronado por completo su nombre y ya solo es legible para aquellos que superponemos la sombra del recuerdo a la desnuda realidad.
Mi abuelo fue uno de aquellos hombres de los que nadie objeta que fuera un gran hombre. Creo que nació con esa postura del cuerpo tan característica suya parecida a la de un gallo, con el pecho henchido de orgullo, muy amplio como para que le cupieran todas las medallas y galardones con los que condecoraron su valor en la guerra. Todo lo que sé de él se reduce a una relación aséptica de hechos que bien podría haber leído en una nota de periódico. Había sido piloto de avión en la primera guerra mundial y se había caracterizado por poseer una valentía rayana en la temeridad. Sus fotografías aéreas eran tan arriesgadas como útiles: el objetivo de su cámara se acercaba al enemigo más de lo recomendado, descubriendo así la posición de los adversarios y garantizando la rentabilidad de la artillería de su propio bando, que gracias a sus mapas de guerra sabían hacer buen uso de sus explosivos. Pero su intervención más celebrada en la guerra había sido el rescate imprevisto de un grupo de soldados que había avistado accidentalmente al sobrevolar un campo minado. De la masacre auxilió a seis soldados, de los cuales solo cuatro llegaron vivos al hospital, y una vez allí la lista de supervivientes se redujo a tres. Aquel acto humanitario le valió el calificativo de héroe y lo catapultó como colofón del linaje familiar.
Yo admiraba a mi abuelo desde muy pequeño. Durante las comidas familiares cogí la costumbre de sentarme a sus pies mientras él ocupaba un sillón que llevaba su nombre junto a la chimenea. Él siempre llevaba a cabo el mismo ritual: nada más terminar de comer, y sin importar si el resto de los comensales había acabado, se levantaba y se sentaba en su butaca, estuviera o no encendido el fuego. A nadie más que a él se le permitía ser tan descortés. Al fin y al cabo él era un hombre que había venido al mundo a dar ejemplo, y no al contrario, así que nadie se sentía con la autoridad suficiente como para hacerle notar ningún pequeño detalle de protocolo. Al principio mi abuela lo intentaba. Pero su esposo lo miraba con cara rara, como si las palabras de ella no lograran cobrar ningún sentido en su cabeza. Al fin y al cabo qué importancia debía tener el protocolo en la mesa para alguien que probablemente había tenido que zamparse su almuerzo en presencia de muertos de guerra.
Yo me sentaba a sus pies y esperaba paciente a que el terminara de fumarse su pipa y de leer el periódico que nunca se olvidaba de coger de camino a su trono. Recuerdo sus gafas apoyadas en precario equilibrio sobre la punta de su nariz. Sus ojos azules como el cielo que había surcado tantas veces agrandados a través de las lentes, desplazándose de un lado a otro a la velocidad a la que leía los renglones que tenía delante. Sus labios, agrietados por el paso del tiempo, pronunciando con sigilo las palabras que iba leyendo. Cuando leía estaba completamente absorto, y yo aprovechaba esas ocasiones para contemplarlo con fijeza, intentando reconstruir en su semblante desencajado por la vejez el soldado resoluto y valeroso que había sido alguna vez. Pero él era impenetrable. No había manera de asomarse a su esencia, ni siquiera cuando no la enmascaraba conscientemente como en el rato en que leía el periódico, distraído y vulnerable. No había rastro de la muerte en él: ni de la que hubiera podido ser la suya, ni de la de sus compañeros de armas o la de sus enemigos vencidos.
Cuando le preguntaba por la guerra, recuerdo que él nunca aportaba un valor diferente de la imagen de la guerra que yo me había formado en el imaginario: mucha sangre, muchos muertos, una causa por la que todos estaban convencidos de que valía la pena morir, y el desprestigio que suponía temer a la muerte. Todos se sacrificaban en masa, y todos tenían miedo aunque ninguno lo exteriorizara. El miedo se exorcizaba día a día a través del humor negro y de la exposición continua a la muerte. Todos estaban (o fingían estar) orgullosos de participar en la guerra y sentían el peso de toda una nación sobre sus hombros. La nación se convertía de manera simbólica en los padres de los soldados, y éstos trataban por todos los medios de hacerlos sentir orgullosos de ellos, sus hijos. El presente ocupaba sus cuerpos con fuerza, porque la realidad que los rodeaba llamaba a la puerta de todos y cada uno de sus sentidos, y era el entorno como un teléfono que emitía un estruendo capaz de provocar un infarto y que sonaba en el momento menos previsto, siempre con una mala noticia al otro lado de la línea: un muerto, dos muertos, tres, cuatro, cinco, veintisiete muertos, medio hombre, un parapléjico, un manco, un desquiciado, un suicida, a ver, los camilleros… Uno desarrollaba un amor profundo por sus huesos, sus órganos, su polvo, no importa que antes de llegar a parar allí se considerara demasiado feo, demasiado gordo, demasiado bajo, demasiado encorvado, demasiado idiota. En la guerra uno se amaba por el simple hecho de seguir existiendo un día más, y llamaba a todos los templos de la fe y se acogía a toda quimera humana y divina.
Pero nada de eso lo había extraído de la experiencia de mi abuelo. Él nunca compartía nada de eso. En realidad, nada de nada. Todo eso había surgido de dentro de mí. Mi reino era la imaginación y a ella consagraba todas mis escasas habilidades.
Mi abuelo era esa clase de persona capaz de recordar al detalle el nombre de las armas que se emplearon en aquella guerra, el lugar exacto en el que sucedió tal o cual hito, o incluso las coordenadas geográficas que triangulaban su posición mientras sobrevolaba el campo de batalla o el nombre de todas las evoluciones de los aviones que había pilotado. Pero, en cambio, era incapaz de acordarse de qué sentía mientras estaba sumergido de lleno en los acontecimientos que, sin embargo, siempre sabía situar a la perfección en su contexto cronológico, geográfico y tecnológico.
Era un hombre extraño, mi abuelo. Llegué a la conclusión de que tenía la firme convicción de que las consideraciones emocionales te apartaban del propósito supremo que debías tener en la vida. Supongo que fue esa forma de ser suya tan práctica y eficiente la que le evitó volverse loco a raíz de todas las barbaridades que había presenciado en la guerra.
Pero si había algo que obsesionara a mi abuelo eso era, sin duda, la estirpe familiar. Tenía una muy buena opinión de sí mismo y quería que la impronta de su gloria no concluyera en su persona. Era una persona extremadamente ambiciosa, mi abuelo. No a nivel material, porque jamás hemos tenido dinero. Pero sí lo era a nivel personal. Por eso, a través de su gloria, pretendía inaugurar un legado del honor que habría de transmitirse a las generaciones venideras hasta bañarnos a la familia al completo en un oro simbólico que nos hiciera relucir a ojos de cualquiera lo bastante agudo como para reconocer en nuestro linaje a uno de un valor sinigual que había cumplido con su misión de dejar tras su paso un mundo mejor.
Por eso, el único consejo que recuerdo por parte de mi abuelo era siempre el mismo: Arturo, tienes que ser un hombre de gran valía. Tienes que considerar tu vida como un préstamo que debes devolver con intereses. Tienes que irte del mundo siendo mejor que como llegaste. Escúchame, Arturo. Alimenta el orgullo, que no la vanidad. No son lo mismo, Arturo. Aprende a diferenciarlos. Identifica tus habilidades naturales y oriéntalas hacia el propósito más noble posible para encaminarte hacia la mejor versión de ti mismo. Tienes que ser un gran hombre, Arturo. Tienes que dejar el listón alto para el próximo de la fila, para el próximo Poplawski. Solo así lograremos mejorar como linaje.
Sólo tengo veintitrés años pero ya puedo asegurarte, abuelo, que he fracasado. Me consideraré una generación comodín, solamente un puente entre tu generación gloriosa y la que sigue a la mía. Puede que ni siquiera pueda garantizar eso. Hasta ahora no me he reproducido. He despilfarrado mi esperma en pajas y coños voluptuosos. Mi juventud no es promesa de nada. No engendra nada. Es un campo yermo, una herida sin cicatrizar, es el paisaje sembrado de cráteres, erosionado por la fricción de la guerra. Soy la tierra que te sostiene a ti, abuelo, el escenario de tus hazañas. La muerte vendrá y me recubrirá con un espeso manto de hierba. La espero aquí, en las profundidades de la zanja que me abraza. No hay hormigón para mí. Solo tierra ignota, tierra regenerada, tierra nuevamente fértil.
Soy Arturo en honor a ti, abuelo, aunque tú conserves la grafía eslava de Arthur.
Pero lo único que he heredado de ti es el nombre.
Y dudo que vaya a tener a alguien a quien bautizar con él.
Aunque así fuera, no me atrevería.
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