Se encontró
sentado en un banco de madera mirando al mar, se palpó la cara con incredulidad
y descubrió con el tacto numerosos pliegues y arrugas en su tez, sintió un
dolor en sus rodillas, se sintió extrañamente empequeñecido y dolorido.
Trató de focalizar un punto
en el horizonte, una gaviota en pleno vuelo o un pequeño velero blanco surcando
en silencio las celestes aguas, lo misma daba, veía todo confuso, borroso. El
estupor se apoderó de su cuerpo, dirigió su mirada al suelo y se topó con unos
pequeños y deformados pies enfundados en blancas zapatillas de tela, buscando a
su alrededor divisó una enfermera en un traje de algodón de una deslumbrante
pureza, una halo de luz la seguía, apresuradamente, corría casi automáticamente
arrastrando un carrito. Se acostumbró al sol que le daba de lleno en la cara e
intentó recordar pero su mente estaba en blanco.
Recordó lentamente fragmentos
perdidos de su vida, de alguna vida que no parecía la propia, recordó
tempestades, guerras, amores y desamores, no reconoció nada, todo era ajeno.
Sumergió una dura galleta en el ya frio te sin azucar, los doctores le habían elaborado una dieta restringida, le prohibían las grasas, los carbohidratos, el azúcar, la sal, era increíble que pagara tanto para que lo alimentaran tan poco, en otras épocas cuando no tenía lo que comer podía comer lo que le placiera, estaba sentado en un banquito en una elevación de tierra que le daba una aceptable visión de la periferia, el sol estaba sonriente, radiante, el día despejado si una nube, pero no hacía tanto calor a esa hora de la mañana.
Mataría por un cigarrillo, pero un cigarrillo lo mataría, le había exagerado el simpático doctor con su sonrisa también exagerada, hoy había madrugado como casi todos los días, ese lugar le aburría de muerte, no le apetecía hacer las actividades que hacían los demás viejos internándose en interminables partidas de domino por veinticinco centavos, hablando de sus fabulosos nietos, que quizás ni existían, además ese día estaba particularmente solitario y reflexivo, era su cumpleaños.
Vislumbra en su mente una
casa de grandiosas enormes ventanas con rejas negras, empotradas en paredes de
cal resquebrajado y gris con niños corriendo alegremente, jugando a algún
juego, las canicas o las escondidas, y los canturreos de una niñas en el otro
extremo del patio, vio a una pelirroja con trenzas que saltaba la soga, ese
pelo que parecía al fuego, al hierro fundido, le arrojó un vago indicio de
complacencia.
Una señora con el pelo
recogido rudamente y un delantal de cocina que debía ser su madre lo reprendió
duramente, pellizcando el hombro con unos gritos que no logro oír, le ordena
que entrase a la casa, tomo un tarro de leche y comió un trozo de bizcochuelo.
Una joven doctora le tocó el
hombro y lo despertó, no sabía dónde estaba. Le indicó que se pusiera boca
abajo y vio brillar el filo de una aguja, se quedó pasmado sin responder sin
entender lo que estaba sucediendo, sintió el pinchazo y gimió.
Un joven dirigente de
larga cabellera y desprolija barba arengaba a la multitud, les hablaba sobre política
algo sobre la anarquía y la libertad, una muchedumbre desplegaba grandes
carteles rojos con el retrato de un hombre barbado extendidos a lo largo y
ancho de una avenida rodeada de policías montados en caballos. Unas jóvenes
proferían gritos, una multitud de adolescentes entonó una canción, quizás una
marcha. Se vio, a quien reconoció ser él mismo, gritando en una tarima o
escenario, enronquecido, exaltado ofuscado, las palabras eran difusas.
Extraños cables lo rodeaban,
y lo aturdió el agudo ruido de un aparato que emitía líneas irregulares verdes,
rodeado de números, una luz eléctrica blanca le bañaba los ojos, sintió algún
dolor, imágenes de un hombre de anteojos y bigotes se movían de aquí para allá
en la habitación. Trató de volverse a dormir, y enseguida se sumió en un
profundo sopor.
Unos gruesos labios
carmesí se abrían frente a sus ojos y sintió el calor húmedo en los suyos
propios, se alejaron y dejaron lugar a unos brillantes ojos verdes y una
muchacha se iba, la más bella que hubiera visto, se alejaba como por un túnel,
no recordaba su nombre, pero volvió a ver esos mismos labios besando labios
ajenos, se vio en un espejo, enfurecido, ciego de odio, quiso asesinar, una vena
se le hinchaba en el cuello a punto de explotar, su corazón se desbocó en
alocado galope, se encegueció de ira.
En algún lugar de la cordura
y de la conciencia lo acometió un horrible sentimiento de desesperanza, ¿Qué
sentido tenía todo? Los hombres matan y son matados por insensateces. Aman y
son engañados diariamente. Cada día que pasa se emprenden en vidas ajenas,
siguen patrones, sociedades, jefes, esquemas, sistemas.
¿Es que
acaso no existía el libre albedrío? Se casan, tienen hijos, forman un
matrimonio, una familia, viven.
Igual que
los animales nacen, crecen, mueren. Tratan de sobrevivir el más fuerte gana según
el dicho popular, pero nada se libra del destino inesperado, un león puede
morir y una mariposa vivir largo tiempo.
Abrió los ojos y se dio
cuenta que su cuerpo ya no servía, siempre le temió más a la vejez que a la
muerte, aunque la vejez es un tan solo un preámbulo de la muerte.
Sintió un
golpe eléctrico, un médico se agachaba afanosamente, con dos negros óvalos en
las manos, y se cernía presionándolos sobre su pecho. Recién ahí se percató que
su corazón no latía. Lo llamó desesperadamente, pero nunca había ejercitado el
músculo que hace latir el corazón, era como el accidentado, aquel con trastorno
nervioso, que pierde sensibilidad de sus músculos, como aquel que intenta
levantar una cuchara y mueve inconscientemente el pie. Trato de esforzarse pero
era en vano, no tenía control.
Repentinamente
escuchó un débil latido, la sangre le bombeo en las venas, jamás había sentido
tan placenteramente aquel constante milagro oculto.
Estaba exhausto, cansado, había
trabajado arduamente durante toda su vida pero ¿cuál era su recompensa? ¿La
soledad? Los hombres son educados, aprenden en colegios, se interrelacionan
constantemente, estudian ciencias y religiones. Discriminan y son
discriminados, no había persona que no guardara prejuicio alguno. Hasta el más
bondadoso e inocente podía convertirse en un criminal de la noche a la mañana.
Lo que para algunos es la máxima realización para otros es pecado.
No existía
el absolutismo, absoluto es una palabra inaplicable a este universo relativo.
¿De qué dependía la vida?
¿Acaso el hombre estaba destinado a errar eternamente? De pronto tuvo una
revelación el curso de la vida era la elección de cada individuo, la suma de
factores. El destino era definir un círculo, una rueda en la cual trabarse,
como aquellos pequeños hámsteres que giran en una rueda metálica, en una jaula.
El hombre estaba preso en la sociedad, la felicidad pendía de su diseño. ¿Cuál
era la circunvalación? la línea que dibujaba para su futuro. La felicidad era
acostumbrarse a su exterior. Rezagarse a su camino y tratar de transitarlo con
el menor de los cambios o alteraciones.
Respiro pesadamente por una
sonda, le costaba hacerlo, el aire se infiltró ínfimo en sus pulmones, estaba
solo, un luz roja tintineaba en la oscuridad. No podía moverse, estaba
paralizado. Aprecio la calma quietud del recinto, sus órbitas oculares giraron
pausadamente, un hombre de aspecto anciano yacía en la cama contigua. Era la
sala de terapia intensiva de algún hospital, estaba en coma y se encontraba en
igual situación o peor que la suya.
Pensó en la vida y en la
muerte, “En contra de nuestra voluntad somos hecho vivir, en contra de nuestra
voluntad perecemos”. Somos traídos a este mundo de algún otro lugar tal vez
mejor, somos amados, alimentados hasta procreados en contra de nuestra voluntad,
él no amaba la vida pero temía de mayor manera a la muerte. Somos llevados a
llevar juicio de que es lo que hemos hecho con el tiempo y el espacio que nos
han otorgado.
Sintió un temor visceral, un
espasmo le recorrió el cuerpo entero, un pánico, un temor irrefrenable. El
miedo a la enfermedad, una hipocondría diaria que sobrevuela el pensamiento. Lo
desconocido, aterra a los hombres quien sabe, ¿quizá era mejor no estar vivo?
Una mano le acariciaba la
cara, tenía la piel suave, y estaba semidormido, succionando una mama, su madre
lo beso profusamente. Era un recién llegado, observaba todo con avidez
estudiaba cada facción, cada fisionomía. Se impresionaba por lo colores y las
formas. Quiso opinar algo sobre una discusión pero aun no tenía la facultad de
hablar. Durmió despreocupadamente por dieciocho horas.
De nuevo ajetreo idas y
venidas, debía haber media docena de personas en ese cuarto, no había imaginado
que cupiera tanta gente. Una inyección fue introducida por el suero en una
bolsita plástica que oscilaba al costado de la cama, una enfermera duplicó la
cantidad de miligramos de alguna sustancia. Oyó el suspiro de un decano, mientras
intercambiaba rápidas palabras con su asistente. El sabía lo que estaba por
suceder, se había preparado para ese momento, sintió un alivio, su cuerpo se relajó
completamente. En su mente se agolparon como uno todos los recuerdos de su
vida, vio ahora todo con claridad, su niñez, su adolescencia, su casamiento, el
fallecimiento de sus seres queridos. El esfuerzo de aquellos óvalos ya no surtirá
efecto. Pensó alguna plegaria, abrió sus alas. Su llama se estaba extinguiendo.
Un golpeteo sistemático lo sorprendió, no pudo localizar de dónde provenía.
Aguzo el oído pero no pudo comprender. Un golpeteo apagado, unos pasos. Alguien
subiendo las escaleras. El sonido se hizo más audible, más claro.
Su madre lo zarandeó y le
dijo que llegaba tarde, que bajase a desayunar. Un rayo de sol lo golpeó en las
pupilas. Entrecerró los ojos. Era un día soleado, debía ir a la escuela.
Miró a su alrededor,
estaba en su pieza. Incapaz de comprender si fue un sueño o una pesadilla. El
aroma de los huevos fritos penetró sus fosas nasales, y sintió hambre. Estaba
anonadado, confuso, era demasiado real, demasiado vivido. Tal vez estaba en el cielo,
tal vez había retomado una instancia de su vida y le habían dado una nueva
oportunidad…
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