“No podemos encarar la vida como la encontramos pero tampoco somos capaces de escapar o adaptarnos a ella. De modo que se nos concede el poder de construir una clase de mundo con el que sí podemos enfrentarnos. Los mundos creados son tan variados como las mentes que los forman. Cada uno es de privacidad estricta y no puede ser compartido por otro. Es mucho más veraz que la realidad. Hay precisión, una agudeza, una intensidad penetrante que se lanza a través de la conciencia y es mucho más convincente que la hoja sin filo de la razón”.

I

Madrid, 23 abril de 2017

Acababa de despertar. Yacía en una cama bajo unas sábanas blancas limpias y planchadas, perfectamente colocadas. Yo, embalada como en un cajón de algodón acartonado. Recta, derecha, con las piernas y los brazos tiesos, dispuesta como en un ataúd. Pero estaba en calma. ¡Joder! Me envolvía una paradójica y seductiva alucinación de paz, que hacía tiempo no me amparaba. No sentía dolor, ni angustia, ni siquiera tristeza.

Sin embargo, por destino o azar, no había llegado a reposar en ninguna caja de madera. Miré hacia el frente. Una pared de azulejos viejos, cuadrados pequeños de un color verde manchado, casi marrón, como una cocina de los años 80, entrometían mi perspectiva o, al menos, así evoca el recuerdo mi cabeza. No tenía la menor certeza de saber dónde estaba, pero mi ajado y adormecido cerebro creyó interpretar el escenario. Intenté echar un vistazo hacia los lados pero apenas pude girar una cabeza que pesaba más de lo habitual.

Inspeccioné mi cuerpo, y mi cara. No creo que aquellos tubos dejasen apenas intuir mi rostro. Las ventosas en el pecho cableadas hacia aquella máquina indescifrable, vías en sendos brazos y una nota aún más discordante. De pronto descubrí que no podía levantar la mano derecha. Dos correas de contención mecánica retenían mis muñecas… No podría describirlas. No quise mirarlas más.

Volví a fijar la vista al frente, no tenía muchas más opciones. Me encontraba en el viejo Hospital Puerta de Hierro de Madrid, me adelanté a vaticinar, y, aún, era de día. Mi cama estaba ubicada justo al lado de la puerta de la habitación, protocolo clínico para mi cuadro médico, estudiaría después. Sea como fuere, desde aquella grada, se intuía el ajetreo de ruedas de camillas, batas blancas y pijamas verdes, figuras que, de forma imprevista, aparecían difusas en mi pequeño ángulo de visión. Inesperadamente, una enfermera se me acercó. Un rostro amable de piel blanca y joven, casi angelical, me preguntó si sabía dónde estaba. Le dije que sí, ya lo daba por sentado. Y volví a cerrar los ojos. Pensé entonces que quizá debiera requerir a alguien que avisase a mis padres, pero nunca sabré si no quise o no tuve fuerzas para llegar a acometer aquella obligación. Me dejé llevar, y vencer, de nuevo, a un sueño profundo y placentero.

Abrí los ojos otro instante. Esta vez alguien me despertó.

  • –Es horario de visitas. Tus padres están esperando fuera. Entrarán en un rato.

¿Cómo sabían mis padres que me encontraba allí? De pronto, el desconcierto. Aquella enfermera de aspecto aniñado llevaba un anagrama en su pijama verde azulado, o azul verdoso. ‘Fundación Jiménez Díaz’, alcancé a leer.

¡Cómo podía haber llegado a concluir que aquel lugar de azulejos viejos era Puerta de Hierro! Tan solo había adivinado que no podía tratarse del nuevo Hospital Universitario de Quirón, apenas a un kilómetro de mi casa, y a un par más de la Casa de Campo. El viejo hospital, que especulaba, me correspondía por distrito, el antiguo Puerta de Hierro de Madrid, era solo un recuerdo vago. Hacía al menos siete años que había desaparecido. Cerrado y trasladado a un nuevo edificio en la localidad de Majadahonda. Era allí donde deberían haberme llevado pero ese, aún, debía tener unos azulejos impolutos.

Miré hacia todos lados. A mi izquierda entreveía dos personas más en aquella habitación. Dos señores mayores, quizá, a los que solo percibía por una tos ronca y anciana en casi una penumbra de biombos, camillas y aparatos que no dejaban de pitar. Estaba en la UCI. En la UCI del Hospital Universitario Fundación Jiménez Díaz de Madrid.

¿Cuántas horas habían pasado? Me fijé en el reloj que había tenido en frente todo el tiempo y en el que no había reparado. No recuerdo qué hora marcaba pero era por la mañana. ¿Había pasado la noche allí? No tenía la menor idea de cómo había acabado todo aquello. Desde… lo último. La Policía.

  • –¿Qué tal estás? –preguntó cautelosa mi madre.
  • –Bien –dije escueta.
  • –¿Te duele? ¿Te molestan los tubos? ¿La sonda? ¿Estás tranquila?
  • –No me duele nada. Estoy tranquila, estoy bien –contesté con voz pausada, cansada.

Mis padres estaban plantados como dos espantapájaros asustados. Con los ojos caídos, tristes, angustiados. Sin saber qué decir. Sin saber si tocarme. De repente, me di cuenta de que ya no llevaba las correas.

  • –¿Ha venido el médico? –preguntó mi padre.
  • –No, aquí solo hay enfermeras –aclaré.
  • –Hala, vuélvete a dormir si quieres –intervino mi madre en tono calmante.
  • –Sí –contesté casi en un susurro.

Sueño. Despertar. Por fin un médico.

  • –Hola Luna. Soy la Doctora Elena Fernández, psiquiatra del hospital. ¿Cómo te encuentras? ¿Recuerdas qué pasó?
  • –Estoy bien, pero estoy… muy cansada. No soy capaz, aún, de hablar –expliqué.

Sucumbí otra vez al placer de cerrar de ojos, al abandono del despertar de la mente, a la calma absoluta del sueño.

Llegó la tarde y desperté de nuevo. Más consciente, con la mente más ágil y despierta, aunque aún parte de mi cerebro dormitaba. Era lunes, no me había presentado en el trabajo y no había avisado a nadie. Se preguntarían dónde estaba. ¿Estarían preocupados?

  • –Hola, ¿qué tal estás? ­–Escuché a mi madre delicada, de nuevo, sedante.
  • –Bien –dije–. ¿Quién os ha avisado?
  • –La Policía vino anoche a casa. Trajeron tu bolso. Nos dijeron que debíamos venir aquí. Icíar y yo vinimos corriendo en un taxi. Tu hermana estaba muy nerviosa. No se veía capaz de conducir. Creímos que habías tenido un accidente con el coche –me reveló mi madre.
  • –Pero, ¿cómo? ¿Anoche estuvisteis aquí? –interpelé desconcertada­­–. ¿Icíar había estado aquí?
  • –Sí, pero estabas inconsciente. Un ciclista te recogió y avisó a emergencias –contestó mi madre.
  • –Fuimos a recoger tu coche tu hermana y yo –advirtió de repente mi padre.
  • –¿Mi coche? ¿Estaba bien? ­­–Estaba aturdida, no sabía qué preguntar.
  • –Sí, estaba aparcado en el parking de Rodajos. Ya estaban cerrando las puertas de la Casa de Campo pero la Policía nos dejó entrar –explicó mi padre.

Silencios.

  • –Aún no hemos llamado a la agencia. ¿Qué quieres que digamos? –intervino nuevamente mi padre.
  • –Mmm, no sé yo si… –interrumpió mi madre.
  • –Avisadles, da igual. Deben estar preocupados. Llamad a mi jefe, él lo entenderá. –Mis padres cuchicheaban en desacuerdo a mi respuesta.
  • –Bueno, pues luego le llama tu padre –interfirió mi madre en tono tajante.

Un beso, un ‘hasta mañana’ y de nuevo sola en aquella habitación de hospital. Esta vez quería que se hubiesen quedado más tiempo. No me habían preguntado nada. ‘¿Por qué? ¿Querías hacerlo? ¿Qué pasó?’. Nada.

Ahora parecía más real el lugar en donde estaba. Oía más, escuchaba más, veía e intuía más. Aunque seguía invadida por una extraña sensación de calma. Me sentía segura, protegida, como si en esa camilla de tubos y cables no pudiera sucederme nada malo. O, quién sabe, quizá auxiliaba la indiferencia que se siente cuando ya nada importa.

Antes de apagar las luces, hubo algún ajetreo más. Cambio de turno de enfermeras. Idas y venidas. Otra vez ruedas de camillas y pasos acelerados en un pasillo hacia el que no dejaba de mirar. La puerta de la derecha estaba más cerca de la vida que el biombo que me separaba, a mi izquierda, de dos personas consumidas a las que la muerte apremiaba y a quien yo no podía mirar. ¿Tenía derecho a estar allí junto a ellos? ¿A ser asistida del mismo modo que ellos? ¿Querrían ellos marcharse ya? ¿O no? Yo era un insulto a la vida que quizá ellos darían sus manos por tener.

Luces apagadas. Fluorescentes de emergencia y aún un mismo trajín, pero más callado y oscuro. De pronto, algunas de las enfermeras se reunieron al final de mi cuarto, junto a una de las luces que más destellaba –sin referir las máquinas enchufadas a los tres moribundos–, el ordenador de la ventana. Allí, apoyadas sobre aquella encimera metálica abarrotada de instrumental de hospital, que recorría todo el frontal de la habitación, parecían comenzar a relajarse, un tiempo dedicado solo a la vigilancia de los yacidos, pero de inherente recreo.

Aún así, aquella no era mi cama y la tenue luz de un hospital anochecido puede sacudir monstruos. Pensé en mi abuela. En aquellos fatídicos días en los que estuvo ingresada y en los que todos pensamos que podía marcharse ya. Me inquietaba que tuviera miedo por la noche. Sola en una habitación de la UCI. Yo no sentía miedo. Mi corazón había estado en lugares mucho más lúgubres que aquella vieja habitación de hospital.

Intenté dormirme de nuevo y no sé si sucumbí.

II

El Café

–Bueno, ¿qué pasó anoche? Empieza a contar, anda… –Iniciaba ya la guardia Marta con sus punzantes y burlescas preguntas.
–¡Uf! No sabría qué decir… –dudó Claudia, remolona.
–Si se te ve en la cara… ¿Dónde fuisteis? –insistió Marta.
–Estuvimos por Malasaña. Me enseñó un par de librerías que quería que conociese –escotó Claudia.
–¿Librerías? Vamos… ¿Solo eso? –intentó sonsacarle Marta.
–Bueno, no… Paseamos y después me llevó a un Café. Ajenjo, creo que se llama. –Le iba a tirar de la lengua.
–¿Ajenjo? ¿En Malasaña? No me suena… –desconfió Marta.
–Sí. Al parecer es un sitio antiguo, un local mítico de Madrid. La verdad es que tenía su encanto. Cuando entramos, a mí me pareció abrir el telón de una película de los años 20. Apenas había tres clientes pero yo me imaginé a un grupo de escritores bohemios con sombrero, trajes haraposos, camisas desabrochadas y corbatas desatadas, bebiendo, fumando puros y hablando de Literatura. Aunque no se podía fumar…
–¿Se te está pegando la idiotez? –inquirió Marta con cierta ironía.
–No, en serio. Tenía algo mágico. Era como estar en otra época, como en un cuadro del Café Guerbois del siglo XIX. –Claudia miraba hacia arriba. Parecía que recordaba algo que le producía cierta seducción.
–¿Guerb… qué? –se burló Marta.
–Sí, era un local de París donde se reunían pintores, escritores… artistas de la época. Es que hay un dibujo de Manet al que me recordó ese sitio. –Claudia había cursado Primero de Historia del Arte antes de acceder al Grado de Enfermería.
–Yaaa… –asintió Marta con sorna.

Claudia

Llevaba la mano metida en el bolsillo derecho de su abrigo gris. Ese sí me parecía un gabán del XIX en la Malasaña del XXI. Él liaba un cigarro a izquierda y derecha, según le permitía mi cuerpo echado y apretado sobre su lado derecho. Aquella tarde hacía frío e iba a anochecer. Me llevaba a un Café. Ajenjo. Entramos en una de esas calles estrechas que tanto me gustan del barrio. Vas caminando y es imposible dejar de embelesarse entre los pequeños balcones de persianas mallorquinas de colores y macetas rojas, azules, verdes… Con sus flores colgando de los barrotes.

Empezaba a estar oscuro y, antes de entrar, echamos el pitillo en la puerta del bar para contemplar la bonita estampa. Un cuadro romántico alumbrado apenas por esos enormes faroles antiguos de hierro forjado pero tenue luz, que separaban los balcones de las fachadas a ambos lados de la calle.

  • –¿Entramos?
  • –Sí, hace frío –asentí con gesto tembloroso.
  • –Te va gustar, ya verás.

Y no se equivocó. La barra estaba situada a la izquierda. Desde el otro lado, un señor mayor de aspecto sereno y afable nos quiso atender.

  • –¿Tú que quieres?
  • –Un café
  • –Un café con leche y uno solo, por favor.
  • –Vamos al fondo.

Nos sentamos en una mesa rectangular escondida tras una pared, la última mesa grande a la derecha del local, en frente del aseo. A nuestra izquierda, sentado en una mesa pequeña y redonda, un hombre de mediana edad leía absorto el periódico. Nosotros, sentados en un banco de cuero raído anclado a la pared, esperamos el café.

  • –No puedo creer que sepas tan poco de Literatura, siendo…

III

Ana

  • –¿Os habéis fijado en la chica de la tercera? –preguntó Marta.
  • –Sí, qué pena –interfirió María mientras miraba el cuerpo dormido de la tercera cama.
  • –No, me refiero a cómo está de delgada –puntualizó Marta.
  • –¿De delgada? Ya me gustaría a mí tener ese cuerpo… –intervino Claudia.
  • –Apuesto a que aún no te ha tocado asearla. ¿La has visto desnuda? Está en los huesos –sentenció Marta.
  • –¡Joder Marta! En su ficha, entre otros pormenores, se especifica TCA. ¿No lo has visto? –dijo María con tono molesto–. Yo también pasé por algo así.
  • –¿Tú? ¿Así? ¿Quieres decir que tuviste…? ¿Anorexia? –preguntó incrédula Marta.
  • –Sí, bueno… ¡Algo así! Pero de eso hace ya mucho tiempo. Era adolescente. Y no es que lo oculte pero no es algo agradable de recordar, ni de contar. Lo pasé muy mal, Marta –dijo María con pesar.
  • –¡Calla, calla! Viene Carlos –avisó precipitadamente Claudia.
  • –¡Qué! ¿Ya estáis cotilleando? ¿Cómo va esa noche de guardia? ¡Marta! Por fin he encontrado los altavoces que quería. Al final se los he comprado a un chico en Wallapop. Mañana en cuanto salga de aquí voy a buscarlos. ¿Quieres verlos?

María

Por aquellos entonces, a veces, me llamaba Ana, otras Mía. Ana era una disciplina de corte militar, un tipo de sumisión a mi propio cuerpo que debía acatar a rajatabla. Mía era el castigo infausto por incumplirla.

Ya habían pasado más de diez años de todo aquello pero aún me evoca emociones tan intensas como si hubiera sucedido ayer. Los espejos de mi casa cubiertos por un papel marrón de embalar. Los pestillos arrancados de las puertas. Mi madre sentada en la tapa del inodoro mientras yo me duchaba. Hablar de eso en mi familia era como hablar de algo casi irreal, una horrible pesadilla que nadie quería traer a la memoria.

Apenas tenía 19 años y, aunque ya arrastraba algún trastorno desde los inicios de la adolescencia, era ahora cuando comenzaba a perder el control. Había convertido mi vida en un averno impávido, en un castigo insoportable, en una cárcel sin llave erigida solo por mí. En mi cerebro escaso, entonces, apenas coexistían dos constantes que hacían estimular mis neuronas: la comida y el cuerpo. En función de cómo se relacionasen estas dos variables, mi cabeza y, por extensión, mi vida escolar y social, regían lúcidas o caóticas. El quid de aquella función es que, en aquel tiempo, esa relación era inexorablemente incompatible.

Elena no cesaba de mover la pierna compulsivamente golpeando la silla contra la pared; Sara parecía que se devoraba la mano derecha con esa forma de comerse las uñas tan voraz que le hacía sangrar; Laura se miraba los zapatos con los ojos tan caídos y el rostro tan vacío y absorto que parecía encontrarse en otro lugar, quizá muerto. La escena se me tornaba entre macabra, patética y cómica. Aquellas diez chicas sentadas en círculo y con la silla pegada a la pared conformábamos un tétrico cuadro que rozaba la tragicomedia. Aunque a mí no me produjera risa alguna. El balanceo insoportable de la silla de Elena, el traqueteo de Sara con sus dedos y el fúnebre abismo de Laura me excitaban de tal modo que solo aguardaba un deseo angustioso y desesperante de chillar y salir corriendo. Era como estar dentro de uno de los cuadros noruegos de Edvard Munch. Con la conmoción de portar dentro un grito agónico, por su expresionismo, pero silencioso ante aquella tétrica película de la que no quería formar parte pero en la que involuntariamente ya actuaba.

Los barrotes de esa cárcel que me asfixiaba y que yo misma había levantado ya no solo emergían dentro de mí. Ahora los hierros me venían también impuestos desde fuera, ensanchando aquel agobiante presidio. Me había embaucado por propia voluntad en un proceso que ya parecía no tener retorno y al que ahora me negaba decididamente a participar.…

SINOPSIS

La novela comienza con la historia de una joven. Luna despierta en la UCI del Hospital Jiménez Díaz en Madrid pero el lector no va a descubrir cómo y porqué ha llegado allí hasta el final de la obra. Entre medias, se van a entremezclar, por capítulos, historias pasajeras de vidas ajenas o no: miedos, inseguridades, drogas y alcohol, anorexia, amor y lo que no es amor, frustraciones, deseos de apariencia y, en definitiva, todos esos golpes derivados de aspiraciones excesivas y equívocas que llevan al joven de este siglo a querer ser quien no le satisface ser.

El Madrid callejero del segundo milenio puesto a hervir y a discutir. Ahora bien, el lector nunca va a saber si todas estas historias son pasajes de la vida de las enfermeras que Luna escucha mientras yace en aquella habitación de la UCI; sueños y/o pesadillas de Luna mientras duerme en el hospital; o, lo más inspirador, episodios reales de la vida de Luna. Marta, Claudia, María y Carlos conforman el grupo de enfermeros que acompañarán a la protagonista durante sus noches en cama, y ellos son quienes introducirán –a modo de diálogo– cada capítulo con una nueva historia, totalmente independiente a la anterior.

Algunos relatos podrán parecer banales, incluso propios de una cotidianidad adolescente, pero habrá otros duros, capaces solo de contar y entender desde una cierta madurez. Mi propósito es que aguarden un sentido reflexivo, profundo y filosófico de la sociedad –la trivial y la cruda– en que vivimos hoy, para resaltar el modo en que se nos exige adaptarnos a ella. La Luna tiene una cara oculta y esa cara se desgaja a veces en otras miles: todas las formas, cuerpos y almas que una persona puede adoptar en determinados momentos de su vida.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS