Un descanso en el camino

Un descanso en el camino

Llevaba ya unas dos horas de viaje en mi viejo Renault azul y el sol calentaba con firmeza mi cara a través de la ventanilla. A pesar de haber ido a Galicia a descansar y ver a mi familia no había tenido una semana fácil y estaba deseando llegar a mi piso de Madrid. No me sentía cómoda. Empecé a notar cómo la ansiedad se apoderaba de mí y el malestar corporal iba en aumento.

Cuando hago este trayecto (y no son pocas veces) suelo repostar en un pueblo cercano a la frontera de mi tierra con Castilla y León. Para mi efímera tranquilidad, un cartel en la autopista indicó que me alejaban de esa primera parada tan solo 11 Km. Cuando bajé del coche en la gasolinera me temblaban las piernas y comprendí que tenía que relajarme un poco más, coger aliento de alguna otra forma que no estuviese inundada de benceno ni rodeada de artilugios automovilísticos y bolsas de patatas fritas. Me desplacé hasta la zona más «urbana» y paseé entre las callejuelas empedradas. Al doblar una esquina vi una plaza presidida por un cruceiro y decidí que ese era el mejor sitio para descansar en mi camino. Bueno, en realidad, para descansar de todos los caminos que jugaban a cruzarse en mi mente y que me desorientaban sin ningún tipo de sutileza.

Estaba totalmente sola. Me entretuve escuchando los sonidos rústicos que venían desde todas las direcciones tratando de evitar caer en el gesto fácil de mirar el móvil y aplanar mi mente con contenidos visuales frenéticos y titulares de periódicos leídos a medias. Tras unos minutos más así, cruzó la plaza un señor con sombrero de paja y bastón de madera. Tenía claros indicios de falta de movilidad a causa de la avanzada edad pero parecía tener claro su destino y solo se detuvo a escasos metros de mí para observarme dubitativamente.

– ¡Buenas tardes! -articulé alzando la voz de manera exagerada.

Aquel hombre me miró más desconcertado aún y dejando escapar una tímida risa respondió:

– Yo te saludo, pero no se ni quién eres.

Lo que decía era tan cierto que solo pude darle la razón y explicarle vagamente que estaba de paso. Me sentí ridícula por suponer primero, que el pobre señor era sordo y luego, que debía saludarle con total cercanía por ser (en vista del tránsito peatonal) los únicos habitantes del pueblo.

Di por hecho que seguiría su camino después de mi interrupción pero se quedó allí de pie frente a mí. Ninguno de los dos tenía muy claro cómo seguir esa especie de conversación pero tampoco mostramos indicios de no querer tenerla, así que tomé aire y proseguí con mi exhibición de torpeza comunicativa.

– ¿Es usted de aquí? -dios, pues claro que era de allí… Quizás la opción de comentar el calor habría sido mejor.

– Hombre, claro. De aquí de toda la vida. ¿Y tú a qué vas, a Madrid? ¿Eres de Vigo?

No entendí muy bien esa relación de conceptos de viajar a Madrid y ser de Vigo pero no me detuve demasiado en pensarlo para tratar de ordenar en mi cabeza por qué estaba yendo yo a Madrid y así poder contarlo sin que fuera un rompecabezas casi imposible de estructurar.

– Me mudo. Bueno, en realidad, llevo viviendo allí dos años pero tuve que volver a casa. Ahora estoy buscando trabajo y… ya ve, emigrando.

Debió de ser esa palabra, emigrar. Aquel señor decidió sentarse en un banco de la plaza y contarme quién era, cómo era su vida y cómo habían sido sus viajes a Madrid. No me sorprendió en absoluto hablar con un anciano gallego que había pasado la mayor parte de su vida fuera de casa, lo cual hizo que me invadiera un sentimiento de tristeza. Luego, otro de acompañamiento. Me sentí cómoda.

Su primer destino fue Suiza. Escapó del servicio militar aludiendo como muchos otros «problemas de vista». Partió de su hogar, como casi todos, muy joven y con poco dinero. Entre risas me contaba que durante el trayecto de ida intercambiaba con otros viajeros las pocas pertenencias que tenía y que cuando se presentaba la oportunidad revendía artículos de lujo como whiskey o cigarrillos.

Por momentos deseaba vivir esa vida. Una aventura descontrolada al más puro estilo de Kerouac, durmiendo en la carretera, cruzando ciudades, rebasando las esquinas de los mapas hasta llegar a un sitio en el que nadie te espera. En su caso, esta última afirmación era más abrumadora que ninguna otra.

– No hablé con nadie en los 3 primeros meses. ¿En qué íbamos a hablar? Solo trabajaba.

El relato se vio interrumpido por un ruido que me hizo girar rápidamente la cabeza. Estaban entrando en la plaza cinco vacas rubias que una mujer dirigía con solidez hacia probablemente su finca después de haberlas llevado a pastar a los campos aledaños que a estas alturas del año comenzaban a presentarse verdes y frescos. Cinco vacas. Todas ellas, parsimoniosas, iban haciendo sonar el pavimento de la plaza junto al melódico cencerro. Me resultó hipnótico, pero un saludo igual de desproporcionado que el que yo había presentado al hombre en un principio me devolvió al centro del pueblo. Ahora sí, mi narrador se dirigía enérgicamente hacia la dueña de los animales.

Seguimos la historia de su vida desde que volvió a Galicia, con una buena posición económica y una perspectiva juiciosa sobre sus planes de futuro. Se notaba en su forma de expresarse que muchas de las cosas que vivió allí le hicieron ser quien es hoy, y el hecho de que lo recordara con esa nitidez y tuviera tantas ganas de compartirlo me hacían sentir bien.

Como era de esperar se casó y con la «fortuna» cultivada en el extranjero se construyó una casa en la plaza del pueblo.

– Esa de ahí -señalaba con el dedo.

No era nada del otro mundo, pero fue edificada literalmente por él mismo y el amigo con el que había partido tiempo atrás. Es curioso cómo cambia la perspectiva de pasado según los hechos que se relatan. Seguramente hacía pocos meses de su llegada pero ya era suficiente tiempo atrás. El porche estaba soportado por dos columnas de madera vagamente ornamentadas de las que parecía sentirse muy orgulloso, pues en su momento debieron hacer muestra de un buen nivel adquisitivo. Mis cavilaciones se vieron de nuevo interrumpidas por un conjunto de voces infantiles. Un grupo de niños de unos trece o catorce años entraban a la plaza por un callejón. Reían a carcajadas y corrieron a sentarse en un banco cercano.

– Es mi nieto, y la más guapa del grupo es su «moza».

Como si le hubieran escuchado los dos chavales se fundieron en un abrazo cariñoso mientras ella se sentaba sobre las delgadas piernas del chico. Pensé que eran muy jóvenes para andar por ahí con esa actitud delante de su abuelo. Me sorprendí a mí misma teniendo esa reflexión y me sentí mayor. De hecho, bastante más mayor que todos los que estábamos ahí.

No tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado, y aunque debía entregarles a mis suegros unas empanadas al llegar a Madrid no me importaba demasiado el reloj. Dejé que la luz de media tarde bañara de nuevo mi cara levantando la cabeza hacia el cielo buscando los rayos de ese sol que hacía un rato me atosigaba en el coche. Recordé las vacas, oí el ladrido de un perro a lo lejos y cuando centré mi vista de nuevo en el hombre, este estaba observando a su nieto perderse por uno de los extremos de la plaza con sus amigos y su novia.

Tras un par de bromas acerca de lo que su mujer le quería, me explicó que tenía un rincón especial en la casa, un refugio donde nadie le molestaba, donde guardaba sus recuerdos y donde pasaba el tiempo cuando quería dedicárselo exclusivamente a sí mismo. Me pareció encantador que alguien mayor aún tuviera esa necesidad de soledad, de dedicación personal. ¿Acaso eso se pierde con la edad? ¿Mis abuelos ya no necesitaban tiempo para ellos? ¿En qué estaba yo pensando?

Cada vez la plaza estaba más transitada. Apareció una mujer que se acercó a nosotros expresamente y dedicó unos minutos de su tiempo en despejar la intriga de qué hacía su vecino «molestando a esta chica». Le hice saber que era yo quien estaba deteniendo el ritmo del pueblo sustrayendo un tesoro de experiencia mientras descansaba mis ojos de la velocidad que transmite el asfalto cuando te alejas de casa. No hizo falta un respuesta por parte de ninguno de los presentes y cuando la amable vecina continuó su camino retomamos la conversación.

El resto de su vida la dedicó a ser transportista a bordo de un camión de mercancías. ¿Destino? Casi siempre todos, y la otra mitad del casi siempre, Madrid. Recordó conmigo algunos momentos en los que no retomaba el viaje justo después de dejar la carga en los almacenes y aprovechaba para pasar la noche en la ciudad. Le hizo ilusión descubrir que muchos de los lugares de ocio nocturno en «su época» seguían siendo los mismos en el presente, al menos en los que yo me movía, que nunca he sido muy de cosas modernas. No recordaba exactamente el nombre del «discoteco» cerca de Plaza España donde bebió, bailó y cantó todo lo que su cuerpo aguantó una de esas noches. Quise ir, entrar en algún pub e imaginarme que había sido ese. Aún lo tengo pendiente. Tengo pendientes muchas cosas, en realidad. Esta historia emerge entre ellas como un brazo de mar que se adentra en la tierra transformando el terreno seco y llano en un paisaje fértil. Esta historia sigue en mi memoria varios meses después de haber tenido lugar y pienso que merece ser contada con el mismo espíritu transgeneracional con el que lo hice esa noche cuando llegué a mi destino.

Nos despedimos y él se apresuró hacia el cementerio donde había quedado con su mujer para visitar a sus dos hijos fallecidos, el mayor y el pequeño de cuatro hermanos. Un último interrogante merecía la pena y entre pasos entrecortados, ambos con las manos en los bolsillos, luciendo la paz y la tranquilidad de quien ha hecho un amigo en un momento fortuito me preguntó quién me acompañaba en el viaje.

– En el coche nadie. Me esperan allí.

– Si tuviera unos cuantos años menos me iba contigo ahora mismo.

– Estaría encantada de llevarle.

– No me trates de usted.

Volví por el paseo que rodeaba la iglesia y cuando subí al coche no pude evitar sonreír. Quizás él también había descansado de su(s) camino(s).

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