Un último concierto de rock and roll

Un último concierto de rock and roll

Azel Highwind

20/04/2021

Llueve. Y bajo la tormenta de ese jueves quince de mayo, tres ancianos que parecen el recuerdo desvirtuado de unos rockeros de los ochenta se deslizan al interior de un tanatorio. Sus chupas mojadas brillan como sus ojos, que centellean con disimulo sobre sus agrietadas mejillas, por las que se pierden lágrimas en silencio.

El mármol del interior del edificio les recibe con frialdad, y las miradas de la gente congregada se clavan desdeñosas en ellos. Alrededor del difunto el ambiente hostil crece a medida que las tres viejas estrellas del rock se acercan renqueantes.

—Por vuestra culpa —escupe una anciana—, ¡lo habéis matado!

Jerry, quien fue el guitarrista del grupo y un imán para todas las chicas, tuvo un escalofrío al ver la palidez de su amigo dentro del ataúd.

Días antes, en el hospital, Chuck aún lucía las mejillas coloradas y su voz atronadora igual de vigorosa que en su juventud, cuando hacía vibrar a la audiencia. Pero a principios de mayo el cáncer hizo metástasis en los pulmones, y los médicos daban pocas esperanzas.

—No quiero morir así, tíos —dijo Chuck, con una mezcla indescifrable de enfado, excitación y desespero en su voz—, me estoy pudriendo en esta cama, joder.

—¿Y qué hacemos nosotros? —preguntó Greg—, no puedes salir del hospital, no te dejarán —su sentencia sonó como uno de sus redobles finales cuando era el baterista del grupo.

—Me da igual.

—Joder, vaya mierda, me cago en todo… —Jerry renegaba entre dientes.

—Para, hostia ya —Greg sonó tranquilo, aunque la pupila de su único ojo sano se dilataba con una emoción que quería estallar. Al otro lado del rostro, un parche macabro le dotaba de una seriedad temible.

—Mirad, tíos, tengo los días contados y los quiero vivir a mi manera.

—¿Y qué quieres hacer? —preguntó Timothy, con la misma timidez de su bajo en los conciertos.

—¡Largarme!

—¿No ves que no puedes?

—¡Joder, tíos! Sólo os pido que me saquéis de aquí, nada más.

—Hay vigilancia —susurró Greg.

—Bueno, pues nos desharemos de ella —la voz de Jerry sonó como su antigua guitarra: estridente y resolutiva.

—¿Cómo? —preguntó incrédulo Timothy.

—Distracción —la sonrisa de Jerry se dibujó pícara—, ¿no te acuerdas en el instituto cuando nos fugábamos de clase?

—Joder… —en la cama Chuck empezó a visualizar en su mente esas aventuras excitantes de la adolescencia—, lo que daría por repetir eso.

—¡Pues vamos a hacerlo!

—¡Joder, sí!

—¿Coño, pero cómo? —con la duda en los labios, Greg también se mostraba divertido.

—Ya veréis, dejadme a mí.

Jerry pensó que la misión debería llevarse a cabo a plena luz del día, cuando el ritmo ajetreado de la gran ciudad de Minneapolis haría pasar desapercibida la fuga de cuatro estrambóticos con ínfulas de pasarlo a lo grande.

El primer obstáculo se encontraba en los tercos guardias de seguridad que se negaron a cualquier soborno. Por eso, un martes trece de mayo Jerry tuvo que recurrir a medidas desesperadas: —Abuelo, que no me rayes —su nieta Sharon no estaba muy receptiva—, no me interesan tus historias.

—Muchacha, que no te pido nada del otro mundo, sólo que te ligues al de seguridad —el guitarrista sacó la cartera dispuesto a persuadir a la adolescente fan de Justin Bieber—, te daré… cien dólares.

—¿Cien? —preguntó levantando una ceja en seña de incredulidad.

—Vale, ¡doscientos!

La chica se quedó inmóvil un instante, pero su actitud reflexiva mudó rápido a una expresión de enfado: —¡Que no! Que no me líes con tus historias, abuelo.

—Joder, Sharon, que sólo es ligarte a un tío, ¡cómo si no lo hicieras constantemente en el instituto!

—¡Qué dices, viejo decrépito! ¿Me estás llamando…?

Jerry arrugó la nariz y casi cruzó las cejas sobre los pliegues de piel raída que se amontonaban entre los ojos mientras contaba más billetes.

—Además ya voy a la Universidad, viejo tonto, y la vida es cara.

—Cuatrocientos y no subo más.

—Venga, ¿contra quién dices que debo usar mis encantos?

Con esa extraña alianza entre abuelo ataviado con chupa, pantalones de cuero, botas altas y camiseta de Beach Boys; y nieta cuyos leggins cortos mostraban estampas de Hello Kitty; el primer obstáculo ya parecía estar salvado.

Lleno de satisfacción y con la cartera vacía, Jerry fue a concretar los planes con Greg y Timothy. Además, para cumplir esa huida memorable que les acercaría a su pasado más glorioso, consiguieron cuatro flamantes Harley Davidson preparadas para rugir sobre el asfalto y llevar sus almas indómitas de nuevo a la aventura.

Según lo planeado; Jerry, Greg y Timothy se encontraron a media mañana del miércoles catorce de mayo con Sharon en la parte trasera del aparcamiento del hospital. La nieta, luciendo un escote que haría temblar la mirada de los guardias de seguridad, respondió a los pulgares levantados de los tres ancianos con una sonrisa a medio esbozar.

Jerry y Greg se escurrieron como lombrices en un intento por ser serpientes a la habitación de Chuck, quien ya estaba a medio vestir con la ropa que le había facilitado una enfermera infiltrada y dispuesto a dar guerra.

—No esperas ni un segundo, ¿eh?

—Debemos ser cuidadosos —dijo Greg—, Sharon aún estará empezando su misión.

—¿Sharon? —al distraerse y casi darse de bruces contra el suelo, Chuck parecía un James Dean venido a menos con unos tejanos demasiado modernos.

—Mi nieta, nos está ayudando

—¡Bien, bien! ¿Y el bajista? Digo… Timothy, ¿dónde está?

—En el aparcamiento. Tenemos una sorpresa para ti.

—Demonios, ¿y a qué esperamos?

Los tres amigos se acercaron sonriendo como adolescentes a punto de hacer una trastada, chocaron los puños, menearon el culo y avanzaron hacia la puerta de puntillas.

Jerry asomó la cabeza y vio a su nieta coqueteando con dos de seguridad. Sharon, a su vez, desvió la mirada hacia él y le mostró dos dedos. No supo interpretar si era el símbolo de la victoria o que quería cobrar el doble.

Total, iban a gastar a lo loco, así que no venía de cuatrocientos dólares más, además, cuando su mujer fuese a actualizar la libreta le esperaba un día entero de sermones, obediencia por semanas y dieta rica en hierbas durante meses.

Los tres ancianos se atusaron las coletas, rascaron las barbas, aderezaron las chupas con imágenes cosidas de calaveras y llamas infernales; y Greg se recolocó correctamente el parche del ojo, después de que Jerry le señalara con el dedo mostrando una expresión de asombro y asco.

Como tres piratas después de robar el botín; Jerry, Greg y Chuck se fueron hacia el otro lado del pasillo mientras Sharon mantenía encantados a los dos guardias. Y así, correteando como un trío de pícaros, cruzaron todo el pasillo ante los ojos de visitantes perdidos que buscaban sus familiares y de enfermeras exhaustas después de dieciséis horas de guardia. Aunque hubo una de ellas que sospechó al instante, miró el número de habitación y cogió el telefonillo.

Y doblando turno unas, doblando sábanas otras, en el momento que una médico se doblaba las mangas antes de operar y la ayudante doblaba el nudo de su coleta; los tres amigos doblaban la esquina hacia la derecha justo cuando un guardia de seguridad que empezaba su primer día de trabajo doblaba hacia la izquierda. Resultado: un anciano con una pata coja por el suelo, un adolescente traumatizado llevándose la mano a la porra, Sharon al otro extremo del pasillo dibujando una perfecta “o” con la boca y dos guardias sin enterarse de nada embrujados con las perfectas “os” del pecho de la nieta.

Cuando Greg se levantó, el guardia ya lo tenía apresado y una llamada telefónica aclaraba las dudas de una enfermera desconfiada.

—Joder, vaya hostia me ha dado. ¡Quédese quieto, por Dios! No, no, no. Ni se le ocurra. De aquí no se mueve. ¡Y ustedes dos, quietos!

—¡Eh, chaval! ¡No dejes que escapen! ¡Ese es un paciente!

—Válgame Dios, ¡¿que no tiene ojos en la cara?!

—¿Te estás quedando conmigo, mozalbete?

—Sólo uno… —musitó Jerry.

Y ese ojo solitario se llenó de una furia atroz mientras la pierna se preparaba para hacer el kickoff
de salida.

Sharon dio un codazo con todas sus fuerzas. Cristales rotos. La alarma antiincendios resonando y la voz de la nieta llegando pícara: —¡Ahora, viejos! ¡Corred!

Greg anotó un touchdown
con las bolas del joven guardia en su primer día de trabajo y Chuck no pudo sino reírse a carcajadas.

—¡A por ellos! —gritaron otros guardias.

—Larguémonos cagando hostias.

Doblaron a la derecha, cruzaron varios pasillos mientras Sharon compraba con el móvil entradas para el próximo concierto de Justin Bieber con dinero fresco y, en el exterior, Timothy se emocionó al ver salir a sus amigos.

La pandilla al completo chocó manos, se abrazaron y gritaron al unísono: —¡Let’s rock and rol, babies!

Encendieron los motores de las bestias, hicieron derrapar con furia sus ruedas traseras y las magníficas Harley Davidson dejaron un rastro de humo ante los ojos incrédulos de los guardias de seguridad que llegaron resoplando. Y durante horas, los cuatro amigos volaron sobre el asfalto por las carreteras del estado de Minnesota. Cruzaron vastas tierras rocosas, se internaron entre escarpadas montañas y visitaron verdes prados que guardaban los lagos más atesorados del país.

Rieron trazando sinuosas maniobras como adolescentes en un concurso. Cantaron y gritaron a pleno pulmón hasta que la tarde cayó entre las paredes de la cuenca del Minnesota y el ambiente anaranjado cobró tintes de brasas que crepitan en la quietud. Pararon en un hostal de carretera y aparcaron sus motos pavoneándose como si estuviesen en la Gran Pantalla y sonase una banda sonora de los Rolling Stones.

El interior de ese hostal se convirtió por unas horas en un lugar de ensueño donde cuatro ancianos volvieron a ser jóvenes, disfrutando del peor fast food sin mirar el contenido en grasas; jugando entre dardos, humo de puros cubanos y cowgirls que servían los mejores tragos; bailando música country mientras las bolas del billar rodaban, la gramola ponía canciones que parecían olvidadas y las horas de ese catorce de mayo iban agotándose.

Chuck quiso cantar una canción. La enfermedad que le había mantenido postrado en cama durante meses pareció remitir en un solo día. La gente del local se entregó a ese concierto improvisado por cuatro ancianos que tocaban con más energía que un grupo de jóvenes. Jerry volvió a sentirse deseado por las mujeres; retumbando en la percusión, Greg revivió la gloria de esos años pasados; y Timothy, aventurándose con el bajo, se atrevió a improvisar un solo aplaudido por la multitud enloquecida.

Cuando a Chuck le fallaron los pulmones y su cuerpo cayó exhausto en el escenario, una leyenda nació en los corazones de los lugareños ahí presentes.

Y ahora, frente a su cadáver en el tanatorio; Jerry, Greg y Timothy, siendo increpados por una multitud que jamás habría hecho nada mejor para su amigo, sienten que los pedazos de su corazón no están del todo rotos.

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