Petra y Fernando

Petra y Fernando

Anais Morales

20/04/2021

A Fernando le gustaba salir a segar el monte de la finca antes de que saliera el sol. Agarraba el machete, con la diestra llenita de cicatrices, y no volvía hasta el primer presagio del amanecer. Petra lo esperaba con el desayuno de todos los días, su favorito, gofio y café con leche.

Años después, con un avanzado Alzheimer, el movimiento grácil del cuchillo en su mano, era uno de los pocos recónditos de la memoria que la enfermedad no había podido arrasar. Eso, y el recuerdo de casi haber jugado en primera división, su camiseta estampada con el número y “Monago”, como le decían, por haber sido monaguillo de pequeño. Aquellos días en el UD Orotava siempre salían a flote cuando miraba fútbol en la pequeña televisión del apartamento que compartió con Petra durante sus años finales.

Arriba, colgado en la pared, reposaba un cuadro de El Teide que Petra había encargado al hijo del conserje del edificio, que quería ser pintor. Debió habérselo descrito de memoria, porque el resultado era una ambigüedad, una mezcla entre volcán, montaña y valle, entre viejo y nuevo mundo, que igualmente ella exhibía con orgullo a cualquiera que visitara o preguntara.

Fernando había sido carpintero. El chifonier de la sala, con la hemeroteca fotográfica de tres generaciones dentro, la cama matrimonial y las de sus hijos, era lo único que quedaba de aquella época. Le faltaba casi toda la uña del pulgar izquierdo, quizá la había perdido en un accidente de ebanistería o quizá en la finca, donde llegó a cultivar mango, plátano, lechosa y yuca.

Petra era la matriarca. Tomaba las decisiones importantes y administraba el dinero.

Se molestó, porque creía que Fernando era explotado por el patrón, y lo convenció de independizarse y montar una pequeña carpintería en Sebucán, con un socio, Carmelo, también isleño. A Fernando le iba muy bien, pero no pudo resistir la incertidumbre de no tener un salario regular y volvió a ser empleado.

Petra hacía una versión de tortilla, con receta perfeccionada en la América tropical, que llevaba plátano y queso blanco, un manjar en toda regla. Años después, ya no podía mirar la fecha de vencimiento del queso ni si la tortilla estaba o no cuajada.

Un disgusto le había ocasionado un ictus que la dejó ciega de un ojo. Ella siguió, imperturbable, manejando su Toyota Corolla, hasta que los médicos, incluso con suculentas ofertas de soborno, se negaron a seguir extendiendo su permiso para conducir.

Mucho antes del Corolla, se había comprado su primer carro. Fernando ni sabía ni había sido partícipe de esa transacción. Era un Valiant automático de 1964, verde manzana, muy bonito para la época. El segundo día, lo estrelló contra un árbol en Altamira. Le enseñaron a manejar en la autoescuela Rossini, que todavía existe. Fernando aprendió algún tiempo después. Eso sí, al principio no permitía que ella manejara cuando él estaba, pero luego simplemente cedió.

Petra era demasiado jodida, tenía un motor dentro y era incansable.

–Machapillo – así le decía cuando venía un gesto de cariño o cuando venía el porrazo. – Compré una casa. Calculo que vas a tener que hacer 3 juegos de muebles para pagar la segunda cuota de la inicial. No está completamente construida, pero podemos mudarnos y la terminamos ya con nosotros adentro.

Fernando solo fue capaz de gesticular una mueca de total resignación.

La Calle Bolívar, en el Mirador del Este, donde quedaba la casa, sigue siendo la única calle de concreto de la urbanización. Ella se empeñó y logró que el consejo municipal la hiciera. Ni siquiera existía una asociación de vecinos en esa época, pero ella ejercía todas sus funciones.

Una vez instalados en el barrio, era frecuente que los vecinos bebieran e hicieran ruido en la acera de la casa. Entonces salía Petra a regar las matas y, por casualidades de la vida, el chorro de la manguera siempre terminaba apuntando a los responsables del alboroto.

Pensando que una mascota era lo único que faltaba para legitimar un hogar, compró un lorito que movía de la cocina al patio donde Fernando tenía el pequeño taller de carpintería. El pobre loro solo fue capaz de aprender a decir “¡Carlos!”, el nombre de su hijo menor, que era constantemente objeto de reprimendas por sus travesuras.

Petra siempre pensó en la economía y en el ahorro. Si conseguía lentejas a buen precio, hacía 3 o 4 Kg y se almorzaba lentejas en la casa durante varios días, sin quejas de nadie. ¿Zapatos Keds? Ni hablar, Bingo, feísimos, pero más baratos. ¿Pantalones Wrangler? Su hijo mayor tenía un año pidiendo que le comprara unos. Un día los vio en rebaja en el mercado de Chacao y finalmente los compró.

Su obsesión por el estudio era brutal. Petra siempre buscó los que creyó eran los mejores colegios y que, además, pudiese pagar. En el Rodríguez Paz, que era privado, logró que le descontaran 50% de la matrícula. Hizo de todo, preparaba comida para los trabajadores administrativos, fungía de transporte escolar, vendió ropa y joyas y terminó como jefa de lencería en el hospital Pérez de León, donde, lamentablemente, ingresó infinidad de veces por su asma crónica.

Así era Petra, el cerebro de la operación. Con un cuerpo constantemente infravalorado, condenado a la debilidad y al desgaste precoz, ella siempre desafió los pronósticos y se valió de su ingenio y voluntad. Un corazón muy grande como para seguir latiendo más allá de la niñez, una histerectomía antes de los 30, reuma paralizante y una osteoporosis que le valió un par de prótesis de cadera. Pero la lucidez y velocidad de su mente nunca se extinguieron. Ni siquiera al final, cuando ya un nuevo ictus no se llevó solo parte de su visión, sino que le quitó el habla y casi todo su movimiento.

Al contrario de Petra, Fernando era la fuerza, el músculo. El martillo, el clavo, la madera y todo lo que hay en medio. La casucha de la finca sobre sus hombros pecosos. Y, al contrario de Petra, su mente fue lo primero que se deterioró. Se entregó a la deriva de la memoria, desde muy temprano. Un brazo fornido, unas piernas hechas para recorrer leguas sin descansar, pero un cerebro que perdió progresivamente la capacidad de ordenarles qué hacer. Hasta de esa manera fueron un complemento uno del otro.

Así eran ellos, mis abuelos.

Así fueron.

Teníamos las papas arrugadas contadas para cada uno de los 8 nietos. Ni una más, ni una menos. Jugábamos parchís con las reglas que se inventaba mi abuela para nunca perder. Nos comíamos las aceitunas obligados, porque a ella no le cabía en la cabeza que fuesen un gusto adquirido. Tampoco me creía, mirando con su único ojo bueno, cuando le decía que el agua del tinajero tenía gusanitos.

Machapillo decía que podía mover las orejas. ¡Y sí que podía! Mis primos y yo pasábamos horas tratando de imitarlo. Él se quitaba la gorra, hacía como que se concentraba y movía las orejas, ante nuestra estupefacción. Se ponía de nuevo la gorra y se alejaba riéndose, solo para volver en 5 minutos y encontrarnos en las mismas.

Mi abuelo nos enseñó el amor por el chocolate. Sabíamos que la cosa estaba mal cuando no era capaz de encontrar los chocolates que había escondido para no compartirlos. Como un niño pequeño y sus juguetes.

Mi abuela insistió en ir a mi graduación como ingeniero. Tuvo que ir en silla de ruedas y, por el aforo del auditorio, seguramente no pudo ver mucho, pero creo que para ella valió la pena y que ese día fue inmensamente feliz. Fue una de las últimas veces en las que salió a la calle.

Nos dejaron con 5 meses de diferencia.

Primero se fue mi abuela, en febrero. Fuimos a Higuerote, pasamos delante de la finca, y llegamos a la playa. Le pedimos a uno de los pescadores que nos llevara más adentro, cerca de Playa Majagua, donde esparcimos sus cenizas. Mi tía llevó flores de cayena y también las dejamos en el mar. Luego, y sin ponernos de acuerdo, todos nos lanzamos del pequeño bote y nadamos un rato en silencio. El agua estaba perfecta, cristalina y tibia, nosotros, ahora riéndonos, y mi abuela descansando finalmente en su sitio favorito.

Después el peñero nos llevó a Playa Caracolito y pasamos el día en la arena, recordando la vida de la abuela y comiendo tostones, ensalada y pescado frito. Como ella lo hubiese querido.

En julio, partió Machapillo. Monago, la saeta del UD Orotava.

A mi abuelo lo dejamos en Galipán, en El Ávila, esa muralla que separa la tierra firme del Mar Caribe, y que seguramente fue lo primero que vio cuando llegó a esas tierras. Subimos en Jeep a la montaña, encontramos un punto en el que se veían perfectamente, tanto la ciudad como el agua, y arrojamos sus cenizas al aire. Luego recolectamos moras silvestres y comimos sánduches de pernil, bajo un cielo vibrante, moteado de blanco, con nubes que tenían forma de balón de fútbol.

Seguimos encontrando chocolates escondidos, incluso días después de estar limpiando y acomodando el apartamento. En cajones, en la mesa de noche, en la nevera, en el gabinete del baño. Como minúsculas pistas, señales de que seguirían aquí mientras a alguien de la familia le gustase el chocolate. Como un camino que se debe encontrar y seguir, por más que falle el cuerpo y por más que tus propias neuronas te traicionen.

Es una herencia que pesa. Pero no porque sea oscura o inmanejable, sino porque sientes la necesidad de estar a la altura. De sentirte digno de su orgullo, de hacerles saber que no hay mejor manera de enseñar que a través del ejemplo. De vivir la vida con desenfado y osadía, como Petra. De dejarlo todo en la cancha, como Fernando.

Y retoña una nueva generación. Me dicen que mi niño no puede ser más isleño, con su tez curtida y sus manos grandes, como para hacer grandes cosas con ellas. Y, claro, es amante del chocolate. Como su bisabuelo Machapillo. Y es de abril, como su bisabuela Petra. Dos almas que florecen en primavera, como los cerezos. Como la voluntad que se abre paso entre las grietas que dejan las dificultades y esa capacidad casi sobrehumana de ver lo bueno, hasta en el más catastrófico de los horizontes.

Porque así eran ellos, mis abuelos.

Así seguirán siendo, por siempre, a través de éste, su legado.

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