Mari Luz llego temprano ese día. La fuente del bello parque de hospital que parecía estar en una perfección absoluta, la llenaba de paz, de orden, de un alivio placentero que se deslizaba como un líquido caliente y reconfortante dentro de ella. Sin mirar el reloj se sentó en la piedra fría, al borde de la fuente de mármol. Se reclinó para a contemplarse en el agua y se sorprendió al descubrir la imagen de una mujer joven. Entre cristales de varios colores se reconoció, pero no sabía por qué, si por la tenuidad de la luz del atardecer o por la falta de movimiento del agua se veía tan joven y el vestido blanco que llevaba le recordó a aquel día. El día en que le dio El sí al amor de su vida: Miguel.

Habían decidido casarse sin mucho aspaviento. Sólo ellos dos y los testigos que ahí mismo, en el registro civil de la ciudad, les designaran. Había sido también una tarde reposada y clara. El sol, que apenas se ponía, quería ser también un testigo más de esa unión y de esa dicha. Dicha que se vio culminada esa misma noche de amor concibiendo al que sería su único hijo. Fue una espera llena de ilusiones y propósitos, Pero esa dicha se volvió turbia cuando les dieron el diagnóstico. Al poco tiempo de nacer su hijo un médico de gran pequeñez humana y una gran colección de títulos les había dicho que su hijo jamás podría caminar. Así. Sin más. Sin ningún preámbulo. Sintieron como si hubiesen entrado por una puerta giratoria y salido a otra realidad. El proceso de aceptación fue largo e incierto.

La búsqueda de médicos, clínicas, remedios, medicamentos y curas esotéricas se hizo inmensa logrando que Carlitos pudiese dar algunos pasos y caminara con la ayuda de un andador. Tantas preocupaciones que al final del día se esfumaban ante la candidez de Carlitos. De su padre había heredado esa inteligencia y resolución. Al final, Mari Luz se dio cuenta que para ser feliz no es necesario tenerlo todo. Sino darlo todo. Se lo había enseñado su hijo. Pedía por las noches un milagro sin darse cuenta de que el milagro se le había otorgado con el nacimiento de su hijo. La simpleza de las cosas se le revelaba día a día y tardaron mucho en comprender su belleza. En descubrir lo eternamente perdurable.

Como a Carlos sus piernas no le servían, le crecieron alas. Y como si no existieran las distancias ni los muros emocionales llevó, aunque con algunos desvíos, una vida normal de altibajos, éxitos y decepciones. No se hubieran preocupado tanto si los dos hubiesen sabido, en ese entonces, que Carlitos se graduaría con honores y escribiría libros maravillosos que inspirarían a los demás. Su profesión de médico le consumía mucho tiempo y sus constantes artículos y contribuciones en revistas, periódicos y semanales no le daban la oportunidad para una vida privada mas plena y satisfactoria. Rutinas que tenía que compaginar con sus terapias y visitas a los centros de rehabilitación.

Claro, ellos como padres, se preocupaban de vez en cuando, pero Carlitos, ahora Carlos para los demás, era el dueño de su vida. Había logrado, a pesar de los limites materiales y visibles, anteponer su voluntad y fuerza a salir adelante, a no atreverse a hacer o dejar de hacer algo sin probar antes hasta donde podía llegar. Después de su independencia y su inexplicable distanciamiento, los años que siguieron sin él, fueron años al principio vacíos, pero con el paso del tiempo tomaron sentido y se convirtieron en otoñales y tranquilos. Al cabo de unos años de adaptación, descubrieron que su pasión era viajar. Viajaron a lugares que antes no hubieran podido imaginar o sospechar que conocerían. Aprendieron mucho y siempre discutían y llenaban sus nuevas experiencias de palabras, nombres, adjetivos y promesas. Palabras que les pertenecían y los llevaban en el tiempo con un flujo disparejo o de atrás para adelante o viceversa, recordando e imaginando situaciones, risas y miedos compartidos. Así fue hasta que Miguel cambió…

Al principio solo eran cosas pequeñas, un nombre, una dirección, una cara, cosas sin importancia que a veces le pasan a cualquiera, pero después, los espacios de tiempo que faltaban eran más grandes y más complejos. Las cosas que antes eran obvias se volvían extrañas e incomprensibles. El cambiar de canal en el televisor, poner el cafe, el vestirse completamente. Y aunque Mari Luz no quiso, respetó la decisión de Miguel de ir a vivir a un centro de rehabilitación de la memoria. El lugar era grande y lleno de zonas verdes, pequeños refugios con paneles informativos y lo que más les gustó fue que les prometían un vida lúcida y compartida dentro de lo que podían ofrecer con ayuda de las nuevas técnicas, métodos y tecnología.

La luz de esa tarde empezaba a desvanecer su reflejo. Tocó el agua con delicadeza y su imagen se disipó siguiendo pequeñas ondulaciones. El haber llegado antes al hospital le dio tiempo para prepararse mentalmente y disfrutar de un minuto de sosiego. Unas voces lejanas se acercaban. Creyó escucharlo, pero no era él. Volvió la cabeza para contemplarse nuevamente pero no solo su imagen sino toda aquella tarde de campanas blancas, de juventud, de madurez y de sueños compartidos se extendía delante de ella. En la inmensidad del paisaje. Tan solo un pestañear. Un instante. Los recuerdos todavía vibraban dentro de ella al ser evocados. Como los frutos que le gustaba comer: le quedaba el dulce sabor. Al menos eso.

Mari Luz cerró los ojos y en ese momento la frescura de un olor opaco pero familiar penetró lentamente por la nariz y como un aroma de miles de sensaciones vividas, la llenó de afecto. Giró la cabeza y encontró los ojos fatigados pero sonrientes de Miguel.

-Hoy es un buen día. – Le dijo él- Puedo recordar casi todo.

– Sí- dijo Juan, el enfermero – Hemos buscado en toda su habitación por lo que lleva puesto… Este suéter azul y los pantalones negros. –

– Fue tu regalo de Navidad. Lo recuerdo perfectamente… el año pasado- dijo Miguel buscando la respuesta afirmativa de Mari Luz.

– Fue en tu cumpleaños Miguel. Hace dos años. Pero La Navidad y tu cumpleaños son casi uno. El 28 de diciembre. Tres días después. – le corrigió Mari Luz

– Sí, sí. Lo recuerdo… ¿y.… pasaste aquí la noche?

– Sí. La noche la pasamos juntos y.… cantamos nuestra canción y volvimos a ver las fotos y las películas familiares ¿lo recuerdas?

– No. ahora no. No recuerdo mucho. Todos los nombres …las imágenes están ahí, pero… no puedo nombrarlas…. espera a que caminemos y conversemos más. Ahora recuerdo a Carlitos. Tengo una foto de él en mi mesilla. Una foto de él y tuya. Mis personas favoritas Y Juan, por supuesto- dijo ahora viendo al enfermero.

-¡No esperaba menos Miguel!- le contestó el enfermero.

– Carlitos viene ahora con más frecuencia. Casi todas las noches.- le dijo sonriendo a Mari Luz. Sabía que eso le agradaría.

-Sí …- sonrió Mari Luz con tristeza. -Me lo ha dicho. Que se la pasan hablando de todo y de nada. Alguna ventaja teníamos que sacar de un hijo médico. – le respondió sin decir más aunque sabía que Carlitos estaba muy preocupado por su padre. -No te preocupes más…. Hoy es un buen día y así lo mantendremos. – Gracias Juan. Yo me quedó con él. – le dijo y tomó de la mano a Miguel.

– Disfruten la tarde- -dijo el enfermero y guiñándoles con el ojo le advirtió – A las 10 ya tienes que estar aquí Miguel. ¡No intentes llegar más tarde! – y se marchó.

Mari Luz y Miguel sonrieron y siguieron el camino por el parque del Hospital que parecía ser enorme. Siempre el mismo camino. Contemplaban los mismos árboles, los mismos arbustos, las mismas flores, los mismos minutos de las mismas horas, pero esta vez la conversación fue diferente: esta vez pudieron recordar, llenaron sus momentos con vivencias pasadas, rieron y convirtieron su caminata en un camino más para recordar. Miguel tomó su mano como antes lo solía hacer y le regalo un beso lleno de amor y agradecimiento. El camino de regreso estuvo lleno de lugares, de personas que se aparecían y desaparecían, de bebidas, de aventuras, de batallas, de nombres, de comidas de miles de cosas que como fuegos artificiales culminaron en una explosión llena de color, fuego y luz. Hoy era un buen día. Un día para recordar sin duda alguna.

Mari Luz le acarició el rostro como lo hacía desde que lo conoció. Caminaron despacio degustando los últimos minutos de ese atardecer veraniego. Sin saber que sería la última vez. Nunca lo volverían a hacer igual. Y aunque, más tarde, lo entendería, no los perdonaría. La dejarían completamente despojada. En la despedida, se abrazaron a sus palabras como antes lo hacían, creando sobre ellos un techo de recuerdos cobijados. Como si la demencia nunca hubiera penetrado en sus vidas. Sin saberlo, se encontraban ante el umbral de una puerta.

Después de la despedida, esa noche Miguel tuvo un ataque de perdida de memoria. Estuvo en su habitación primero tratando de recordar qué es lo que hacía ahí. No había nadie en los pasillos así que prefirió quedarse en su habitación pues tenía miedo perderse. Pero esta vez no soportó más. El presente lo abrumó como una sombra oscura, fría y metálica que se desplegaba sobre él, ahogándolo. Por más que intentó tranquilizarse no conseguía salirse de esa ataque de ansiedad. Intentó recordar quién era primero y luego qué había hecho al menos ese día. Nada. Solo imágenes de personas y lugares, pero era imposible que hubiese viajado si no podía salir de ahí. Había playas, montañas, parques, sentimientos, luces, fiestas, enfermedades y personas diseminados en su memoria, pero no había ni orden ni nombres ni futuro ni pasado. Su cabeza era un caos y no podía mencionar lo que veía y sentía pues no podía mencionarlo el lenguaje también se le escapaba de su lengua. Al tratar de incorporarse en la oscuridad de la habitación vio el frasco blanco. Titubeó unos segundos, y volvió a llamar en su memoria los nombres que había apuntado al dorso de una foto, pero al no poder recordar los nombres, se decidió: murió casi al instante. De una sobredosis de morfina que Carlitos le había dado la noche anterior.

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