LA PREOCUPACION POR FERNÁN

LA PREOCUPACION POR FERNÁN

Luis Madrid

20/04/2021

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Estaba él medianamente tranquilo, con un semblante sosegado en el rostro, la última vez que pude verle de cerca, en días recientes. A poco de haber entrado en su acogedora casa, bien pude reconocerlo pese a los años de distancias y ausencias, sentado en el cómodo sofá de terciopelo de su sala.  Allí lo vi como intentando buscar con su mirar, la presencia de un objeto indefinido o de un recuerdo inolvidable, que pudiera devolverle a su vida pausada, pero también llena de preocupaciones; la fuerza de voluntad que los años suelen enajenar obligatoriamente, aun a los hombres de los temperamentos más vehementes.

Durante unos minutos, antes de ser reconocido por el dueño de casa, pude mirar al digno señor que visitaba y lo que había alrededor de su digna figura. Cerca de si tenía él, una mesa con no pocos libros, que colocada al frente de la biblioteca, parecía reproducir la representación de una afortunada alcabala, que sería el último paso previo, para uno poder internarse en una tentadora habitación desconocida: en donde el conocimiento como siempre había de aguardar, por aquellos valientes deseosos de superar convencionalismos asumidos, que muchas veces han de sucumbir, ante la circulación de las inminentes nuevas ideas, con que siempre seguirá desarrollándose el intelecto humano.

Segundos antes de que el profe Fernán pudiera detectar mi presencia, en aquellos espacios amenos, en los que al parecer descansaba sin alguna perturbación; intente reparar en la imagen de la figura del hombre, a quien no tardaría en tener en frente, para seguramente desarrollar inevitablemente, una nueva y larga conversación, la cual seguramente desde mucho antes, ha debido poder celebrarse.

Al verle silenciosamente, durante un intento de primer acercamiento, para detallar al menos parcialmente su expresión exterior, quedó claro que su ser estaba condicionado, por el paso irremediable del tiempo: a diferencia de la última vez en que le había visto, en esta ocasión, no era difícil el notar rápidamente, la mayor profusión de tonalidades plateadas presentes, en los cabellos o los bigotes de importante extensión aun, que pese a cualquier consejo o persuasión de su amable señora, no había renunciado a llevar, por ser casi como una imperecedera señal propia  de identidad.

En su mirar tranquilo, se notaba que esa expresión actual de su rostro, correspondía a las horas más sosegadas que han de seguir, al de momentos más intensos, en donde no pocas preocupaciones pueden condicionar de diversas formas, lo mejor del pensar íntimo de cada quien. En su silueta en reposo de hombre mayor, no me pareció ver una debilidad preocupante, distinta a la que los años suelen legar, a quienes se atreven a aventurarse largamente, en su manto de vigencias aleccionadoras como también contradictorias.

Su esposa, que además en ese momento de mi llegada a esa casa, se había convertido en la más amable de las anfitrionas imaginadas, rompió el reino del silencio, con una voz suficientemente fuerte, casi trocada en grito. Sin duda alguna oportunamente útil, para que los oídos del profe, impedidos para oír plenamente, en estos días de su presente ancianidad, pudieran facilitar la comprensión de las palabras, que sin problemas ella había en forma determinada procedido a decir: “Fernán deja de buscar estrellas en el techo. Mira quien está finalmente aquí. Julián acaba de llegar, pidiendo verte a ti”…

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El profe Fernán al reconocerme, no tardó en dar un par o trio de pasos hacia mí, después de levantarse de lo que tenía que ser su cómodo sofá; para una vez yo estando cerca de su presencia, proceder a estrechar mis manos, que no podían estar menos que muy felices, por tener oportunidad de volver a cruzarse con las suyas.

Una vez sentado con él, en uno de los muebles de su espaciosa y confortable sala, pude notar que por obra de una conveniente casualidad, tanto para propios y extraños; muy cerca ubicado esta de aquel espacio propicio para conversaciones distendidas, una imponente biblioteca, saturada de publicaciones históricas, ante las cuales y en otro tiempo, el estudiante que fui, no hubiera tenido problema alguno en claudicar.

De un momento a otro, cuando quedo claro que los saludos no se hacían ya necesarios entre profesor y discípulo; y que pese al paso de las inclemencias del tiempo, no había sido posible el que mutuamente pudieran convertirse ambos,  en un par de extraños totales; decidió el profe como no podía ser de otra manera, iniciar una conversación impostergable, que tenía formas de expresión para mí, como de una especie de renovación, de las más afortunadas cercanías intelectuales, que he tenido hasta la fecha en mi vida.

–¿Y bien señor Julián, que me cuenta? ¿Me dirá exactamente que lo trae por aquí, después de todo el tiempo transcurrido, y los riesgos que están de moda, en estos tiempos que para nuestro infortunio, todavía siguen vigentes en nuestro país?

–Solo puedo decirle profe, que me trae por aquí una amable invitación de su esposa a visitarle y a compartir más de una palabra con usted. He sabido que más de una preocupación tiene acosándole algún tiempo. Incluso que su buen humor no estaba en sus niveles más deseables, en alguien de su edad, en días recientes. Por tanto y al recibir esas informaciones, quien le habla, decidió que ninguna nueva demora, me impidiera ver cerca de usted, cuanto había de verdad o de exageración, en esas palabras. Sobre las que en todo caso, no pude yo recelar en forma alguna, en ninguno de los momentos que antecedieron a mí llegada, a esta retirada comarca, en donde tiene asiento este confortable hogar.

–Hay que ver señor Julián, ya que pese a tu evidente juventud, no eres en modo alguno el jovenzuelo al que le di clases, ni al que veía emocionadamente perseguir libros, alimentado por una inexperiencia muy propia de las almas jóvenes. Te cuento que en estos tiempos en que vivimos, tu sola grata presencia aquí, viene a confirmar algo que ya venía sospechando, el viejo señor que tienes en frente: el que la exageración ha de tener más poder de convocatoria que la palabra veraz, incluso cuando esta es expresada sosegadamente, cuidando formas necesarias, y teniendo una aparición claramente oportuna.

–Dime algo discípulo Julián. ¿Te parece normal que la gente haya se salir corriendo en busca de la presencia de alguien querido o estimado, solo porque alguien recurre a dar una imprudente voz de alarma a todos los conocidos; temiendo que alguna forma de locura se apoderara de este viejo, que pese a viejo cercano al piso de los nonagenarios, aun siente que tiene más de una cosa útil que decir a los demás, aunque bien claro tenga que estos con facilidad, no me van a poder escuchar?

A esta respuesta suya siguió lo que considere en su momento, como un necesario como incomodo silencio prudente. Debido a que su tono de voz era fuerte al hablar conmigo, producto de sus problemas de audición, me parece que su señora debió de oír tan claramente como yo, esas palabras, para las que no parecía haber respuesta. Yo entendí al ver durante un momento, el semblante de su mirada de abnegada y preocupada esposa septuagenaria, un principio de inconformidad, de evidente desacuerdo, con el pensar expresado por su esposo. Aunque ello no fue suficiente para que después de un momentáneo fruncimiento del ceño, para dejar claro su desagrado; no siguiera inmediatamente a aquella manifestación, una sincera mirada de cariño y hasta de devoción, que a veces los hombres fácilmente no podemos entender.

Una vez deje de observar a la esposa del profe, volví a caer en cuenta que nosotros seguíamos frente el uno del otro, como dos interlocutores acostumbrados a ese tipo de conversaciones. En un momento en que intentaba hallar palabras, para darle un mejor sentido a esa conversación, que ya empezaba a extenderse, no pude dejar de dirigir una nueva mirada curiosa y hasta ansiosa, hacia la biblioteca que con sus varios pisos, y la robustez de sus maderas firmes y oscurecidas, había de albergar no pocas valiosas paginas rigurosas o apasionadas, escritas por más de un interesante autor, quizás para dar vida o conseguir el registro de algún personaje, en un más que posible vano ayer.

Parecía aquel afortunado mueble, testigo privilegiado de nuestra conversación. Su buen mantenimiento desde la primeva vez que lo vi, pensé que había de deberse a los empeños colaborativos, de la amable y religiosa esposa de quien era mi interlocutor. Por culpa de ella sin duda se había logrado mantener a raya al polvo, para que no haya de tener mayor presencia de la necesaria o inevitable, en los espacios de aquel mueble de madera al que no podía dejar de observar en más de una oportunidad. Respecto a la cual me separaba apenas una mesita decorosa y bien dispuesta, de un vidrio totalmente transparente; en donde posiblemente habría de venir a posarse el café, de un momento a otro.

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El profe estaba decido a seguir hablando. Mi visita había de significar para el de alguna forma, la total reivindicación de su derecho de libertad de expresión. No parecía haber fuerza humana capaz de invitarle a retomar un silencio al menos parcial, del que claramente daba todas las muestras de estar cansado, y por lo cual con toda su determinación, dispuesto estaba a hacerle la mayor de las resistencias, que sus fuerzas y sus palabras pudieran permitirle.

–Muchos de todos ellos quienes eran afuera, e incluso quizás mi esposa también que está aquí dentro, en ocasiones sé que llegan a pensar que por mi forma de conducirme contra los poderosos, a los que no me ha dado la gana de bajarles la cabeza servilmente: tanto en la universidad o en la cancillería. Podría ser más que suficiente para meterme en un problema. Con lo cual, más de uno vería justificadas, las dudas que ahora mismo se ciernen, sobre mi propia estabilidad mental.

–Crea usted con toda seguridad profe –me atreví a decir–, que nunca he sido yo, uno de quienes haya dudado de la robustez de su cabeza, por nunca aceptar servilmente claudicar ante los poderosos. Aunque usted lo dude, su digno ejemplo aun alimenta, cuando no la conducta, al menos si las esperanzas de muchos que le han oído con gusto.

–Eso que dices muchacho, había de sospecharlo, y me alegra que con tu voz sincera me ayudes a confirmarlo. Ahora bien. En lo que no dejo de pensar te lo confieso, es en ese miedo que no tengo, a ser considerado un loco. Son ya demasiados años, desde los tiempos de los viajes a Europa por estudios, hasta mis tiempos penúltimos en la universidad como docente, asumiendo como parte de mí, el no ceder mis principios ante las pasiones exacerbadas del momento. Sé que en un país como el nuestro, esto no será fácilmente comprendido. Pero quizás aun así, pueda ser ese mi penúltimo aporte también para una nación, que más de una cosa esencial, en más de 200 años de vida, no le ha sido posible oportunamente entender y menos aun analizar.

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