Hace más de un año que compartimos hogar. No casa.

Hace más de un año que compartimos las cuatro paredes y a las mismas personas que nos reciben y nos despiden cada vez que cruzamos la puerta. Hace más de un año que vino a vivir con nosotros y parece que lleva aquí toda su vida. Pero a sus 90 años me pregunto cuantos hogares ha tenido, cuantas paredes le han cobijado del aire polar en invierno y del sol abrasador en verano, cuantas personas le han recibido con los brazos abiertos y cuántas le han despedido con los ojos vidriosos.

Puede que sean muchos o pocos, pero lo que sé es que en ellos a dejado marca. Tal y como ha hecho en mi hogar.

El cambio más grande fue el cuarto de plancha, que pasó a ser el cuarto de la abuela. El sofá-cama donde dormían mis amigos en aquellas noches de fiesta fue cambiado por una cama y una mesilla de noche. Aquella cómoda que guardaba los manteles, las herramientas de costura y los calcetines pasó a mejor vida para dejar espacio a su ropa interior, a sus calcetines y sí, a los manteles. No cabían en ninguna otra parte. El armario donde se guardaban los uniformes de Norma (quien se encarga de cuidar la estructura de nuestro hogar) fue el sitio idóneo para todos los abrigos de piel que había adquirido con el paso de los años. Y por fin, el cuarto de la abuela estaba listo para su uso destinado. Ya no tendríamos que compartir cuarto y mi hermana obtuvo el suyo de vuelta.

Pero el cambio más grande no siempre es el más significativo. El mismo sofá donde me tumbaba a ver la televisión paso a tener un lado reservado para ella. Y la esquina y el enchufe abrazaron cálidamente a Oxi, la máquina de oxígeno y el amigo incondicional de la abuela. Aquella máquina fue un gran golpe de realidad. Mi abuela, la única persona de la familia que había superado una guerra, una posguerra, una dictadura, una transición y una pandemia requería ayuda para respirar. La insuficiencia cardiaca y pulmonar habían provocado que sus niveles de oxígeno descendieran hasta el punto de ser peligrosos. Y aquella vena seguida por el cable azul que le conectaba a la máquina siempre estaba a su disposición, siempre a su lado.

Y es que los grandes cambios en la vida vienen cuando uno no se da cuenta. Porque no suceden de golpe, sino que es un proceso progresivo, como montar en bicicleta, y una vez que consigues andar sin necesitar ayuda, no hay vuelta atrás porque ya nada más funciona como lo hacía antes. Por lo tanto, como si de montar en bicicleta se tratase, seguimos adelante dando paso a los cambios que provocó la presencia de mi abuela en mi hogar.

Otra llamada de atención fue la caída del diente. Y no sé hasta que punto el universo nos quería decir que el ciclo vital se acaba igual que se empieza, o si simplemente aquel diente tenía destinado caerse. Pero la realidad es que los cambios estéticos se notan más que los emocionales, y como son más visibles, no puedes obviar su presencia. Era como Oxi, una omnipresencia que nos recordaba que el tiempo se estaba acabando.

¿Y si alguien nos hubiera avisado? Podrían haber abierto la puerta y decirnos que el diente se le iba a caer y que tardaríamos en hacernos a la nueva imagen, o podrían habernos avisado de las marcas que deja Oxi en el parqué al ser arrastrado. Tal vez, no hubiera servido de nada.

Siguiendo con la lista, nos encontramos la ventana del cuarto de mi hermana.

La cuarentena nos afecto menos que a otras personas, precisamente porque las paredes de nuestro hogar son un poco más grandes que las de otros hogares, y cada persona tenía su propio espacio. También la abuela. Aunque al estar todos juntos durante tanto tiempo, es lógico que buscara otros espacios que visitar. Y uno de ellos era aquella ventana por donde observaba a aquel vecino paseando el bebé en el carrito por la azotea.

Uno de esos días de cuarentena a las ocho de la tarde es cuando me di cuenta de que mi abuela no solo era mía. No era yo la única que se beneficiaba de su presencia, sino que vecinos del edificio de enfrente, con quien nunca habíamos hablado, le saludaban cuando salían a aplaudir, y ella les saludaba de vuelta. Posiblemente aquel padre le contaría a su hijo sobre la señora mayor que les hacía compañía desde el otro lado de la acera, observando pacientemente desde la ventana, saludando cuando correspondía y retirándose cuando se cansaba.

La ventana de mi habitación también pasó a ser suya durante algunos minutos de aquellos interminables meses de cuarentena. En la calle donde vivimos se montaban tales fiestas que vino la televisión a dar constancia del ánimo y las ganas de supervivencia que teníamos en las primeras semanas. Las sugerencias de los temas para la fiesta posterior al aplauso empezaron siendo solo eso; sugerencias. Pero acabaron convirtiéndose en una agenda que tan cuidadosamente manteníamos: el lunes de repartidores, el martes de personal de la limpieza, el miércoles de profesores, el jueves de mascotas, el viernes de científicos, el sábado de personal sanitario y el domingo para los niños. Así se solían estructurar aquellas fiestas donde la música la ponían las vecinas de enfrente, los cánticos los vecinos del edificio y las ganas todos y cada uno de nosotros.

Y allí estaba ella, emocionada con la solidaridad vecinal, empapándose de ganas y de esfuerzo por seguir hacia delante, por ver cómo y cuándo se solucionaba todo. Y todavía recuerdo cómo desviaba la vista de vez en cuando para saludar a su amigo de la azotea, y como él le comentaba sobre ella a su mujer también asomada a la ventana. Sus ojos rastreaban la fachada del edificio, quedándose con las caras de los vecinos con los mejores disfraces. Pero sobre todo recuerdo cómo nos miraba a mi madre, a mi hermana y a mí y cómo la mirábamos a ella. Todas buscando el mismo sentimiento de fuerza y superación que necesitábamos para salir de aquella situación.

El pasillo y la abuela tenían una relación amor-odio. A ella no le gustaba verle todos los días por las tardes cuando obligada por mi madre, mi hermana y yo, andaba por aquellas estrechas paredes hasta que decidíamos que ya podía descansar. Y a él no le gustaba como gastaba sus suelos al pisarlos y sus paredes al apoyarse. Pero sí que consiguieron llevarse bien, al fin y al cabo, ella necesitaba pasar por él para llegar a todas las partes de la casa y él la necesitaba a ella para poder seguir sintiéndose útil.

Los electrodomésticos de la casa también mostraron los cambios que ocurrían dentro de nuestro hogar. El tostador se usaba por las mañanas con una constancia digna de un militar, y siempre para hacer tostadas de pan bimbo sin corteza. El frigorífico se llenaba cada semana con las cremas de verduras que Norma le hacía a la abuela, y de las que yo a veces también me aprovechaba. En la despensa empezaron a entrar productos sin azúcar y conservas que mi abuela tenía guardadas en su casa. En los distintos muebles aparecieron tupers y el pastillero, la sacarina y el hierro. Todas las cosas que mi abuela necesitaba en su día a día. Por otra parte, la televisión pasó a ser usada para ver Amar es para siempre y todas y cada una de las series policiacas que ponían por la tarde. “Me hace compañía” solía ser la justificación al volumen tan alto que ponía siempre.

Pero si tuviéramos que hablar sobre todas las marcas de la presencia de mi abuela en mi hogar, tendríamos que hablar de las personas que lo conforman. Y para ello, necesitaría un libro para cada una de esas personas. Sin embargo, todavía queda la marca más importante de todas: mi abuela.

Todos los días, mi abuela se despierta y desayuna exactamente lo mismo: tostadas con mantequilla y mermelada con un café con leche y dos sacarinas. Después se retira a su cuarto y deja las gafas en la mesilla de noche, enciende a Oxi e intenta descansar esperando que las pastillas calmen su dolor de huesos. Sobre la una del mediodía se levanta, coge ropa de la cómoda y se cambia. Se oyen sus pasos y su bastón por el pasillo, y con cuidado se sienta en aquel lado del sofá, esperando a la hora de comer, cuando se vuelve a tomar sus pastillas y el hierro.

Después de comer, se levanta y se retira al cuarto de estar donde Jordi Hurtado le recuerda tantas cosas que todavía conserva en su memoria. El volumen hace del famoso presentado algo inescapable. Cuando dan las cuatro y media de la tarde, se queda viendo Amar es para siempre y cuando tengo tiempo, le pregunto sobre Manolita y Benigna, ya que Amelia y Luisita dejaron de formar parte de nuestras conversaciones. Después se levanta, merienda aquellos cruasanes sin azúcar y se dispone a andar con alguna de nosotros detrás de ella. Apoyándose en el pasillo y parándose en la ventana del cuarto de mi hermana. De vez en cuando, entra en mi cuarto y se para en la ventana, esperando ver al vecino con su bebé en el carro. Una vez más, vuelve al cuarto de estar y enciende la televisión y espera a que nosotros lleguemos a cenar. La cena suele ser la misma, una crema de verdura, un poco de embutido o paté, una rebanada de pan Bimbo y unas natillas sin azúcar. Las pastillas hacen el punto aparte del día, y la tele a todo volumen, el punto y final.

Es verdad que los cambios parecen olas dignas de una tempestad que arrasan con la costa y con todo lo que encuentran en su paso. Pero como las olas, los cambios remiten. Nos adaptamos y seguimos hacia delante, aprendiendo a no construir muy cerca de la orilla, a proteger mejor los pueblos costeros. Y eso es lo que he aprendido con mi abuela, a aceptar los cambios según llegan, a no esperar a que venga algo peor para actuar, para mostrarle que seguimos estando a su lado, y que todavía le queda mucho por experimentar.

Hace ya más de un año que vive con nosotros y la mejor marca que ha dejado en nuestro hogar es su presencia. Mi abuela se adaptado a los cambios que han ido ocurriendo, y según ha necesitado hacer cosas, ha dejado marca en todo lo que ha tocado, en lo que se ha apoyado. Porque si alguien ha notado más los cambios ha sido ella. Porque si nosotros somos el pueblo costero, ella es el faro que anuncia la aparición de olas, y es ella quien tiene que soportar el vaivén de los cambios y nosotros quienes tenemos que adaptarnos a ellos.

Al fin y al cabo, si no fuese por los faros, ningún barco llegaría a puerto.

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