A Dios uno se lo imagina como el taco de la mesa que le cojea. Cuando era una niña Dios era como un padre, el padre que le faltó a Julita porque trabajaba en dos hospitales
cubriendo dos turnos distintos. Su madre, la pobre bruja BabaYaga de mi imaginario, quedó relegada a los seres paganos y maléficos de su conciencia. Baba, pero qué cabrona fuiste toda tu vida con Julita,
especialmente después del juicio, tendrías que haberte ahorrado el esfuerzo de empujar y haberla devorado directamente. Con el tiempo papá se jubiló: le veía más, estaba siempre
en el salón hablando con los gatos, mandando mensajes, opacando sus rutinas, ¡Papá, apaga la alarma! ¡Papá, te has dejado el horno en! ¡Papá, no veas
el partido en el váter! Este hombre, anteriormente misterioso y con máscara de mártir, salió de su panteón con una facilidad babosa.
Cuando Julita cumplía veinticinco años, un año antes de ser condenada por homicidio, murió su abuela con una sonrisa, su típica sonrisa; fue cuando
Dios, que hacía veinte años tenía cara de un hombre adulto y reventado de madrugar, cambió de género aunque no perdió las barbas. El Altísimo tenía los rasgos arrugados
y los ojos despiertos de su abuela Carmen; en su imaginación se dibujaba contra la luz del cielo su nariz ganchuda, su pelo azul de gato persa. El nuevo Dios Padre era Dios Abuela y gozaba de manos de piel fina,
uñas pintadas de nácar. Ay abuelita, si tú supieras, qué alegría tendrías si descolgaras tu cabeza canosa por la tumefacta alcantarilla que baja desde el paraíso: ¡era
creyente! sí, Julita, por fin. La abuela Carmen llevaba mucho tiempo esperándolo y mira, solo tenías que morirte para que tu nieta favorita empezara a hablar con Dios cada noche, a juntar sus manitas en
una plegaria afectuosa. Para ser justos con Julita, si en la catequesis a la que asistía de niña le hubieran dicho que Dios podía ser también una abuelita (¡la suya!) de buen grado hubiera
hecho la comunión: un bizcochito hecho por la Abuela eterna, mojado en el chocolate de la resurrección. Tenía mucho más sentido que una abuela velara por ti, se decía Julita, te perdone,
escuche tus maldades y tus preocupaciones, te mienta para hacerte sentir bien o te anime a ser buena persona aunque justa y severa. A partir de entonces empezó la segunda etapa en su relación familiar con
su abuela muerta.
Abuela, capítulo 4, versículos 1 – 20.
Tenía la Abuela dos vecinos muy ruidosos. Benjamín y Federica. Eran de esas parejas de recién casados que entran en pánico ante el reto krakeniano
de la convivencia. Ella a veces los llamaba con simpatía «los periquitos». Un día Federica llamó al timbre de la Abuela con lágrimas en los ojos y una carta en las manos: habían
tenido una horrible discusión sobre el sillón nuevo que querían comprar y Benjamín terriblemente afectado se había ido a casa de su hermano. Hacía tres días que no sabía
nada de él. Federica rompió a llorar en cuanto la Abuela le sirvió la tacita de café «¿Qué puedo hacer Carmen? No es que quiera cambiar a mi marido por un bonito sofá, pero
y si esta es la prueba definitiva de nuestro fracaso matrimonial? Y si no conseguimos ponernos de acuerdo en nada». La Abuela escuchó pacientemente a aquella mujer que se deshacía en lágrimas por
tan poco problema. Poco a poco Federica perdía la cólera en sus palabras pero no cesaba de denunciar a aquel hombre que estaba destornillando su vida,
reduciéndola a un amasijo de tablas aplastadas contra un basurero. Su voz era un hilo de voz y los mocos ya estaban secos sobre la comisura de los labios. «Creo que Benjamín se está acostando con la de la tienda de comestibles, esa tal Amanda». La Abuela finalmente entendió el problema que la
aquejaba: con cuidado le cogió el bolso a la mujer de ojos hinchados y uñas comidas y alcanzó el monedero de ella. Entonces lo abrió y sacó los cien euros que había dentro. Le dijo
a Federica a la vez que le hacía entrega de su propio dinero: ten esto, para que cambies la cerradura de tu casa. Estaban aquí todo el tiempo. Si vas a la ferretería de Carmelo y le dices que vas de mi
parte no te van a pedir ni una sola explicación, aunque tu corazón esté lleno de ellas. Una sola acción consciente será suficiente para sanarte.
(Pasaje de la biblia apócrifa presentado como prueba en el caso para la acusación de Julita Roman en el cargo de asesinato)
– Julita, hija mía, tienes el alma en carne viva – comentaba el cura Aurelio en Querubin Radio en una de sus secciones de teléfono abierto – Tu renuncia a abrirte al mundo te mantiene presa en el secreto de tu fe ¿acaso guardas dentro de ti algo vergonzoso? Lo que se retuerce en el fondo
de tu entraña es la quemadura de la sed de compartir la Palabra. ¡Rebosa, rebosa, hija mía!- Un par de semanas después Aurelio negaba ante la juez haber proferido tales sandeces y menos aún
en antena. Escuchar algunas grabaciones del programa convenció a su Señoría de que aquel cura charlatán no usaba su afición radiofónica para desembarcar el fanatismo en las vidas de
los jóvenes sino que se servía de ella como medio de expresión de su suave homoerotismo. Se levantaron los cargos contra él y se le desvinculó del caso. Sin embargo Julita se repetió
las palabras que había oído en su consulta espiritual en Querubín Radio durante toda la noche y a la mañana siguiente se sentía con fuerzas para ampliar sus perímetro religioso. Contactó
con otros «sedientos», otros que también deseaban chorrearse en el mundo. Ni por asomo compartían ideales, ética ni teologías: Pablo y Mónica eran budistas, Ponchito, nietzscheano,
Ana, vagabunda, Emilio, carlista, Sanchita, monja de clausura. Los jueves se reunían en el local de Amanda, comían, bebían y se hacían pactos de cooperación. ¿Fue casualidad que un
par de semanas después de la conversación con el Padre Aurelio la despidieran del trabajo por razones confusas y seguramente triviales? Alguna riña innecesaria con su jefa, un par de retrasos no justificados
o repartir propaganda religiosa traspapelada con los productos de la tienda. Una tienda de comestibles con renombre y porte comercial. De ninguna manera Julita te vas a salir con la tuya, recoge tus cosas y no vuelvas más. Sin embargo Julita conservaba una declaración firmada cediendo el uso del local a su extrabajadora Julia Roma constando claramente que costearía los gastos del mismo y también otros de asuntos
privados de la señorita Roma. Así lo leyó ante la juez que fruncía el ceño ante aquella prueba. Su exjefa no desmintió la carta. La señora Amanda Pineda obtuvo muchos ingresos
gracias al grupo de Cooperación Religiosa y algo más, por eso guardó todo el silencio que le cabía en la boca cuando le preguntó la abogada, ¿Conoce al hombre de la foto, Benjamín Losa?
– Cariño, tu abuela odiaba a su vecino, Benjamín Losa. ¿Lo sabías? – Baba Yaga puso la mano en el hombro de Julita que aguantó un escalofrío,
incluso después de haber pasado medio año en el sanatorio de Villalobos, la caricia de su madre era peor que la de una enfermera con guantes de látex-. Llevaba años haciéndole la vida imposible
a mi madre. Nos contaba que se aprovechaba de su pudor para la venganza y le llenaba el rellano de aceite usado. Imagínate, ¿te acuerdas cuánto odiaba la abuela el olor a boquerones fritos? -su madre esbozó
una media sonrisa muy breve. Por qué sonreiría de esa estúpida manera, se preguntaba Julita. Se lamentó de haber accedido a la visita de su madre en el centro- La policía no hacía
nada, ni con la música de las fiestas de madrugada ni con el coche que aparcaba en su plaza para minusválidos. Algunos calzoncillos sucios habían aparecido ya debajo de su felpudo cuando aquella lunática
mujer se fue a vivir con él. ¿Cómo se llamaba? Francisca, ¿Federica? – frunció los labios mientras miraba con compasión a su hija que no era capaz de contestarle ni una sola frase quizás
por la medicación – Da igual, no te acuerdas pero tu abuela perdió… el sentido de las cosas, la cabeza, completamente oh sí, se dijo Julita, ahora hablará de esa noche en la que oyó llorar
a su madre- Una noche me llamó histérica, yo creo que incluso lloraba -hacía años que no oía llorar a mi madre- gritándome que los vecinos estaban dando golpes a la pared que daba
a su dormitorio, gimiendo, jadeando, insultándose. Decía que se oían manotazos, bofetadas, gritos perturbadores. Cerda, zorra, enano, perro, niñito. Fuimos a recogerla en coche para traerla a casa, pero no recobraba la calma, quería llamar a la policía, a los bomberos,
al cura, al veterinario. Eran adultos, y… ruidosos, pero estaban en su derecho, ¿me entiendes? Pero para ella era imposible de concebir sentir tan cerca la explosión sexual de sus vecinos. – Julita la miró
con reprobación. Estaba disculpándose por la furia de su madre, que tuvo más elocuencia, valentía y carácter que ella en toda su vida. Luego, ya sabes, ocurrió lo del cerdo vietnamita.
Los muy enajenados se compraron un maldito cerdo vietnamita que andaba suelto por donde le venía en gana y chillaba a todas horas. Las cañerías del baño de la abuela empezaron a oler a amoniaco
porque tendrían al cerdo cagando y meando en el plato de ducha, vete tú a saber. El día que Federica llamó a la puerta de mi madre llorando porque habían tenido una pelea por una mesa o un
sillón o algo así, la abuela vio su oportunidad. Nunca imaginé que mi madre fuera capaz de hacer algo así.
– Sí, conocía personalmente al señor Benjamín – le contestó Amanda a la juez. Se presentaba en mi tienda todos los días para hablar conmigo.
Muchas veces me invitó a tomar un café y nunca acepté. Hasta que un día apareció con él su mujer – Amanda se aclaró la garganta como si quisiera desempolvar ese mal recuerdo-.
Parecía muy afectada, lloraba y decía cosas que yo no entendía. Hablaba de revistas de interiorismo, de paletas de colores, qué se yo, una locura. Me has robado mi matrimonio, comenzó a gritar desconsolada. Y entonces sacó un bote de alcohol para curar heridas y un mechero y le prendió fuego a las cortinas
del local. En ese momento apareció Benjamín Losa, sí, sí, el de la foto, solo que cubierto de sangre, incluso la cara. También lloraba y gritaba algo que no llegaba a entender. Luego me fijé
en el bulto que llevaba en los brazos: un cerdo moteado con el cuello rajado y a lengua fuera, toda negra. «La vieja lo ha matado, la vieja, ese horrible demonio ha matado a mi cerdito» Bueno, ni que decir tiene
que tuve que abandonar el negocio, después de aquello nadie venía a comprarme si quiera el pan para la comida. Los de protección animal se llevaron a mi perro. Una triste historia – Amanda miró
a Julita que no había conseguido que le quitaran las esposas para la vista. En sus manos amoratadas agarraba con fuerza la foto de su abuela Carmen – Quisiera añadir algo señora jueza. Carmen Roma era
una gran mujer que siempre supo cuidar de los suyos.
Entonces Julita cerró los ojos y susurró «Amén».
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