El que espera

El que espera

Soneus

16/04/2021

Enciende un fósforo y el pulso le juega una mala pasada, el viaje de la llama hasta la hornalla resulta una travesía interminable. La habitación está casi en penumbras, apenas hilo de luz se cuela por la ventana. Es julio y el frío y la humedad de Buenos Aires no son buena compañía.

De fondo, una voz que sale de la radio combate la soledad que reina en el cuarto, sin embargo no es más que un ruido. Sorbe un mate, el primero, y escupe en la pileta. Abre la canilla para que el agua se lleve la mezcla de agua y saliva que se escurre dejando un surco verdoso. Antes, hace muchos años, ese mate sería el primero de muchísimos. Hoy es el primero de unos pocos que permitió el doctor.

No le gusta sentarse en la mesa, preferiría evitarlo pero sus piernas ya no resisten como antes y no queda opción. Sentado la soledad es doble piensa, mientras pasa su dedo índice por su boca, lo roza con la lengua, y recoge con él las pequeñas migas esparcidas sobre la mesa para llevarlo nuevamente a la boca. Un viaje de ida y vuelta que se repite varias veces.

Se incorpora, puedo ver en su rostro da muestras del esfuerzo que esa tarea requiere, baja dos escalones, apoyando su mano izquierda en la pared, atraviesa la sala de estar con pasos cortos pero rápidos que hacen crujir el piso de pinotea e ingresa a la habitación. Una ráfaga de viento acaricia su rostro, una lágrima cae de su ojo izquierdo. Se detiene a mitad de camino entre la puerta de acceso y el ventanal que da al balcón. Olvidó para qué se había levantado. Camina hacia la ventana y observa como el reflejo del sol avanza lentamente sobre los edificios de la avenida Montes de Oca.

Se cambia y sale del departamento; los tacos de sus zapatos resuenan en el pasillo. Piensa que le gustaría bajar por las escaleras, pero los dolores y la posibilidad de resbalar en los escalones de mármol, esos escalones que alguna vez fueron contrapeso en un barco, lo llevan a apretar el botón del ascensor.

Hace los tres pisos mirando hacia arriba, el techo vidriado deja ver, a través del enrejado que protege la jaula del ascensor, que el cielo está despejado. Cruza el patio interno y nota que hace más frío del que pensaba, rodea su cuello con la bufanda y abrocha todos los botones del gamulán.

Abre, con cierta dificultad, el enorme paño izquierdo de la puerta de salida; impulsadas por una leve corriente de aire dos hojas de plátano se cuelan al interior del edificio. Camina lento y dobla a la izquierda en la calle Uspallata. – Hola Don Jorge -dice una cincuentona que barre la vereda- él responde el saludo y agrega una sonrisa. Llega cansado y se sienta en uno de los bancos de la parte inferior del Parque Lezama. Cierra los ojos y pone su cara al sol que, a pesar de la fresca brisa, calienta sus pómulos.

Del bolsillo izquierdo de su abrigo extrae una bolsa con algunos trozos de pan y lo rompe, pacientemente, arrojando las migas a su alrededor. Minutos más tarde está rodeado de una veintena de palomas que picotean el suelo. Su mirada está fija en un punto, una puerta del otro lado de la avenida Martín García.

Oficina de empleados, reza el cartel sobre el dintel y por ese acceso entran y salen hombres y mujeres. Él observa, mientras arroja trocitos de pan y nada parece inmutarlo.

Cada tanto sale un poco de su mundo y se entretiene viendo gente subir y bajar del colectivo 19 que une los barrios de La boca con Olivos. A lo lejos una decena de niños juegan al fútbol, piensa que a esta altura de la vida sus nietos tendrían la edad de esos niños. Piensa en los hijos que no tuvo y tiene la certeza de que hubieran, de haberse parecido a ella, sido hermosos. Le hubiese gustado que fueran un niño y una niña, en ese orden para que el niño pudiera proteger a su hermana de posibles peligros. Pero no fueron.

Pasado el mediodía una muchacha de rasgos norteños sale del edificio, está radiante y ríe mientras habla con una rubia algunos años menor que ella. Veo como su rostro se ilumina, su mirada se tiñe de melancolía y su pulso vuelve a jugar una mala pasada; el pan cae al piso y las palomas desatan una batalla campal que lo saca de su abstracción.

Cuando por fin vuelve al ahora, mira a su izquierda y piensa que le encantaría caminar hacia el bajo, subir las escaleras y sentarse en uno de los bancos de la glorieta como tantas otras veces.

Se incorpora, esta vez sin tanto esfuerzo, y desanda el camino hacia su casa. Se desvía de la ruta original para comprar pan, un salamín y un pedazo de queso. Intercambia algunas palabras sin demasiada importancia con Marcelo, dueño del almacén, y retoma la marcha.

Camina lento, aunque sin dificultad. Apura un poco el paso en los tramos donde no hay sol, como si huyera de las sombras, la mirada siempre al frente y una especie de sonrisa dibujada en su cara.

Poco antes de las 13 ya está de vuelta en el edificio. Cruza nuevamente el patio interno, ingresa al hall y se detiene frente al ascensor. A su izquierda se oye el chirrido de la puerta de la vivienda del departamento del encargado del edificio, cruzan algunas palabras mientras el ascensor desciende desde el último piso. Habiendo escaleras, el propietario no se hace responsable de cualquier daño sufrido utilizando el ascensor, reza un cartel sobre la puerta de acceso. Jorge desearía poder prescindir de su uso, pero sabe que a esta altura es un anhelo que ya no podrá cumplir.

Deja el abrigo, la bufanda y su sombrero en el perchero y enciende las luces de la sala de estar, ya que a pesar de ser mediodía esa zona de la casa, que ventila hacia un pulmón interno, es bastante oscura.

Limpia los restos de migas que hay sobre la mesa, corta el salamín en fetas perfectamente iguales – lo hace trazando cortes a 45 grados- lo que da por resultado fetas que son casi del tamaño de las rodajas de pan. El queso lo corta en cubos. Abre una botella de vino y se sirve en un vaso, de ser la noche hubiese elegido una copa, pero es mediodia. El queso no es bueno, le falta maduración. Sin embargo el pan y el salamín si lo son, por lo que resulta un almuerzo agradable.

Guarda en la heladera la botella de vino en la que aún queda poco menos de la mitad. Atraviesa lentamente el pasillo que comunica la cocina con las habitaciones que se encuentran al frente del departamento, a su izquierda adornan la pared tres cuadros con imágenes de una catedral y dos de ciudades medievales.

El baño es amplio, un ventanal de importantes dimensiones con orientación al patio interno y una bañera antigua de hierro con patas de aluminio son, sin lugar a dudas, los detalles que resaltan. El piso calcáreo es lindo, aunque está muy percudido. Abre el grifo del agua caliente de la bañera mientras prepara la brocha y la navaja para afeitarse. El vapor inunda lentamente la habilitación dificultando la visión en el espejo. Mira su brazo izquierdo y ensaya un corte en la muñeca con el lomo de navaja, sabe que para hacerlo efectivo y no fallar debe hacerlo de manera transversal. También sabe que no tiene el coraje para acabar con su vida y que, pase lo que pase, su última bocanada de aire será el día que el destino así lo quiera.

Cuando termina de afeitarse la bañera está casi llena, se desnuda y con mucho cuidado se sienta en el borde. Luego, con extrema precaución levanta el pie izquierdo y lo sumerge en el agua caliente. Hace lo mismo con la pierna derecha y lentamente se desliza para dejarse cubrir por completo. La sensación de relax es automática. Con un pequeño esfuerzo más sumerge por completo su cuerpo durante varios segundos deja salir todo el aire de los pulmones por sus fosas nasales y emerge, como un submarino de las profundidades sin abrir los ojos.

Se relaja, siente cada uno de sus músculos una profunda sensación de calma y tranquilidad se apodera de su cuerpo. Piensa en la mujer del parque, imagina cómo sería ella en medio de un baño de inmersión, imagina su cuerpo desnudo y siente como lentamente se hace presente en su cuerpo una muestra de virilidad. La besa, ella se presiona contra su cuerpo, siente sus manos en la nuca, siente su lengua, siente como se agita su respiración. En su ensoñación se ve, los ve y ya no son ellos. Él ya no es quien es, sino quién fue y ella no es ella, ella es Alcira. Y ya no están desnudos.

Yo estoy hermosa, llevo puesto ese vestido verde que tanto me gustaba. Vuelvo caminando sonriente del baño, él está sentado en la sala de estar, en su mano izquierda un sobre que tiembla acompañando el pulso nervioso.

  • ¿Qué es esto? me dice

  • Qué cosa -le respondo-

  • Quién es este tipo y por te qué escribe de esa manera

  • Qué te importa quién es ese tipo y cómo te atreves a revisar mi cartera ya hablamos de este tema muchas veces y creí haber dejado claro que nuestra relación sólo sería posible si dejabas tus celos de lado, te dije una y otra vez y vuelvo a repetirte que no sos el único hombre en mi vida, y nunca vas a serlo.

  • Quién es es maricón – grita alterado

  • Matarías por ser la mitad de hombre que ese maricón -le respondo riendo- ese maricón es un hombre con todas las letras.

  • ¡hija de puta!

Repite la escena, como tantas otras veces lo hizo. Repite la escena y siente una vez más la muerte llenando los espacios. Repite la escena y la recuerda, desnuda, en la bañera. Siente su sangre, mezclada con sus lágrimas, la ira. Siente la locura, presiona sus mandíbulas, se mira. Mira su metamorfosis. Sus manos hundiendo la cuchilla en su cuerpo, su mano izquierda levantando, una y otra vez, la botella de whisky. Ve su cuerpo desmembrado en la bañera. Se ve morir, siente su vida escurrirse con su sangre.

Sabe que lo que vino después ya no tuvo sentido, pero aún así se mira armando paquetes, se ve dejando sus partes en distintos lugares de la ciudad. Se ve arrojando su cabeza al río. Se recuerda en ese tren que lo sacaría de la ciudad, se ve apresado en esa desolada estación de tren. Vuelve a sentir en su cuerpo el frío de todos esos años en la cárcel. Vuelve a sentir el sol en su cara, a respirar libertad.

Ve su mano temblorosa abrir la puerta del departamento, diez años después de haber huido la última vez,  siente la insoportable soledad que puebla cada uno de los rincones del departamento, se ve y se siente nuevamente recostado en la bañera, esa bañera en la que descuartizó a la mujer que amaba y en la que espera que la muerte venga de una buena vez a librarlo de la culpa.

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