Cleo estaba inquieta porque el doctor la había citado solo a ella.
—Su marido tiene Alzheimer en fase incipiente. Probablemente empezó hace uno o dos años, incluso antes. Es difícil saberlo —le dijo el neurólogo.
No estaba preparada para eso. La pena le atenazó la garganta.
—Es demasiado pronto para algo así —dijo con un hilo de voz.
—Mario tiene setenta años —dijo el doctor—. Muchas personas empiezan a mostrar síntomas cuando son bastante más jóvenes.
—Creíamos que sería algo leve. Algo que, quizá, con unas pastillas… Estábamos más preocupados por su próstata y por el colesterol, pero esto… —dijo ella, cubriéndose la cara.
—Bueno, cada caso tiene un pronóstico diferente —siguió el doctor—. En algunos pacientes la enfermedad se cronifica, sin avanzar, con la medicación y con una adecuada estimulación neuronal. Además, ¿quién sabe los progresos médicos que se puedan dar en los años próximos? Si le parece, pondremos en el informe para él algo sobre pérdida leve de memoria. Algo que facilite la colaboración, pero que no lo alarme o no lo deprima.
De vuelta a casa, durante un rato, tomó a pequeños sorbos un té con lágrimas en la cocina. Después del desahogo, Cleo recordó algo de uno de sus viajes con Mario. Una explicación de un guía en la Galería de la Accademia sobre la que a veces pensaba:
“Entre 1502 y 1504 el gran Miguel Ángel esculpió el David que tienen antes sus ojos. Observen que, a diferencia de otros pintores y escultores, eligió el momento justo antes del combate con el gigante Goliat. Vean el ceño fruncido, la determinación, la tensión contenida en el rostro de David. La escultura se erigió en símbolo del poder civil de la República y de la actitud resuelta de los florentinos ante sus poderosos enemigos. Por ello, aunque en principio iba a estar en la Catedral, fue colocada en la Plaza de la Señoría, donde ahora hay una réplica del original que ustedes ven aquí”.
Cleo pensó en su particular gigante Goliat, enarbolando la maza de la enfermedad ante sus narices. Apretó los dientes y se dispuso, con rabia, a hacerle frente. Gritó, aunque estaba sola:
—¡No me lo arrebatarás!
Antes de la jubilación y del confinamiento su marido era un hombre lleno de energía. Los dos trabajaban como profesores de secundaria en el mismo instituto. Él demoró la jubilación hasta los sesenta y ocho para compartir con Cleo más cursos escolares como compañeros. Le llevaba ocho años y a ella aún le quedaban cinco para poder jubilarse.
Con el cese de su actividad laboral el estado de ánimo de Mario sufrió un vuelco. Estuvo deprimido en su primer año de jubilación. Se adueñó de su mente un estrés desconocido, el de una inactividad que le encogía el ánimo. Fue como si pararan de golpe las calderas de una central térmica.
El peor momento de cada semana para él era el lunes, cuando ella salía temprano de casa para irse al instituto. Tenía la sensación de hundirse en la nada. Se demoraba un rato más en la cama leyendo, aunque no podía concentrarse. Sentía la casa desolada y un tiempo vacío y absurdo por delante. Pensaba en la inutilidad de su vida.
Pero todo es susceptible de empeorar. Un año después el Gobierno decretó el primer estado de alarma sanitaria y el confinamiento de la población.
—Esto es mucho peor de lo que me podía imaginar —le dijo un día a Cleo.
—Sí, este maldito virus…
—No, me refiero a la jubilación.
—¿Por qué no lo miras por el lado positivo? Tienes tiempo para cuidarte —dijo ella sin mucha convicción.
—Eso es lo malo. Demasiado tiempo para pensar. La monotonía. He empezado a sentirme como un viejo aburrido.
—Piensa que hay gente que está pasando el aislamiento en apartamentos minúsculos, con vistas a un patio interior. No nos podemos imaginar lo que es eso. Vivimos en un ático con terraza, frente al mar. Tenemos inquietudes culturales. Tienes tus libros, tu música, las series y las películas que vemos juntos.
Una noche de niebla Mario salió a la terraza. Ella lo siguió.
—Te vas a calar con esta humedad. Vámonos para dentro —le dijo, mientras él miraba la nada.
—¿Pero no ves cómo está todo? Parece que haya estallado una bomba de esas que matan a los seres vivos y dejan intacto todo lo demás —dijo Mario.
—¡Ya basta de autocompadecerte! —dijo Cleo—. ¿Te acuerdas de aquella novela que me recomendaste hace años? Se llamaba Libertad. Se me quedó grabada una frase: “Los caminos de la autocompasión son infinitos”. Hay que cambiar esa actitud.
—Dime cómo.
—En cuanto acabe el estado de alarma te vas a Cádiz y después a Madrid, a pasar unos días con cada una de tus hijas. Volveremos al gimnasio, nos apuntaremos otra vez a la academia de baile. Nada de estar todo el santo día solo. Tienes que relacionarte con otras personas, no solo conmigo. Estar activo y olvidarte del maldito trabajo. El trabajo no es más que una puta maldición bíblica, ¿vale?
—Vale, pero necesito asimilar todo esto. Esta edad es terrible —dijo Mario—. Es como la adolescencia, pero en plan chungo. Es verdad lo que dices, tenemos tiempo, pero cuando eres joven tienes esa alegría de pensar que la vida es eterna y ahora piensas en que esto se acaba pronto.
—¡Ja! —dijo ella—. Lo que me faltaba. Niños y adolescentes. Solo tienen sensaciones nuevas y tiempo por delante. ¿No has visto como muchas veces se aburren? Nosotros tenemos más mundo interior y tú además tienes todo el tiempo para ti.
—No te merezco. Eres un sol —dijo él.
—Mira, Mario, esto pasa rápido. Cuando se acaba, se acaba y hay que disfrutar los placeres de estar vivo. No me hables más de cosas de viejos, ¿vale? Siempre me encandiló de ti lo pícaro y lo gamberrillo que eras. No lo pierdas. No podemos hablarnos a nosotros mismos como si fuéramos unos viejos porque terminaremos creyendo que lo somos.
Cleo recordó ante su té salado el momento en que la primera señal la alarmó de verdad. En el encierro obligado se imponían realizar alguna actividad física cada día. Con frecuencia unas tablas de ejercicio. Una tarde ella sugirió bailar.
—No hay espacio suficiente en el salón —dijo él.
—Sí, si hacemos los pasos cortitos —respondió ella.
Pusieron canciones variadas: un bolero, una rumba cubana, un vals inglés, un jive. Pero a él parecían habérsele olvidado las figuras y coreografías. Era incapaz de recordarlas y marcarlas correctamente. Solo recordaba el paso básico de cada estilo. A veces lo disimulaba haciendo payasadas. Ella se enfadó un poco:
—¿Quieres prestar atención?
—La pongo, pero es que esto del baile no se me da. Soy muy ortopédico —dijo él.
—Déjate de chorradas. Hace pocos meses lo hacías estupendamente.
—Pero es porque nos lo recordaban en las clases y lo repasábamos. Por mucho que me estrujo la cabeza no puedo estar pendiente de todo: el ritmo, la coordinación, las marcas, los giros.
Cleo puso videos de YouTube para que él recordara pasos y figuras, pero todo era en vano.
Ella empezó a observar otros lapsus de memoria y de lenguaje de su marido en los que antes no había reparado. Le preocupaba y no paró hasta que lo llevó al neurólogo.
Cuando se enamoraron, ambos estaban casados. Él tenía dos hijas y ella libró una dura lucha contra la culpa. Fue un proceso difícil. Hubo que deshacer dos matrimonios antes de abrochar el suyo, pero finalmente todo fue bien. Ya llevaban casados casi veinte años. Los mejores de sus vidas. Pero ella estaba dispuesta a arañar unos cuantos años más de felicidad para los dos. Presta a luchar contra el gigante del Alzheimer.
Miró los posos del té, como si estudiara en ellos el futuro. Se levantó impetuosamente y fue al desván. Sacó dos cajas llenas de fotografías antiguas totalmente desordenadas. Pidió doce álbumes por Amazon y un día después, con mucha paciencia, empezó a ordenarlas cronológicamente y a colocarlas. Después seleccionó unos cientos de fotografías de los miles que habían ido almacenando en el ordenador y en los móviles desde 2007. Pidió más álbumes. Copió su selección de fotos digitales en un pendrive y se las pasaron a papel en un centro comercial.
Después vino la jugada maestra. Recopiló todas las cintas VHSc y MiniDV. Ochenta y cinco cintas. De treinta y de sesenta minutos. Más de cincuenta horas de película. La mayoría nunca habían sido vistas. Ahora no tenían ningún antiguo reproductor para ponerlas. Las envió a una empresa especializada. Tres semanas después las tenía de vuelta en un disco duro externo, digitalizadas y listas para ver en la tele o en el ordenador. Con ellas se enfrentaría a la invasión de la amnesia.
Mario respondió entusiasmado. Cada día, con el café de la tarde, Cleo y él repasaban fotos y alguna película familiar. Él llamaba episodio a cada una de ellas, como si se tratara de una serie. Ella se obligaba a comentar todo lo que veían para que él también se esforzara y aprendiera a recordarlo.Cuando los vacunaron contra la COVID retomaron el baile en la academia. Cleo llevaba el ritmo en la sangre. Devanándose los sesos para que el Alzheimer no limitara sus actividades, dio con la solución:
—Siempre te estás quejando de lo difícil que es el papel de hombre en el baile —le dijo antes de proponerle volver a la academia—. Vamos a hacer una cosa. Déjame a mí, a partir de ahora, que haga de líder y haz tú de follower.
Aunque él se quejó un poco por cuestiones de roles de género, al final aceptó. Fue un bálsamo mágico. Concentrado en los pasos, que mecanizó a la perfección, Mario aprendió a seguir las marcas de Cleo. Disfrutaba de ser llevado, de sentir el ritmo y la música mientras ella tomaba la iniciativa y tiraba de memoria. Ese verano se regalaron un crucero por las Islas Griegas como una segunda luna de miel tras la vacunación. Nunca olvidarían Atenas, Mikonos, Santorini, ni los bailes de cada noche en el salón Vintage del barco.
Se pusieron en forma y ella observaba que el deterioro mental en él se detenía, al tiempo que su libido se avivaba, aunque a veces necesitara el suplemento de una pastillita azul. No todo era malo en el incipiente Alzheimer: cuando se desnudaba ante él, Mario la miraba gratamente sorprendido. Se le marcaban los hoyuelos que tanto le gustaban a ella y se la comía con los ojos. Como cuando se conocieron.
—Si te calificaran como hacían con las películas de antes —le decía Mario— tu serías Apta para todos los públicos. Estás para gustar igual a uno de sesenta que a uno de treinta. Estás de rechupete.
Un día Mario la miró con dulzura, la besó y le dijo:
—Gracias, mi amor.
—¿Por qué? —dijo ella, sonriendo.
—Te podría decir muchas cosas, pero ya sabes la mala memoria que tengo últimamente —salió él del paso—. Gracias por hacerme tan feliz.
Ya han pasado diez años desde que Goliat se plantó amenazante frente a Cleo. Una década gloriosa sin que el gigante se haya atrevido a dar un solo paso. ¿Durante cuánto tiempo más podrá mantenerlo a raya? Cleo se acuerda del David de Miguel Ángel y continúa igual de concentrada. ¿No es acaso el amor un estado de atención especial?
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