Bajo la protección de una noche sin luna, una figura caminaba por las oscuras calles de Londres, iluminadas por unos pequeños farolillos que eran apagados por las ráfagas de viento procedentes del puerto, ese puerto en el que, en alguna ocasión un barco pirata bajo bandera inglesa atracaba para conseguir provisiones, asaltar tabernas y burdeles. Los borrachos caminaban sin rumbo, con botellas de ron en la mano, miraban la sombra que se movía entre ellos, vestida con una elegante capa negra provista de una capucha con bordados plateados que ocultaba su rostro, como si del ángel de la muerte se tratara. Cada vez que pasaba por delante de una de las tabernas, la música y los gritos de los hombres peleando inundaban sus oídos, pero a medida que se adentraba en la ciudad, esos sonidos se hacían más extraños y se reemplazaron por el silencio, únicamente perturbado por el ruido de sus pasos.

Tras una breve caminata por las desiertas y oscuras calles, se detuvo frente a una casa, una gran casa de dos pisos, con una puerta señorial y grandes ventanales. Era la mansión de la mano derecha del gobernador de la isla de Tórtola, aquel hombre que le había hecho la vida imposible durante algo más de un año.Examinó la fachada, buscando un lugar por el que colarse en la residencia y averiguar dónde se encontraba ese hombre para clavarle un puñal hasta atravesar su corazón. Pero el sonido de las botas chapoteando en los charcos le distrajo de su misión, tal vez sería un vagabundo o una prostituta. Se dió la vuelta mientras deslizaba el puñal que tenía escondido en las amplias mangas de la túnica. Una veintena de piratas le habían rodeado y amenazaban su vida con las afiladas espadas, que de vez en cuando reflejaban la tenue luz de las farolas. Armado únicamente con aquel cuchillo, cuyo destino era clavarse en el pecho del propietario de la mansión y no en el de un vulgar pirata, se tiró sobre uno de sus atacantes, pero antes siquiera de rozarlo un golpe en la cabeza le hizo perder el conocimiento y caer al suelo.

Dos de los hombres agarraron a la figura por los brazos y lo arrastraron por las calles oscuras y desamparadas, encharcadas por la lluvia de hacía tan solo unas horas. Llegaron al muelle del río donde un barco oscuro se mecía con los suaves movimientos del agua y las velas negras ondeaban con la brisa. El navío, sombrío y tenebroso, tenía tallado en el mascarón de proa la imagen del cuarto jinete con el rostro tapado por una caperuza, pero no lo suficiente para impedir ver su macabra sonrisa, empuñando una guadaña alzada hacia el cielo, amenazando a todo aquel que osase desafiarlo.

Los piratas arrastraron a su preso por un tablón de madera vieja que conectaba el muelle y la cubierta del barco. Crujía y se hundía bajo el peso de los hombres. Cuando todos hubieron pasado el leño, éste cayó al agua, los cabos que sujetaban la embarcación al muelle fueron cortados con diligencia con la orden del capitán. Un hombre alto, vestido con ropas oscuras y un gran sombrero en la cabeza, del mismo color que la noche; con una pluma, una pluma roja como la sangre de sus víctimas, que todavía bañaba el suelo de aquel navío que se mecía con las suaves olas y se alejaba del puerto londinense, donde habían atracado por impulso, uno tal vez suicida.

El capitán bajó a cubierta desde el castillo de popa, dejando a otro hombre encargado del timón. Los piratas que llevaban al preso, ahora despierto pero desorientado, lo dejaron de rodillas a los pies de su superior.

  • – ¿Por qué habéis traído a alguien con vosotros? Pensaba que estaríais en las tabernas, agotando las existencias de ron, o en algún prostíbulo. No me es necesario ningún preso, matadlo.- La sangre del encapuchado se congeló al escuchar esas despiadadas palabras.
  • – Le encontramos merodeando cerca de la casa de Boots.

Respondió uno de los marineros a modo de justificación, pero ésto no libró de la pena de muerte al desconocido. Le sujetaron de nuevo de los brazos, no sin oposición por su parte, pero un simple gesto del capitán los hizo parar, algo de esa persona había llamado su atención.

  • – Levantaos y decidme vuestro nombre.

Se alzó, quedando erguido frente al capitán, que era una cabeza más alto que él. El silencio se instauró en la cubierta y sólo se interrumpió con el sonido de las olas rompiendo en el tajamar.

  • – ¡Os he preguntado por vuestro nombre!- Pero permaneció en silencio.
  • – ¡Parece que tenemos un hombre sin lengua a bordo!

La tripulación rió con ganas hasta que la dura mirada de ojos verdes, escondida bajo el sombrero, se posó de nuevo en el preso. Harto del comportamiento de éste, el capitán alzó la mano con la intención de retirar la capucha que ocultaba por completo el rostro de la persona que tenía delante. Una mano enguantada sujetó la robusta muñeca, pero con un golpe seco se deshizo del agarre y retiró la capucha de un tirón. Todos los que estaban en el barco contuvieron el aliento y se quedaron observando durante unos segundos, sin terminar de asimilar lo que habían descubierto.

  • – ¡Una mujer!

Eran las palabras que se movían de boca en boca, excepto en la del superior, que la miraba en ocasiones con curiosidad y en otras con lujuria, pues aquella noche había sido la primera en tierra después de mucho tiempo navegando. Una mujer alta, con la tez no demasiado tostada, cabellos largos y rizados del color del azabache; ojos grises, fríos y calculadores dirigieron una rápida y disimulada mirada al sable del capitán, colgado en su cinturón de armas.

BLAKE

Esto no tenía que haber pasado, no estaba en ninguno de mis posibles planes, mi imaginación no había alcanzado esta extraña posibilidad. Atracamos en Londres para asesinar Boots, para saciar al fin mi sed de venganza, retenida durante tantos años, y que tantas situaciones fantasiosas había provocado, había noches incluso en las que soñaba con degollar a aquel malnacido. Era posible que después de ello bebieramos hasta la embriaguez en la taberna más cercana al puerto, y que antes del amanecer partiésemos rumbo de nuevo al Mar Caribe.

Pero ahora, ahora no sabía que hacer, me había quedado bloqueado, pues nada de esto estaba en mis planes, no pretendía embarcar a nadie, y menos una mujer, pero no podíamos dejarla de nuevo en tierra, me negaba a volver a allí, pues nos guiamos por mi impulsos y mi sed de sangre. Tal vez tirarla por la borda sería una buena opción, pero no quería que se ahogara, sería desperdiciar un bello ejemplar; pero una mujer a bordo era de mal fario. Podría quedarse en el barco, ayudar en la cocina y hacer algún que otro trabajo extra, era guapa y atractiva, no se podía negar pues tan solo hacía falta un vistazo para darse cuenta de ello, y el que dijera lo contrario estaba ciego. Además, por la forma en la que mis hombres la miraban estaba seguro de que estarían más que encantados de estar con ella en privado.

Ví cómo movía su mano hacia la empuñadura de mi espada, y aunque intenté anteponerme a sus actos, mis brazos no respondieron a mis órdenes. Cuando su mano enguantada se cerró sobre el frío metal de mi espada el tiempo, que hasta aquel momento parecía haberse ralentizado, volvió a la normalidad y el letal acero ya estaba sobre mi cuello. Una glacial sonrisa asomó por sus finos labios, sus gélidos ojos ardían por el odio que me profesa o tal vez era miedo enmascarado en valentía. No dudé de que la chica tenía agallas, atacarme a mí, el capitán del barco y pensar que iba a salir ilesa. No era en absoluto probable que hubiera sostenido un sable en su vida, y pretendía enfrentarse a mí y a toda la tripulación, porque ellos no se iban a quedar quietos mirando como una niñata intentaba sostener una espada.

Empezando por Darren Truyen, un hombre de origen belga, alto, de pelo rubio aunque rapado recientemente, y ojos oscuros; en definitiva, mi segundo de abordo; todos sacaron las armas y amenazaron a la joven con pistolas, espadas, leños o barriles. Abrumada por la situación belicosa, se giró un segundo para recorrer con la mirada el lugar hostil y las armas que la apuntaban. Aproveché ese ridículo instante para arrebatarle la espada a uno de mis marineros, y antes de que me volviera a mirar ya tenía la punta del sable en su garganta. Aguardé un instante esperando ver cómo reaccionaba ante el frío metal sobre su piel, pero sucedió algo que no podría esperar. ¡Estaba tranquila, incluso una leve sonrisa salió de sus labios!

Retrocedió un par de pasos y cruzó su espada con la mía, caminamos describiendo un círculo uno enfrente del otro separados por los filos entrecruzados. Hice un par de movimientos que supo esquivar con más facilidad de la que me esperaba, tal vez me precipité al pensar que no había sostenido nunca un arma en sus manos. La probé durante unos minutos, me divertí comprobando que su forma de luchar no era tan mala y que realmente sabía lo que se hacía. Cuando me cansé de jugar con ella coloqué mi pie tras el suyo provocando que tropezara y cayera al suelo.

  • – Nadie dijo que fuera a ser una pelea justa. Los piratas no solemos jugar limpio, siempre tenemos un as guardado en la manga.

Estaba extrañamente hermosa tendida sobre la madera oscura de mi navío, con los cabellos del mismo color esparcidos por ella; extasiada, su pecho subía y bajaba con cada respiración acelerada, pero con la misma mirada de desafío del principio.

Realmente quería besarla, sabía que era una idea descabellada, pero finalmente mi ego venció a mi razón y me incliné sobre ella, soltando la espada y mirándola a los ojos con sorna. Si en ese instante me hubiera podido matar con la mirada me hubiera carbonizado y mis cenizas hubieran quedado disueltas en el mar. Tan solo me quedaban unos centímetros, podía incluso sentir su aliento en mi rostro, no podía huir. La punta de mi nariz rozó la suya y un escalofrío recorrió su cuerpo, y por un instante me pareció ver temor en su rostro. La brisa mecía mis cabellos y el asqueroso olor del río Támesis perforaba mi nariz. Me quedé paralizado, observándola detenidamente, contemplando su semblante y sus espectrales ojos. Por todo el navío flotaba una nube de misterio, intriga e impaciencia, era incluso capaz de escuchar las conversaciones de los marineros que hablaban en susurros, inquietos y deseosos de conocer el veredicto final. Estaba tan distraído con los murmullos de los hombres y tan ensimismado en cada pequeño detalle de su rostro que no me dí cuenta de que había colocado sus pies en mi pecho y no tardó en empujarme. Me levanté con el impuso pero perdí el equilibrio y a punto estuve de caer al suelo tendido panza arriba como un gato o una mísera cucaracha, sin embargo terminé chocando con el palo mayor.

Los labios me ardían de deseo, mi cabeza se había llenado de imágenes que ahora quemaban en mi boca, fantasías incompletas escocían en algún rincón de mi mente. La había subestimado al juzgarla como una pequeña e inofensiva gatita, se asemejaba más al carácter de una bestia enfurecida.

Rauda, recogió las armas, aún tendidas en el suelo, y con un ágil movimiento se colocó frente a mí con las espadas cruzadas en mi cuello, y yo me había quedado sin ases en la manga, tan solo me quedaba un grupo de piratas atontados. En aquel momento fui capaz de leer sus pensamientos, no me tenía miedo, pensaba que era un pirata de poca monta, pues había sido capaz de vencerme; sí, creía que me había vencido, pero qué estúpida al pensar aquello cuando estaba rodeada de hombres que no la dejarían salir del barco con vida. Una sonrisa de satisfacción y arrogancia se había posado en su boca, un gesto muy acorde con sus delirios.

Mientras las espadas seguían en mi cuellos buscaba entre la multitud a Darren para pedirle ayuda, pero como él, todos miraban atónitos la escena. ¡Una mujer había vencido a su capitán, al hombre que supuestamente respetaban y que era temido en todos los mares! Me costaría que olvidasen esto.

Antes de que Darren pudiera reaccionar o salir del mundo en el que se había encerrado, ví al joven cocinero acercarse, armado con un tonel y dispuesto a dejar inconsciente a la joven. Me divirtió ver cómo James se aproximaba y que ella, pobre inocente, no comprendía a qué venía mi sonrisa. Justo en el momento en el que abrió la boca para decir algo el barril impactó en su cabeza y sus ojos se tornaron blancos, las espadas cayeron al suelo con un repiqueteo metálico y finalmente se desplomó, aunque fui capaz de sujetarle antes de que cayera al suelo. Pobre niña perdida, estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado, no tendrías que estar aquí, rodeada de, posiblemente, los piratas más temidos de su tiempo.

SINOPSIS

Odio, venganza, amor, piratería y oro, sobretodo oro, son los pilares que mueven esta historia, pues el rencor y la sed de sangre son los sentimientos que llevan a los protagonistas a toparse en las oscuras calles de Londres, con el objetivo de matar a Matthew Boots.

A lo largo del tiempo la relación entre ambos, que comienza siendo la de un preso con su captor, se va haciendo cada vez más estrecha, pero la desconfianza que sienten el uno por el otro raya, en ocasiones, el odio.

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