“El tamaño medio de un átomo es de una diezmillonésima de milímetro, es decir, un millón de átomos situados en fila constituirían el grosor de un cabello humano”. Aquella aseveración que Iker leyó en el libro de física y química de la Enciclopedia del Estudiante, le abrió la puerta al maravilloso mundo de la física moderna. Más tarde, cumplidos los 14 años, se adentraría en la física cuántica por su curiosidad sobre el comportamiento de partículas y sistemas microscópicos para, finalmente, entregarse de lleno a la física relativista. A esa edad juvenil, Iker era ya un completo apasionado del movimiento de objetos a la velocidad de la luz y el efecto de estas velocidades sobre la masa, la longitud, el tiempo y la energía.

Descubrió entonces las posibilidades de una ciencia apasionante y misteriosa y decidió que la física relativista sería la que estudiaría cuando llegara a la universidad. Aún quedaban varios años para eso, pero él ya se veía charlando con Albert Einstein sobre su Teoría de la Relatividad General en la Academia de Prusia o discutiendo con Isaac Newton en la Universidad de Cambridge acerca de las leyes fundamentales de la dinámica y la ley de gravitación universal.

Se imaginaba también tomando el sol en una tumbona del Hyde Park con Stephen Hawking, hablando de teoremas respecto a las singularidades espacio temporales en el marco de la relatividad general o la predicción teórica de que los agujeros negros emiten radiación. Y también se imaginaba como alumno en una de las clases del físico austriaco Erwin Schrodinger, sobre mecánica cuántica y termodinámica en el Instituto de Estudios Avanzados de Dublín. Para él eran posibilidades ciertas con las que disfrutaba cada noche metido entre las cálidas sábanas de su cama, después de que su madre le diera el beso de buenas noches.

Se decía a sí mismo todos los días, que su curiosidad debía ser saciada con teorías tan asombrosas como la tele transportación, la cosmología teórica del universo temprano o las ondas gravitacionales. Ese submundo fantástico consiguió que su atención deambulara por excentricidades propias de su personalidad seudocientífica, aún muy primaria en los inicios de su pubescencia, pero con un gran componente teórico, centrado en la física relativista y adquirido con empeño durante su etapa infantil, renunciando con ello a una niñez de juego y risas que, en buena lógica, debería haber compartido con otros chicos de su edad. Esta circunstancia o más bien, este delirio por la ciencia, no le ayudó en su anhelo de encontrar amistades con otros niños de su edad porque apenas existieron para él, a excepción de sus dos amigos y compañeros de colegio.

Se interesó primero por la teoría de la relatividad general de Einstein, en una especie de sinfonía del universo, porque su desarrollado intelecto, muy avanzado para su temprana edad, pretendía comprender cómo los objetos acelerados que se propagan por todo el universo, producen distorsiones del espacio-tiempo, lo que los científicos denominan ondas gravitacionales.

Cuando más tarde, ya con la pubertad casi superada, esas ondas procedentes de una fusión de dos agujeros negros se detectaron por primera vez, Iker soltó un ¡¡¡CLARO!!! tan definitorio y tan convencido, que dio por sentadas las distorsiones mucho antes de que el experimento del Observatorio de Ondas Gravitacionales por Inter Ferometría Láser (LIGO), lo demostrara.

  • – Si me hubieran preguntado –se decía sonriendo.

A menudo pensaba que le gustaría estar cerca de dos agujeros negros en colisión, para comprobar cómo su cuerpo se estiraría como un chicle hasta quedar destrozado, cómo las ondas ensancharían su cuerpo en una dirección y lo alargarían en otra, viajando por todo el espacio a la velocidad de la luz. Sonreía pícaramente contemplando su distorsionada visión y lo que disfrutaría viviendo ese instante, esa diezmillonésima parte de un segundo. Poco tiempo era, ciertamente, pero a él le parecía una eternidad vivir esa impresionante experiencia. Valdría la pena vivirlo de esa manera.

En esa experiencia imposible, Iker trataba de imaginar el entorno: cómo las ondas gravitacionales nos dan información muy diferente a la que nos da la luz, ya que nada absorbe o refleja las ondas. Se imaginaba viendo a través de los objetos que se encuentran entre la Tierra y el otro extremo del universo.

Su pasión por Einstein y su teoría de la relatividad general le llevaba a hacerse preguntas que había leído en sus libros y los chats científicos de Internet que visitaba con frecuencia: ¿Cómo se forman los agujeros negros? ¿Es la relatividad general la descripción correcta de la gravedad? ¿Cómo se comporta la materia bajo las condiciones extremas de temperatura y presión, como las que existen en las estrellas de neutrones y las supernovas? ¿Podemos visualizar el concepto de la curvatura del espacio-tiempo?

Esta última pregunta le hacía sonreír pensando en el viejo Einstein:

  • – ¡Qué listo era el Profesor!

En sus pensamientos, se veía junto al científico alemán compartiendo una cerveza y riendo las gracias que a ambos se les ocurrían, acerca de cualquiera de los temas que a Iker le apasionaban.

  • – Si no fuera por ti, Albert, los navegadores GPS actuales estarían equivocándose a cada paso y nuestros coches nos llevarían por carreteras equivocadas.

Iker se imaginaba a su padre enfadándose a cada momento porque el GPS de su Range Rover blanco no tendría en cuenta el efecto, pequeñísimo pero medible, que la curvatura del espacio-tiempo tiene sobre la señal que el dispositivo recibe de los satélites.

  • – Es como si el espacio le dice a la materia cómo moverse y la materia le dice al espacio cómo curvarse –pensaba Iker en sus cavilaciones con el Profesor.

Su mundo interior vagaba, a su manera, por la inmensidad del universo haciendo interpretaciones de afamados científicos. También procuraba entretenerse en su habitación navegando incansablemente por internet. Consumía varias horas cada día visitando páginas de todos los estilos y temáticas. Por supuesto que visitaba páginas científicas que tenían que ver con la física cuántica, pero también intentaba relajarse viendo series divertidas de televisión. Esta práctica le servía para después comentar con los compañeros de clase, que aceptaban su presencia a regañadientes, las reacciones de los personajes.

Cuando era niño, la relación que mantenía Iker con sus amigos llegaba a ser tortuosa en muchas ocasiones. Le consideraban un niño extraño por su comportamiento inusual. En el patio del colegio, en lugar de jugar al rescate, al fútbol, al escondite o a otros juegos que requerían movimiento, intensidad o competitividad, Iker se empeñaba en pedir cada día a sus compañeros que pusieran a prueba su facilidad matemática. Ésta consistía en desarrollar ejercicios mentales de sumas, restas, multiplicaciones, divisiones, quebrados e incluso raíces cuadradas, en un intento monótono y continuado de demostración. Obviamente, los niños de su edad acababan aburriéndose cuando Iker acertaba cada desarrollo por difícil, largo y complicado que fuera. La crueldad infantil no tiene límites cuando se trata de excluir del grupo a un superdotado que no participa de los juegos afines. Así, Iker se veía abrumado en su soledad, únicamente acompañado por quienes se aproximaban a entender su compleja personalidad.

En los últimos años de colegio, Iker era a veces extravagante por su deriva hacia teorías científicas, a veces cortante por su insistencia en los temas, siempre extraño por su modo de ver la vida y de difícil acceso para muchachos y muchachas de su edad, que sólo buscaban la broma, la risa y el juego entre adolescentes.

La mentalidad de Iker no aceptaba interpretaciones que no encajaran en situaciones irónicas o de frases hechas. Su cerebro estaba acostumbrado, desde niño, a interpretar literalmente lo que oía. Sus padres tenían mucho cuidado cuando Iker tenía unos pocos años, de decirle u ordenarle cosas que su cerebro no era capaz de interpretar en sentido práctico. Una orden como “ya está tu desayuno Iker, pega un salto a la cocina”, corría el riesgo de ser interpretada por el muchacho como un “tírate por la escalera” y traducirse en un porrazo desde lo alto de la planta alta del chalet pareado familiar donde tenía su habitación. Por eso, ambos progenitores se tomaron muy en serio las recomendaciones de Orestes, el psicólogo que había seguido la evolución del chico desde casi su nacimiento.

Cuando acabó la Educación Secundaria Obligatoria, Iker decidió cambiar el colegio de los Maristas por un instituto público. Pensaba que debía cambiar de aires para ser un poco más autónomo y, sobre todo, cambiar los compañeros e intentar que le aceptaran en el nuevo centro educativo. Fue una decisión suya que, por supuesto, consultó con sus padres, pero les advirtió que estaba decidido a dar el paso. A Celia, su madre, no le gustó nada la decisión.

  • – Pero hijo, ¿vas a dejar el colegio después de 10 años? En los Maristas tienes todos tus amigos. ¿De verdad que lo has pensado bien?
  • – Mamá, el cambio me obligará a dejar el barrio y entrar de lleno en la gran ciudad. Además, al ser un instituto de Excelencia Académica, conoceré nueva gente parecida a mí y dejaré de soportar a los graciosos que nunca me han entendido.

En el nuevo instituto Iker tuvo la oportunidad de renovar sus amistades. Atrás quedaron los amigos y amigas del Colegio Maristas San Fernando, todos buenos chicos para Iker pero con los que se había sentido un incomprendido. Exceptuando a Clara y a Ramón, los demás le habían tratado, unos como un extraño, otros como un bicho raro, los más como un enchufado del profesorado y todos, como un excéntrico. Con ese escenario dañino, Iker pensó que su salida del Maristas era la mejor opción a pesar de que su madre no estaría de acuerdo, como finalmente, no lo estuvo.

Al principio, todo funcionó bien en el nuevo Instituto Martínez Montañés de Bachillerato de Excelencia. Iker se integró con facilidad en el grupo de 28 alumnos que formaban la clase, todos ellos de alta capacidad intelectual y rendimiento escolar. Jóvenes superdotados con calificaciones medias en educación secundaria que superaban, en su mayoría, el nueve. En el grupo había chicos y chicas inteligentes, que mostraban actitudes normales y con muy buena educación, pero también abundaban hiperactivos, con trastornos del comportamiento que tenían que ver con problemas de concentración, chicos que no terminan lo que empiezan, que les cuesta guardar el turno de palabra, que interrumpen conversaciones, que hablan en exceso, que manifiestan desatención ante lo que no les interesa, que demuestran desorden … No obstante, esa fauna que abundaba en el grupo al que acababa de llegar, le pareció divertida y diferente a todo lo que había experimentado hasta ese momento en los Maristas y la aceptó de buen grado.

Necesitaba ir a lugares tranquilos porque sus sentidos eran más agudos que los de cualquier persona normal. Una sobrecarga de sonidos bloqueaba su cerebro y quedaba paralizado, sin respuestas. Se hacía necesario que, en sus relaciones sociales, sus interlocutores comprendieran ese extremo, tuvieran paciencia e iniciaran una nueva conversación o continuaran la que tenían antes del shock. No conocerlo significaba, en muchos casos, el fracaso de la relación.

Otro aspecto que era sumamente complicado para Iker era el lenguaje gestual de los demás. Cuando esto ocurría, le pedía a su interlocutor que le dijera eso mismo, pero en lugar de hacerlo con gestos, que lo hiciera con palabras.

Su Asperger presentaba un pensar lógico, concreto e hiperrealista. Su discapacidad no saltaba a la vista, parecía una persona completamente normal. Esa discapacidad sólo se manifestaba con comportamientos sociales inadecuados, que sólo sus padres y Orestes, sabían interpretar correctamente.

Entre el peculiar grupo de estudiantes del curso se encontraba una muchacha llamada Sandra. Menuda, risueña, inteligente, Iker había captado enseguida su facilidad de interacción con ella, algo que era una novedad tan satisfactoria que decidió sincerarse y alcanzar una confianza que nunca antes había sentido.

Tanto se exigió a sí mismo para captar la atención de Sandra que, en pocas semanas, cruzó la línea que separa la amistad para adentrarse, tímidamente, en un sentimiento supuestamente amoroso hacia Sandra. A sus 17 años recién cumplidos, era la primera vez que Iker cruzaba esa raya y disfrutaba de ese sentimiento, hasta ahora inexplorado. Ella le apreciaba, sentía cariño y respeto por él, se divertía con sus dislocadas interpretaciones, a veces disparatadas y llenas de ingenio, pero su sentimiento no pasaba, ni pasaría nunca, de lo que una persona siente por un amigo querido. Además, Sandra llevaba varios meses saliendo con un chico y no tenía intención de romper esa relación.

Los encuentros de la extraña pareja fuera del instituto a veces eran gloriosos. Solían verse a tomar café y chocolate con churros en el bar El Comercio, rodeados de vistosas paredes de ladrillo, sentados en mesas de forja con mármoles añejos, en un exquisito ambiente para unas charlas, a veces, complicadas.

Iker no entendía de ironías y aquella muchachita adolescente había soltado varias durante una de las tardes que decidieron verse en El Comercio. Por más que intentaba interpretar la primera de ellas, “no te tires que no hay agua”, no conseguía explicarse la lógica de tan rebuscada expresión. Su raciocinio le decía que si el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española admite nada menos que 39 acepciones para definir el verbo “tirar”, su cerebro se preguntaba a la velocidad de la luz ¿cuál debo aceptar para relacionarla con que “no hay agua”? Quizá esté diciendo que quiere agua, pensaba Iker para sus adentros. ¡Pero qué tontería! se respondía a continuación, para eso me hubiera dicho “dame un vaso de agua”.

Al final, cuando Iker trataba de dar respuesta sin conseguirlo a este tipo de cuestiones, siempre concluía que su padre tenía razón cuando hacía mención de la célebre frase de Oscar Wilde: “las mujeres han sido hechas para ser amadas, no para ser comprendidas”.

En otra ocasión, después de haber pasado la tarde con Sandra en la cafetería del Club de Tenis, Marcos le preguntó por el sitio donde habían estado antes de entrar a hablar sobre el contenido de la velada. La respuesta de Iker se ciñó a enumerar todos los elementos cuantificables que había visto en las instalaciones:

  • – Me ha gustado mucho. El color dominante era el verde, mi color favorito. Nos sentamos junto a una de las ocho ventanas del local, donde podíamos ver las doce canchas de tenis y los 34 jugadores que estaban jugando en ese momento, 12 mujeres y 22 hombres. En la siguiente hora bajó a 26 jugadores, ocho mujeres y 18 hombres. Se ve que es un deporte mayoritariamente de hombres.
  • – No es eso hijo, es que ha coincidido así -le contestaba su padre con infinita paciencia.
  • – Ya, entiendo. El salón era agradable. Apenas había ruido. He contado 38 lámparas que colgaban del techo. De las 17 mesas hemos elegido la número 14 y nos hemos sentado en dos sillas acolchadas de las 68 que había. En cada mesa había una vela encendida, excepto en dos de ellas, lo que hace un total de 15 velas encendidas que daban un ambiente muy íntimo, precisamente lo que yo buscaba para estar con Sandra.
  • – Ya hijo, no me hables del mobiliario, háblame de la gente que había en el salón -le volvía a interrumpir su padre.
  • – Cuando llegamos, en el salón había, contando a las camareras, 23 mujeres, 11 hombres y 9 niños, aunque esas cifras fueron cambiando más tarde. ¿Te digo cuántas personas entraron y salieron durante la hora y 38 minutos que estuvimos allí?
  • – No hijo, prefiero que me cuentes lo que habéis hablado Sandra y tú -le decía Marcos, desesperado, tratando de derivar la conversación a asuntos de contenido esencial en la vida de su hijo.

Cuando en casa se daban este tipo de conversaciones, Celia procuraba cortarlas de raíz y le recriminaba a Marcos un paternalismo que no tenía sentido, basado en una paciencia irracional. No lo soportaba. Ella prefería no forzar a Iker a relatar sus vivencias antes que procurar que se extendiese en divagaciones absurdas.


SINOPSIS

“Corazón de ámbar” es una historia de superación de Iker, un muchacho sevillano que sufre síndrome de Asperger. La novela cuenta los problemas de salud que presenta el protagonista desde su concepción, parto y primeros meses de vida, así como los problemas de socialización durante la infancia, pubertad y juventud. Sus padres hacen de escudo protector con infinita paciencia y dedicación.

Iker tiene un coeficiente intelectual muy elevado y, en un principio, se interesa por la física moderna, las matemáticas y la robótica. Internet le proporciona un saber extraordinario en esas materias. Inventa personajes imaginarios que le van acompañando en su vida a medida que van transformándose los escenarios en los que se mueve.

Cuando comienza la universidad conoce a una chica que será su compañera. Ambos viven una historia de amor basada en el mutuo respeto, la coincidencia en los gustos intelectuales y el acompañamiento en el drama que sufre la familia de Iker cuando el padre entra en coma por el ataque de un mafioso italiano que le acusa a él y a su ayudante, de haber provocado el coma de su hija en una operación de liposucción.

Con su padre postrado en la cama Iker decide abandonar el doble grado de física y matemáticas que había iniciado unos meses antes, para empezar los estudios de medicina, especializándose en neurología e ingresando después en un famoso instituto alemán de neurología, donde inicia un proyecto de investigación sobre la reversión del coma prolongado en pacientes. En dos años consigue producir una enzima sintética funcional a partir de un material genético artificial.

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