Charla a corazón abierto

Charla a corazón abierto

Heredé
su amistad hace años; una herencia cultivada con semillas de cariño,
regada con admiración y mucho abono de respeto y de la que
recolectamos hermosas flores en forma de conversaciones alrededor de
una taza de café.

Sentada
en la salita, miro a través de la ventana y viajo en el tiempo
subida en sus palabras. El café se enfría, el reloj se para y la
conversación me calienta el alma. El billete de hoy me lleva al
Carrizal de los años 20.

“Por
aquel entonces, aquí había cuatro casas, como quien dice. Don Juan
Martel había venido desde Cuba para quedarse aquí de cura, como no
había casa en la parroquia, mi abuelo acabó el alto de la suya para
que él se quedara allí, al menos eso tengo entendido yo”.

“Mi
padre le comentó que en el pueblo no había Correos y tampoco luz.
La Iglesia tenía mucho poder y don Juan se encargó de preparar
todo. Mi padre se presentó a unas pruebas, como unos exámenes, y
fue así como llegó Correos a mi casa. No eran sino dos sellos para
estampar en los sobres; uno para las cartas certificadas y otro para
las corrientes, y una carpeta donde mi padre guardaba los papeles. Todo
eso en una habitación en lo que es la calle Andrea Morales, la que
llamábamos la calle del Arenal”.

“Mi
padre trabajaba en un almacén y cuando salía de allí era que abría
la oficina. Pero el pueblo era muy pequeñito y, claro, no había
horarios ni nada; las puertas estaban todas abiertas y la gente
llegaba a casa, leventaban la portada, entraban y mi madre les daba
las cartas”.

“Ay,
pero lo que yo recuerdo de verdad-
qué
brillo aparece en su sonrisa con este recuerdo- es de ver a mi madre, sentada
en unos escalones que había antes de entrar a la sala de mis tías,
leyéndole las cartas a la gente y quedándose con todos los recados
que le daban las madres”.

“Mira,
mi madre le escrbía todos los días a mi hermano, que estaba
estudiando en los Dominicos, y lo hacía poniendo en las cartas todo,
todo, todo lo que pasaba en casa. Era como si mi hermano estuviese
viviendo aún aquí leyendo aquellas letras. Pues igual hacía con
aquellas madres que dejaban recados para sus hijos que estaban de
soldados tan lejos y tanto tiempo”.

“Antes
de irse al colegio, mis hermanos subían al Ingenio a por la saquita
con las cartas para el pueblo y, al día siguiente, la llevaban de
vuelta con las cartas de salida”.

En
este momento del relato me viene a la mente una historia que escribí
hace unos cinco años. En esa ficción ambientada en el Carrizal,
María, una niña de nueve años, cuenta en su diario el día a día
de su pueblo. En sus letras se lee parte de la historia de este
pueblo pero, antes de
estar sobre el papel, esas palabras y sentimientos me los transmitió
la misma protagonista de la charla de hoy. Y es que la niña María
lleva impresa el alma de Antoñita. Por eso, en ese relato escrito,
el eco de su voz narra con fidelidad sus recuerdos de tiempos no muy
felices. Aunque los ataques de la guerra no llegaron a la isla, María
escribe en su diario los azotes de la misma que sí se notaron y
describe también cómo, escondida tras una cortina, descubre en cada
carta que leía su madre, los secretos y desvelos de cada casa del pueblo.
Describe el horror de una gran pérdida y cómo marcó su vida para
siempre. Habla de cómo abría bien los oídos en cada conversación
para escuchar sobre todos aquellos personajes que estaban escribiendo
la historia del país. Y escribe también sobre las vivencias propias
de una niña en un pequeño pueblo de la isla donde cada día suponía
vivir una aventura diferente; desde ir a la escuela, mandar llamar al
médico o salir a jugar a la calle.

Ella
también recuerda la historia. De cuando me habló de todo, de cuando
la leyó después y me dijo divertida “muchacha, contigo
hay que tener un cuidado, porque lo recoges todito. Pero qué bien
que lo haces, así, sencillito y tal cual”.
A
mí me supo a gloria y apliqué con gusto al texto cada corrección y
cada sugerencia que me hizo. Y tras remembranzas de nuestras propias
experiencias, le sobrevienen las suyas propias que me sigue contando
con gusto.

“Bueno,
el pueblo creció y siguió creciendo y, con los años, ya no era lo
mismo. Mis padres decidieron cerrar la portada al mediodía y, poco a
poco, pues ya había un horario, por lo menos, el descanso de la
comida y la sobremesa. Nunca escuché a mi madre quejarse por no
comer caliente; ella siempre tuvo muy claro que las lecturas de
aquellas cartas iban primero, pero fue así como surgió el cierre al
mediodía”.

“Yo
siento mucho que se haya perdido esa esencia de pueblo, que no de
pueblerino,eh, que no es lo mismo; sino ese pueblo cercano, amable,
donde todos se conocían y querían, donde una persona mayor te
llamaba la atención si hacías algo mal y tú salías asombrada no
fuera que dijeran algo en tu casa. Fíjate cómo era la cosa, que una
vez me metí en unos charcos y el padre de Chanita Viera me llamó la
atención y yo estuve trincada hasta que llegué a mi casa, pero es
que no aguantaba la angustia y se lo acabé contando a mis padres
nada más entrar por la puerta: “ay, un señor en la plaza me dijo
esto por esto y por lo otro” y mi padre le daba la razón y hasta
ahí era el pleito que me podía llevar. Yo no era una niña de
meterme en problemas ni nada, pero era una cosa de respeto, ¿sabes?.
Que si me tenían que corregir, por supuesto que lo hacían, pero una
iba con ese respeto siempre presente”.

Antoñita
revive su infancia feliz en un pueblo de gente buena que se ayudaba.
De niños que jugaban en grupo y así mismo iban a casa de uno u otro
a merendar y los recibían con cartuchos con gofio y azúcar. De cómo
continuaban la tarde, recogiendo ella su tesoro escondido en una lata
que, al abrirla, desprendía toda clase de historias con los Cuentos
de Calleja y de cómo los leía sentadita en una piedra al lado de la
acequia. Revivo con ella ese momento y en mi cabeza se dibuja la
escena en sepia; a su alrededor, sus amigos sentados, escuchando cómo
les lee aquellos cuentos y viajan sin moverse del suelo.
Me cuenta
también sobre sus vacaciones en el Burrero o de su época interna
con las Dominicas en Teror, y en cada una de las anécdotas encuentro
una aventura, algo que contar con más detalle, curiosidades que me
asaltan una detrás de otra y de todo quiero saber más. De todas
quiero contarles más, pero yo me quedo embelesada en sus palabras y
disfruto del regalo que me está dando.

Yo
primero estudiaba en Las Palmas, pero luego vino la guerra y mi padre
me trajo al pueblo y empecé aquí en la escuela pública hasta que
acabó. Ya después sí me fui a Teror, con doce años. Al principio
querían que fuera a Granada porque allí había unas tías mías,
pero mi padre dijo que de eso nada, que sólo tenía una hija y no
había necesidad de tenerla lejos. Dicho así, fuera de contexto, te
puede parecer una barbaridad porque hoy en unas horas te pones en
Granada, pero en aquella época ya era una odisea irte a la capital
en coche, cuanto más viajar a la península. Date cuenta que para
ir hasta Teror había que conseguir primero el coche para alquilarlo,
llegar a Las Palmas y luego ir a Teror. Y claro, como no había
dinero para hacer eso todo el tiempo, eso implicaba quedarte allí
todo el trimestre de interna. Como yo, habría unas treinta niñas
más y todas teníamos algún problemilla de salud: que si una no
comía, que si otra tenía asma, y así las había de todas las
edades y tamaños”.

“Yo
terminé y pude haber seguido estudiando, pero en aquella época o
estudiabas magisterio o comercio y como a mí no me gustaban ninguna
de las dos, pues no estudié y me vine de nuevo al pueblo. Si yo
hubiese podido, fíjate que me hubiese ido por la rama de medicina o
enfermería, ¡eso sí que me llamaba mucho la atención!. Pero no me
arrepiento tampoco de nada, ¿sabes?. Yo ya había decidido que no
iba a seguir estudiando y no pasaba nada; tenía claro que había
muchas más cosas que hacer en la vida. Acababa de desaparecer mi
hermano y eso fue un shock tremendo en mi casa, un tema tabú
que nunca se nombró. A mí me lo acababan de contar y yo creo que
los sentimientos priman sobre el interés particular y así mismo
decidí que me quedaba en casa con mis padres. Pero esta historia de
mi hermano yo te la cuento con calma otro día, ¿vale?”.


que esta parte de su historia es bastante dura y a ella le supone un
esfuerzo recordarla, pero también sé que desde que se sienta con
fuerzas me llamará para que la escuche. Así que cambiamos a un tema
que la anima mucho.

“Hacíamos
mucho teatro en el pueblo. Recuerdo que en los años 43 y 44 había
mucha gente en los sanatorios y nosotros ayudábamos con eso;
entreteníamos un montón a la gente. El nivel cultural de este
pueblo siempre fue alto, yo lo recuerdo así desde que era una niña.
No solo estaba el teatro; había gente que cantaba, se hacía una
revista también, se hacían muchas cosas que contribuían a ayudar
en aquella época. Las actuaciones se hacían en los almacenes de
tomates que nos los prestaban para las representaciones, a veces en el
de los Valerones y otras era en el de los Betancores. La gente se
sentaba en las cajas de tomates como si fueran bancos y allí
disfrutaban todos como si fuera aquello un gran teatro. Recuerdo
también que en lo que era el almacén del guano, yo tendría unos
cinco años y actué en un sainete, así que desde chica me viene a
mí esto del gusto por el arte”.

“A
mí me encanta que quieras saber estas cosas, que preguntes y yo te
las pueda contar. Antes había tragedias, claro que sí, pero pienso
que uno no se puede quedar solo con eso porque también había muchas
cosas bonitas y también deben decirse. Debe saberse que fuimos
felices y que vivíamos bien con lo que teníamos, que no sabíamos
de carencias porque tampoco conocíamos más que lo que teníamos
delante. Yo quiero que sepas que fui una niña feliz, una adolescente
feliz y ahora por eso a lo mejor soy esta viejita amable que ves
ahora”.

A
mí me encanta tenerla delante, escucharla y verla emocionarse
mientras escarba en sus 94 años de memoria. Me deleito con sus
recuerdos y me contagio de sus anhelos. Sí. Porque a mí también me
gustaría, Antoñita, recuperar esa esencia de pueblo, la de mi
pueblo. Volver a sentir la grandeza de lo pequeño, lo bonito de lo
cercano y de sentirse en familia.

Mientras
llega nuestra próxima cita para el café, prometemos
volver, mi gran amiga y yo, con más charlas a corazón abierto.

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