Avance en el tiempo.

Avance en el tiempo.

Avance en el tiempo mientras caminaba descalza en medio del monte. Muy activa, fugaz, feliz y vibrante. No soy de este mundo me repliqué constantemente, a veces me animaba a salir del pueblo por uno cuantos sueños, a veces solo me perdía entre sembríos de maíz y trigo. Pero prefería enraizarme en ese monte perplejo, ocultarme como en un cuento lleno de laberintos, en donde la sombras y las miradas no se presentaban. Desde niña fui descubriendo mis pasiones, los aromas que me adormecian, aquellos sonidos que me hacían vibrar. Sin letras, sin estudios, aprendí que el camino es extenso y una misma puede navegar.

Crecí en la libertad de la montaña, junto a un río cristalino, bajo las estrellas brillantes, hundida en una miel de montaña con queso fresco y machica. Mis animales, mis aromas, mis flores silvestres, todo aquello que me rodeaba; llenaba en mi esa energía que no logré enlatar.

A medida que el tiempo hacia de las suyas, me mareaba en silencio. Leía sin medida, creaba, construía, cocinaba, me inventaba e impartía lo que podía a aquellas amigas un poco perdidas, por la misma limitación de la época y la tradición. Obligada a casarme, a tener una familia. Era joven pero no tanto como los matrimonios de esos días. Solo basto un par de citas, unas pocas flores y una sonrisa. 

No es amor me repetía continuamente, o si lo era no me gustaba, siempre soñé con un amor de aventura, coger su mano y volar, abrazarlo en la noche y sentirme en la mar.

Desde ese momento todo se aplano, una lluvia de desilusión me abandonó y me meció. Ingrese en un mundo de pastas y té, de harina y pan, de sábanas y estantes. Envuelta en una ciudad con muchas paredes, con campanas de iglesias, con falsos amigos y cerraduras chirriantes.

Soy de la luna me repetía en tinieblas cuando la noche aparecía, me derretía en su nombre bajo el telón de mi vida, cerraba el picaporte con dos candados, aquellos que son de sólida fibra. Guardaba en mi cuello las llaves, resguardando en mí cuerpo mi propia seguridad y de mi guarida. Como el viento cada noche divagaba pensando en cada uno de mis familiares del campo, echaba las bendiciones para resguardar sus almas. Los pensaba, los olía e imaginaba sueltos como conejos en medio de la pradera ¿y yo?, encerrada como un pájaro sin alas.

Nunca fui muy aferrada a la religión, pero creía fielmente en el espíritu santo, en la energía del ser y de la vida. Tuve diez hijos o más bien,viví preñada, escondida en mi casa criando guaguas, uno tras otro, siete mujeres y tres hombres. Mi suegra en la noche me visitaba para ver si las camisas estaban bien planchadas, si almidonaba como su hijo necesitaba. Me sentía perseguida y atada.

El, aquel, ese hombre que nunca fue muy fiel, aparecía en la madrugada oliendo a jazmín, otros días a miel y a vainilla. Entendí que tampoco me quería, que se casó por ¿el que dirán?, pero como hombre podía obtener mayor libertad. No fue mal padre, más bien se rompía el lomo para llevar los alimentos a casa. Un día quise plantar en macetas jugosas verduras para vender y ayudarlo; solo supo decirme _ ese no es tu trabajo mujer- Hubiera querido trabajar, enseñar a mis hijas que la fuerza femenina es igual. Derrotar esa mirada burlesca de un hombre no malo, pero característico de la época. Le enseñaron a marchitar, a no expresarse y a trabajar.

Pese a mi solidez y templanza había noches que mis ojos desbordaban lágrimas dulces, otras amargas, lamentos y de desahogos en medio de tanta desilusión.

Mi vida en un cristal, sin salir, ni viajar. Los libros eran los únicos que me llevaban a las cumbres y al mar. Soñaba con tomar un burro, un bus, barco y conocer, desvanecerme en huida por el largo camino, soñaba con volar, liberarme de ataduras y solo huir para no volver a fingir. Pero mis hijos, mis pequeños me aferraban a ese lugar, no era pocos y requerían tanta paz. Entre lavada y cocinada, entre cambiar y atender, mi vida se fue escurriendo como granizo al sol.

No sentí la vejez en mi, sentí el tiempo sobre mi. Cada mañana bajaba con apuro aquellas escaleras de madera crujiente, pero en la noche con el tiempo me fui debilitando y se me hacía difícil volver a subir. Mi cuerpo fue perdiendo fuerza, pero mi mente jamás, jugaba, reía, leía, crecía cada día, en medio de nietos y gatos. Mi marido, este hombre infeliz como yo, un día solo enfermo. Intentamos de todo para que se reanime y vuelva a caminar. Pero solo se dejó morir, no tenía nada. Dijeron varios médicos, es solo una gastritis que le pasara con medicamentos y buena comida. 

Pero, no supo superar. Su cuerpo se dejó desvanecer. Sus ánimos decayeron tanto, que hasta a la vecina llame, la del olor a Jazmín, pero no logró que caminara ni cinco pasos, solo se susurraban en cariño. Yo simplemente me quede en el oficio para que se despidan con esa picardía. Yo no era nadie para cerrar su corazón, más bien  a pesar de mi edad rogaba tener esa luz y renacer.

No duró más que dos semanas desde aquella visita, todos los hijos vinieron, mis nietos, los vecinos, los parientes y amigos. Hicimos un chachito horneado y sopita de pollo, me acompañaron hasta a sacar su ropa, limpiar los espacios, con incienso y sal en grano. Después del entierro fuimos aireando de rincón en rincón la casa.

Por extraño que parezca lo sentía, después de su muerte me acompañaba, hasta en la noche conversaba con él. Siempre lo consideré un buen amigo, un compañero de vida, aunque no mi amor. Mis hijos muy preocupados, me quisieron llevar a vivir en sus casas, pero yo no tenía ganas de molestar, seguía con esa chispa de volar.

No sentía el paso de la vida, solo cuando la gente empezó a dejar de conversar conmigo. Solo ahí entendí que dejaba el momento, que los intereses se iban re-descubriendo, todos en distintas edades, con otras miradas y yo observando su vida. Tenía la misma pasión, el mismo deseo de partir, tomar mis alas y saltar al abismo para conocer el mundo en libertad.

Una simple espectadora fui. Deseaba sostener una conversación, solo un minuto pedía, a aquel de terno que con prisa se marchaba, hubiera querido que se detuviera y me escuchara por un momento; que mi hija que corría con su bebé entendiera también que tiene posibilidades y que quiera aprender. Fui sintiendo que era un estorbo, un peso para todos ellos. Un día  con un poco de esfuerzo me levanté de mi cama muy temprano, agarre mi maleta con mi pensión en la mano y al paso que pude me embarqué en mi primera aventura.

Cinco y cuarenta de la mañana, jueves trece de abril anote en mi diario. El bus interprovincial que tomé decía: Guayaquil- Salinas. No converse con nadie en el camino, aproveche el puesto de la ventana para observar y sentir. Una vieja arrugada de casi ochenta, sola, con un saco de lino color miel, un pantalón de calentador rosado y zapatos de suela desgastados. Sentí por primera vez mi libertad, quería abrazar el aire del mar, tomarme un jugo de coco y sentarme en la orilla. Dejarme llevar.

Ese olor, aquel olor característico empezó a surgir, olor a café y a humedad, no había comido nada desde que salí de la ciudad. Apenas el conductor manifestó que llegamos a Salinas, baje con cuidado muy despacio de aquel bus, de la mano del muchacho controlador. Cerca muy cerca del mar, por fin pude observar las olas azules que yo dibujaba en mi mente, no lo podía creer, una vieja solitaria entregándome a la aventura. Me acerque a comer, un bolón relleno de chicharrón con café. Mi cuerpo solo empezó a brillar, sentía como mi mente y cuerpo lograba la libertad.

Me hice amiga de Carmen, la dueña del kiosco de los desayunos, no creía que una adulta pueda viajar sola, me ofreció su casa como un refugio, acepte sin miedo y con alegría, era la primera vez que dormía lejos de todo y de todos. Sentía curiosidad hasta de las hormigas que huían entre mis pies.

Le agradecí por ser tan amable, pero por supuesto yo quería pagar esa noche. Carmen me ofreció su alcoba pues era la más cómoda, pero yo claramente le mencioné que estaba de aventura y si me tocaba dormir en el suelo lo iba hacer. Me quedé con su hija Matilde en una habitación con una litera, sentí que dormí veinticuatro horas, mi piel estaba más radiante por el mismo calor.

Quise caminar en la playa y tomar el sol. Al paso que pude salí de la casa y me fui rumbo a la playa. Gente cálida amable me encontré. Llegue tranquila junto a un perro vagabundo que se pegó a mí, al regalarle un pan duro que compre.

Juntos en las orillas del mar, mirando el horizonte, las olas golpear, era un sueño hecho realidad. Aquel calor despertó en mi mayor agilidad, tenía ganas de subirme en una canoa y huir por el mar. Mientras caminábamos por las orillas, un pescador viejo, arrugado, quemado por el sol, nos invitó a dar una vuelta por el mar. José Aníbal se llamaba, un hombre carismático y descomplicado. Tomaba sus remos con gran fuerza y soltura, ¿mujer de ciudad que haces sola por estos lugares?, ¿donde está tu familia?.

Yo con una gran sonrisa solo le miré y le dije, estoy buscando morir en libertad, que mis años se fundan con el mar. Quiero disfrutar lo que no pude años atrás. Quiero huir de las tinieblas, arriesgarme y volar. Y como que me conociera de años, aquel perro que bautice como Cochino, me miraba con dulzura apoyando su cara en mis piernas. Estamos juntos y solos, queremos caminar sin miedo.

José se rió mucho y solo me dijo, déjate llevar vieja mujer, te acompañare a volar. Te llevaré a un lugar donde podrás caminar en libertad.

No me sentía tan feliz desde cuando tenía dieciséis, esa chispa que había perdido volvió en mi. Sentí la brisa, el aroma, el agua salpicar en mi rostro. No sentía dolor, mis rodillas estaban aliviadas. José me llevó a su pueblo, cabañas de madera, un fogón en el medio, todos los vecinos cocinaban en comunidad. Muchas hamacas y perezosas, Cochino se sintió como en casa, apenas topo suelo se hizo amigo de otros perros.

Me recibieron con mucha alegría, me brindaron: bolones, sandía, agua de coco y pescado encocado. Puras delicias, me hice amiga de todos ahí, me ofrecieron para quedarme ahí. Sin dudarlo sentí que era mi hogar, me acomode en una cabaña de María, prima de José.

Cada mañana salía a navegar, cada mañana comía verde, pescado y sandía, viajaba con los niños del lugar. Un día me dio ganas de escribir una carta a mi familia, contarles que estoy bien y si quieren pueden venir a visitarme. Aquel día no llegó, no pude redactar ni una palabra, me encontraron dormida profundamente en la cabaña. Tenía una sonrisa muy marcada, un color dorado en mi piel, y Cochino abrigando mis piernas. Sentí lágrimas de mis amigos , pero José estaba tranquilo, repetía “ella se fue feliz, ella amo vivir aquí, ella fue libre.”

Así fue, feliz, libre, tranquila…así me fui al otro lado de la vida.

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