Tatuaje en el alma.

Me ha costado elegir destino de relato. Ha sido por descarte, eliminando capas de turismo típico y tópico. Finalmente ganó la historia pequeña. La desapercibida, la que no destacaban las guías de turismo y sin embargo dejó cicatriz en mí alma. Iba a ser un día de relax entre tanto arte, historia y construcciones majestuosas… solo era un humilde viaje a un poblado nubio, insignificante en la inmensidad de Egipto donde todo es excesivo, la temperatura, los turistas y los monumentos. Salimos muy temprano del hotel. Amanecía cuando llegamos al embarcadero donde nos esperaba la faluca, un velero, largo, estrecho, con asientos laterales y una vela triangular.

Lo dirigía un nativo. Su mirada era suave y la sonrisa tan blanca como su túnica. entamente, avanzábamos en el agua y retrocedíamos en el tiempo. Surcábamos las aguas del Nilo y de la historia. Silenciosos, recibiendo la luz que iba vistiendo al Nilo. Había magia en el aire que respirábamos. Misterio en los márgenes del Nilo donde aparecían trozos de edificios, pedazos de historia que se niegan a hundirse. Divisamos las piedras de la isla elefantina, donde nunca hubo elefantes pero las rocas caprichosas simulan sus siluetas.

Nos acercamos al poblado. Desde la embarcación se veía la orilla y reconocí los belenes de mi infancia. Arena blanca, algún árbol y camellos tumbados esperando a los turistas. Entre los camellos, puntos multicolores en movimiento. Antes de llegar a la orilla aquellos puntos salieron a nuestro encuentro metiéndose en el agua. Eran hombres y niños del poblado cargados de mercancía: cerámicas, collares y esculturas. Sus ojos competían en brillo con las figuritas de cristal multicolor que nos ofrecían. Avanzaban en el agua con sus cestas sobre la cabeza o sobre una mano, haciendo equilibrios como si fueran camareros acuáticos.
Una vez en la orilla y rodeados de vendedores nos ofrecieron la opción de llegar al poblado en camello o seguir en faluca. La mayoría eligió camello, yo continué en la nave porque mi sentido del equilibrio es nulo y porque deseaba alargar el placer de deslizarme por el Nilo. La barca iba en paralelo a los animales. Llegamos al mismo tiempo. Al pisar aquel poblado sentí que entraba en un libro de historia, de los que tienen las hojas amarillentas y curtidas por el tiempo.

El pueblo era alegre, sobre las paredes dibujos multicolores, casi infantiles anunciaban la escuela, la iglesia… Tenía paredes de barro y formas redondeadas, como amasado a mano. Los niños nos rodeaban. Su piel era bastante más negra que la del resto de Egipto y sus ojos inmensos. Su mirada hipnótica, te atrapaban como el fuego. Gritaban ofreciendo sus productos y pidiéndonos caramelos y bolígrafos. Nos llevaron a una casa Nubia. Un gran patio central, con pozo, soportales, barro y cal. La abuela ciega sentada sobre un camastro escuchaba y movía la cabeza, asintiendo como si entendiera las voces, las lenguas extranjeras, tan distintas, tan iguales, siempre diciendo lo mismo y ella afirmaba y afirmaba. Sin entender nada, pero comprendiéndolo todo.

Su hija Fátima, una mujer rotunda, grande, totalmente vestida de negro recibía a los turistas. Nos ofrecía bandejas con productos típicos. Dátiles, refrescos, té, dulces… nos movíamos por su casa con libertad. Paredes de barro, encaladas con bonitas y sencillas pinturas y cojines en el suelo. Me preguntaba como algo tan básico y simple era tan acogedor. Un impulso me llevó a una sala vacía. Sin decoración ni muebles. Pared de barro y un banco adosado al muro, sobre él unos sencillos cestos. Ventanas altas filtraban una luz apacible. El silencio, la calma, el entorno hicieron que aquellos momentos fueran eternos. Solo míos. Un oasis en la inmensidad de Egipto. Estaba sola. Cuando vino a buscarme mi marido desde la puerta me hizo una foto. He acudido a ella múltiples veces, cada vez que necesito paz. Me produce una tranquilidad que es difícil encontrar. La comparto.

Mientras tanto, el resto del grupo gritaba en el patio, pasando de mano en mano un cocodrilo con las fauces atadas. Tras la sesión de fotos con el animal, Fátima, aquella mujer sacada del siglo de la calma se ofreció a hacernos tatuajes de henna. Me apunté. Elegí una flor. Mientras ella tatuaba mi hombro la observaba muy de cerca. Su piel era oscura, rugosa, curtida. Contrastaba con la de sus niñas. Absolutamente suaves, preciosas, sus ojos profundos como el pozo que contenía los cocodrilos. Sus coletas con lazos multicolores, su alegría hacían las delicias del grupo que se dedicaba a jugar con ellas.

Después visitamos la escuela del pueblo. Era como todo allí: humilde y multicolor. Un viejo profesor, con su túnica blanca, su vara y el encerado nos dio una clase magistral: el alfabeto y los números. Hubo examen final. Risas, premios y castigos según nuestro esfuerzo. No aprendí mucho en la escuela pero aprendí lo que es la esencia de la vida. La belleza de lo sencillo. La elegancia de la humildad. El valor de la sonrisa.
El tatuaje de henna duró varias duchas pero el tatuaje de sus miradas, su forma de vida quedaron grabados en alguna columna básica de mi estructura ya que después de tres años
Aquella experiencia sigue emocionándome intermitentemente. Cada vez que la vida, el estrés, el trabajo me aprieta en algún punto mi mente vuelve allí. A la sala Nubia con un cojín y una ventana donde fui feliz. Al patio empedrado y encalado donde comí a la sombra el manjar más humilde que se pueda imaginar. Aquel pueblo nubio a la altura de la primera catarata donde Egipto palpita más despacio. Donde dejé mis ruidos y absorbí su calma.

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