«El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte», estas palabras vienen escritas en la novela «Job», de Joseth Roth y si el autor me lo pudiera permitir y no fuera, como es, una osadía, añadir algo a lo que de por sí me parece maravilloso y completo, yo añadiría «y la vejez lo hará invisible”.
Hace ya tiempo que soy mayor, de edad me refiero, ni un año, ni dos, bastantes más, es decir vieja, y me ha sucedido de la manera más brusca. Azorín se refiere en un artículo suyo sobre la vejez, dentro del libro «Los Médicos», que hay dos formas de envejecer: una rápida como la mía, y otra más lenta, imperceptible, paso a paso. Es obvio que me hubiera gustado la segunda, pero parece que no hay elección posible, porque es un estado sobrevenido, a veces por enfermedad y otras una percepción, un estado de ánimo, un «que se yo» que hace que no sea todo igual, como la canción de Café Quijano «hoy despierto triste porque ya no es como siempre», algo nos cambia dentro y algo pasa para que comience el estado de invisibilidad.
Si bien todo en la vida nos sucede bajo el indiferente azul del cielo, aquí abajo, no somos indiferentes a nada, sólo que a veces interpretamos lo que nos pasa de la manera más ventajosa para nosotros. Ésto lo digo por compartir una experiencia que tuvo lugar cuando tenía alrededor de 50 años y decidí estudiar inglés «esas asignaturas pendientes» . Me apunté a un academia donde, a pesar de ser un nivel básico, había inscritos chicos de 17 a 20 años y que ya habían estudiado el idioma en el colegio. Después de la explicación por el profesor de las tareas, había que trabajar los ejercicios en clase, en parejas, y nadie quería ser mi pareja para hacer el trabajo. Como siendo cierto que la fealdad te hará bondadoso y constatando en el espejo, que guapa, lo que se dice guapa, no soy, hice el camino de evitación de la situación y me acostumbre, sin rencor, a realizar el trabajo siempre sola, y pensando que los chavales eran demasiado jóvenes para entender que un medio viejo, como yo, puede darse por ofendido. Todo esto lo arreglaba el comentario de un amigo de mi hijo, que le decía «tu madre tiene mucho mérito, estudiar inglés, y ya tan mayor».
En un programa de radio comentaron un día que los indigentes son invisibles, se les da limosna pero no se les saluda, salvo honrosas excepciones, están ahí simplemente, y pensé, pues ¡igual sucede con los viejos!…no te ven o si te ven físicamente, es como si no estuvieras allí…el corredor tropieza con el viejo, en la cola intentan colarse solapadamente delante del viejo, si vas al banco o se utiliza cualquier servicio público, el empleado te habla alto como si fueras sordo o te trata como si fueras idiota y tus capacidades cognitivas se hubieran esfumado de repente, es el ambiente social que ve así al viejo. Es la segunda constatación de la invisibilidad.
Contribuye a la invisibilidad el hecho de que el anciano comienza vestirse sin gusto, con deterioro evidente, mezclando colores extravagantes sin sentido, abandona el aseo riguroso y se instala en la apatía, en el cansancio, la higiene se ralentiza, se pierde el interés por cuidarse físicamente y esto tiene un correlato psíquico, la mente comienza a funcionar más lenta , estamos más confusos y como cuenta Stefan Zweig en el personaje de su ultima nóvela «Novela de Ajedrez», cuando se está confuso uno parece estúpido. Hemos pasado de ser invisibles para los demás a convertirnos en invisibles para nosotros mismos, se empieza a caer en la batalla misma de la propia invisibilidad.
En mi pueblo de Extremadura donde nací y pasé mi infancia y adolescencia, tienen la costumbre de llamar a las personas mayores anteponiéndole el título de Tía o Tío ,aunque no exista ningún parentesco, esto es así como una señal de respeto, que desconozco si tiene lugar en otras regiones de nuestra España. Lo cierto es que siempre me llamó la atención y al mismo tiempo me creaba confusión porque para un niño todas las personas “son mayores” y yo, ya no distinguía si “tía Patro”, era realmente tía mía o la mejor amiga de mi madre. Con el devenir de los años comprendí que solamente los más jóvenes carecíamos de un título tan cariñoso.
Lo que si me he preguntado muchas veces si ese elenco de Tías y Tíos que yo tenía en mi pueblo se sentirían de alguna manera invisibles como yo me siento ahora y he llegado a la conclusión de que en los pueblos la identidad tan sólida de las familias hace que el respeto hacia los mayores adquiera otra dimensión, son la cabeza del grupo y nadie se puede saltar las reglas. Todos procedemos de alguien y ese alguien es el de más edad “el anciano está en la cúspide” (el padre, la madre, los titos…), y se van sucediendo en el escalafón de la vejez.
Todas estas diatribas sobre los viejos y sus sentimientos me surgen al recordar a mi abuelo Antonio, que cuando era muy niña tuve la fortuna, así lo entiendo yo ahora y seguramente siempre, de que viniera a vivir con nosotros, a nuestro pueblo, muy alejado del suyo, viudo y después de donar en vida sus escasos recursos a los tres hijos que tenía.
Vivió con nosotros hasta los 82 años y cuando él murió yo solo tenía 11 años, luego ya era un viejo cuando vino a casa, a compartir con nosotros los últimos años de su vida.
En mi recuerdo siempre le vi solo y a lo más conmigo. Mis padres estaban entretenidos con su juventud y su mucho trabajo. Mi abuelo y yo formábamos una unidad indisoluble, donde nos cuidábamos mutuamente. Le dejaba solo para ir a la escuela o para jugar “en ca Toñi”, o con mi amiga “la colorá”, (aludía con ello al color rojo de sus cabellos), pero al reencontrarnos con nuestras sillas en la puerta de la casa, yo le daba detalles precisos de los juegos y con inventiva, que él comprendía siempre y corregía algunas veces… ¿Es eso verdad?…Ahora que le veo en la distancia, le recuerdo alto, calvo, ya encorvado con su andar pausado, tranquilo, como el que tiene todo hecho. Venía caminando desde la barbería que estaba en el comienzo de la calle donde vivíamos, tan bien afeitado que daba gusto besarle, y mi corazón se agitaba de alegría de tenerle ya cerca. Ahora veo que ¡existe tanta verdad en los libros!, somos felices solo de pensar que nos vamos a encontrar con la persona que queremos y cuando eso se produce se estalla de regocijo y la fisiología de nuestro cuerpo da cuenta de ello.
Tengo multitud de anécdotas en mi recuerdo donde cada una de ellas podían ser un ejemplo de tolerancia, de paciencia, de sentido del humor, de amor, donde mientras sorbíamos nuestro tazón de leche y la tostada de cachuela con tropezones de hígado de cerdo íbamos tejiendo una amistad duradera, una amistad entre un abuelo y su nieta.
Pero era cuestión de tiempo que nos dejara, y un día mientras todos dormían la siesta, mi abuelo y yo nos sentamos en la camilla, y como era habitual, él se adormecía y yo jugaba con mis cosas o leía cuentos, hasta que la actividad de las casas volvía a la rutina de las tardes.
Pero esa tarde ya no fue la habitual y estando medio dormido como yo le veía, cayó a plomo hasta el suelo, pero al ser tan bromista yo creí que se había tirado a propósito para hacerme una gracia, pero mi sorpresa fue ver que no reaccionaba, allí mismo vi que algo grave pasaba y llamé a mi madre con urgencia. El médico del pueblo diagnosticó un ictus cerebral, quedando paralizado medio cuerpo, el izquierdo. Después de la fuerte impresión me recuperé y puse en marcha todos los mecanismos de ayuda, eso lo sé ahora, en aquel momento solo actuaba por amor y por intuición. Era Agosto de 1969, no tenía que ir a la escuela, luego tenía todo el tiempo para estar con él, el médico había dicho que había que mover brazo y pierna por si se recuperaba el movimiento y allí estuve moviendo aquel pesado brazo y pierna hasta el agotamiento. Sólo consentía que yo le diera de comer, no podía tragar nada solido y allí estábamos los dos despacito, dejando que entrara el alimento por la comisura del labio. Sus infinitos ojos azules me comunicaban todo.
A la semana de esta situación, muy temprano en la mañana, me llevaron a casa de Tía Patro y yo comprendí que todo había terminado. Mi abuelo había muerto, no me dejaban verlo.
Los niños de los pueblos siempre buscamos estrategias para ver al “ahorcado”, que no nos dejan ver, al “ahogado” en la poza tenebrosa, y mi estrategia para darle el último adiós a mi abuelo fue agarrarme a la verja de la ventana del dormitorio de la casa de Tía Patro. No me dejaban salir a la calle para ver pasar el cortejo fúnebre, (era normal en aquel tiempo que los niños no participaran en entierros), pero nadie fue capaz de arrancarme de la ventana que daba a la misma calle donde yo vivía y por donde pasaría su féretro. Cuando pasó su ataúd le dijo adiós con todo el corazón. Aquí acabó mi infancia y conocí la tristeza que no sabía ni que existía.
Las interpretaciones que hacemos cuando pasan muchos años puede que estén muy alejadas de la realidad. Lo que considero ahora es que era un hombre vestido de dignidad.
Sus enseñanzas han condicionado mis decisiones y su propia enfermedad despertó en mí un deseo de ayuda hacia la curación que motivó mi vocación de médico, ¡Qué más puedo agradecer! ¿Y él?, hago un dialogo de ficción y parece que me responde que a esa edad lo único que importa es el amor que das y que recibes.
Pero…y hasta tanto llegue a la edad de mi abuelo, y si me siento invisible ¿Cómo podría volver al mundo real?, al mundo donde siendo viejo por edad o condición tenga mi lugar y sobre todo vuelva a ser respetado. Lo que nos salva de la situación de invisibilidad , es que nosotros mismos volvamos a tener una identidad que se haga notar , y hay un camino, aunque no sencillo, y es poner nuestra mente y nuestro cuerpo al mismo nivel, que interaccionen, con un equilibrio que requiere trabajo, ejercicio físico diario, y la nutrición mental, la actividad intelectual, la música , la lectura deben estar presentes cada día. No aislarse es fundamental igual que compartir con amigos que estimulen nuestros sentidos y expresar, sin reservas, nuestros sentimientos.
Es verdad que nuestra mente y nuestro cuerpo están más cansados pero los suplimos con recursos. Los recursos de la experiencia y la sabiduría.
Todo envejece menos nuestros ojos, lo supe mirando a mi abuelo en su enfermedad. Mírate cada mañana en tus ojos y verás el resplandor de tu juventud, ese que te seguirá inspirando y que sigue amando. Devuelve la invisibilidad con serenidad, sabiendo que aunque ya casi todo lo pasaste, sigues presente en el camino…en tu camino…y la indiferencia así ya no duele.
«Y verás, que no te asustan las tormentas en la soledad
Que ver la lluvia y su tristeza no te dolerá
Que la distancia nos acerca
Cada espera nos enseña mucha más verdad”.- Café Quijano.
Y en este andar y andar tendré que volver a mi pueblo, sentir que tengo una identidad que me haga ser visible hasta el final….
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