A mis quince años y con este vaivén de hormonas que andan merodeando por mi interior, que en ocasiones me juegan malas pasadas y me hacen explotar como si de una botella de cava se tratara, o eso es, por lo menos, a lo que compara mamá mi estado emocional, te echo de menos. Sentada en una sencilla silla de tu terraza y con la mirada perdida en el horizonte, me abandono al fluir de mis recuerdos provocando que las lágrimas, que se asoman por el rabillo de mis ojos, tracen un camino resbalando diligentemente por mis mejillas, mientras un abrazo de mamá intenta sofocar este vacío, dolor, rabia y rebeldía que siento en mi interior. Lloramos. Y en este acto compartido recordamos, con cierta complicidad y melancolía, todo aquello que, asumiendo tú el rol de abuelo y de padre, recaló en lo más profundo de nuestro ser.
Recordamos que hablar de la abuela te enorgullecía. Resaltabas sobretodo la belleza de aquellos ojos almendrados de color verde esmeralda, centelleantes, que contrastaban con su tez pálida y sus frondosos y ondulados cabellos negros. De carácter alegre y dicharachero, sonreía bajo cualquier pretexto y aquel aspecto juvenil de ella contrastaba con tu talante serio, tu marcado sentido del deber, tu inconmensurable avidez por el conocimiento y tu racionalidad. A criterio de mamá era precisamente esta amalgama de colores y tonalidades la que enriquecía vuestro hogar.
De tu niñez y adolescencia destacabas la carencia de un todo marcado por unos años de guerra y posguerra nada fáciles. Explicabas lo acaecido en aquellos años con la facilidad con la que alguien explica un libro de aventuras, porque lo viviste en primera persona, y supongo que el recuerdo de momentos felices de la infancia que abordaban a tu mente, que también los hubo, hacía que una leve sonrisa aflorara en tu rostro y que con ello minimizaras la dureza que imponía la realidad. Esa crueldad de la guerra vivida desde la inocencia de la infancia, la escasez de recursos, la muerte de tu hermano mayor, forjaron tu carácter, tanto como la de toda una generación que no lo tuvo nada fácil para salir adelante. Enaltecías la figura de tu madre como la de todas aquellas mujeres que con tesón y energía sacaron a la familia adelante.
Había episodios que los explicabas con auténtico dolor, pero también había esa parte divertida e imaginativa de las pillerías de los chavales que jugabais en la plaza con un balón hecho de trapos fruto de los escasos recursos económicos de que disponíais y de las inmensas ganas de ser niños. Pasada la niñez, la necesidad de ingresos en el seno familiar hizo que a los diez años tuvieras que empezar a trabajar a pesar de tus excelentes resultados académicos.Pero la necesidad mandaba como un imperativo categórico. Sin embargo esa necesidad de tenerte que poner a trabajar alentó tus ansias por saber. Estudiaste de mayor al tiempo que trabajabas. Valorabas ese esfuerzo como el tesoro más preciado y hablabas de tu trabajo con auténtica pasión y vocación.
Asumiste el rol de abuelo a la perfección, dedicándome tiempo y lo mejor de ti.
Contigo hice largos paseos que me permitieron descubrir los lugares más recónditos de mi ciudad natal y de ellos recordábamos, con los años, mi testarudez por no moverme de una plaza en la que la estatua de Neptuno me tenía prendada. Nadie sabe qué pasaba por mi mente, ni tan siquiera yo, pero lo cierto es que dedicamos largos ratos a la contemplación de aquella magnífica obra de arte. O quizá era la mezcla entre el dios de los mares y el aroma de los tilos que rodeaban la plaza lo que nos retenía. ¡Quién sabe!
A la salida de la escuela recuerdo que dábamos un paseo por el centro de la ciudad, nos deteníamos a comprar en aquellos comercios locales, de proximidad, y en las que las relaciones humanas eran tan o más importantes que el producto que vendían. Comprábamos merienda para los dos y mientras nos la comíamos sentados en un banco, me dabas cancha para entrenarme en el arte de la dialéctica.Compartimos auriculares, uno en tu oreja y otro en la mía, para escuchar aquella música que a ti te gustaba.
Nunca desvelamos nuestros secretos. Confiábamos el uno en el otro y tu siempre jugaste al encubrimiento y a la relativización de todo aquello que, a ojos de mamá, era calificado como de juzgado de guardia. Simplemente había tenido que asumir que tu adoptabas ese rol de abuelo, que yo califico de entrañable y enternecedor. Nos reíamos.
Diste todo y más por todos aquellos que te rodeaban hasta que el olvido llamó a tu puerta y lo dejaste entrar, lo abrazaste y lo escogiste como compañero de viaje hasta el final de tus días. Y a mi temprana adolescencia esto me desbarató. No lo supe entender ni encajar. Las cosas habían cambiado tan de repente que no me habías dado tiempo a digerirlo. Me enfadé, lloré con una rabia contenida, por todo lo que representabas para mi y que ahora mismo se esfumaba. ¿Dónde quedábamos tu y yo? ¿Qué era de nuestra relación? ¿Por qué a nosotros? ¿Sería pasajero?
Sentí un profundo vacío, un abandono, un rompimiento y me dolió pensar que aquel lazo que nos unía y que habíamos atado durante trece años, pudiera desatarse con tanta facilidad y ligereza. Me parecía estremecedor. Todo esto superaba los límites de mi entendimiento. A todas las preguntas que me acechaban no hallaba posible respuesta que me satisficiese. De entre las palabras que se barajaban (deterioro, irreversible, pérdida, dependencia) no había ni tan siquiera una que tuviera una connotación positiva. La negatividad nos inundaba a todos. Y a pesar de que yo hacía esfuerzos para buscar una nota positiva donde fuera, no la encontré. Sin embargo y visto ahora, tomando una cierta perspectiva, busco aquellos momentos risueños, que los hubo, sin duda, a lo largo de tu enfermedad.
De mis visitas a la residencia, donde finalmente ingresaste después de una temporada convulsa y llena de ingresos hospitalarios, puedo destacar algunos acontecimientos. Revivimos nuestra propia historia, pero ahora era a mi a quién le tocaba tomar las riendas. Los fines de semana aprovechaba para visitarte y explicarte mil y una aventuras y acontecimientos que me parecían relevantes y que podían generarte interés o que a mi, simplemente, me angustiaban. Me escuchabas con atención e incluso me dabas algún consejo, pero tu capacidad para seguir el hilo del discurso iba menguando. Otras veces me empeñaba en explicarte las reglas de un juego, que desafortunadamente, habías olvidado en el mismo momento en el que yo terminaba la explicación. ¡A saber la frustración que generaba en mi interior! Empeñada como estaba en preservar tu recuerdo, me las ingenié para utilizar los recursos que tenía a mi alcance. Y aficionado como eras a la fotografía como arte para inmortalizar el momento vivido me dispuse a hacer un montaje con las fotos que más llamaban mi atención. Monté la película de tu vida como hilo conductor de las conversaciones que íbamos a mantener a partir de entonces y la verdad es que funcionó. Lo viví como un éxito y esto me animó a seguir adelante. ¡Había encontrado un filón! Aprovechando las nuevas tecnologías me animé a seleccionar las canciones que a ti te gustaban en una lista de spotify que escuchábamos, ahora sentados en un banco del espléndido jardín de la residencia, mientras tomábamos una tarta que te habíamos preparado para la ocasión y que saboreabas con auténtico placer. Pasábamos un tiempo relajados, disfrutando de lo bueno y compartiendo. Pero al rato teníamos que cambiar de actividad. Es entonces cuando llevados por el encanto de la variedad de las flores del jardín, que eran un auténtico regalo para el despertar nuestros sentidos, las fotografiábamos unas veces tu y otras yo sirviéndonos de mi teléfono móvil. Y de vez en cuando, llevada por un espíritu un tanto juguetón, desenfadado y juvenil, cortaba un diente de león que soplaba cerca de ti para dar un toque especial a nuestro paseo.
Aquella silla de ruedas que permitía tus desplazamientos, para mí era genial porque con ella podía conducirte a lugares de los que sin mi osadía no hubieses podido disfrutar. En algunos momentos, eso sí, nos habíamos quedado atascados, sin poder avanzar, porque yo no había calculado el desnivel del terreno. Todo ello me producía una risa que menguaba mis fuerzas para seguir empujando. Te sentías atrapado, enfadado. Pero era todo un espectáculo, creábamos risas a nuestro alrededor, llamábamos la de los demás familiares y trabajadores del centro y nos conocían por dondequiera que nos movíamos. Nos sentíamos queridos.
Compartíamos experiencias, sonrisas y disfrutábamos con tus compañeros de residencia que con el paso del tiempo se han hecho inolvidables. Notaba su aprecio y sé que me echaban en falta el día que según sus cuentas esperaban mi visita. Habíamos creado vínculos. No puedo decir que sentí su pérdida tanto como sentí la tuya, pero me entristecía pensar que poco a poco los iba perdiendo a todos. Ahora quedan pocos pero sigo visitándolos y noto en sus miradas la satisfacción de ser queridos y apreciados.
Recuerdo que celebrábamos cualquier acontecimiento, festividad ya sea dentro de la residencia o dando un paseo por la ciudad que te vio nacer y crecer. Nos emocionábamos. Pero lo cierto es que yo notaba que algo en mi interior se iba desvaneciendo a la vez que una fuerza me impedía apearme y me obligaba a seguir con la esperanza de que las circunstancias cambiarían. Y sí, cambiaron, pero no en el sentido que a mi me hubiese gustado. Yo vivía inmersa en una montaña rusa mientras tu casi ya no te debatías entre el recuerdo y el olvido. El deterioro cada vez era más evidente y el final llegó, para mi, de forma estrepitosa. Me costó aceptar las circunstancias, lo sentí como un rompimiento en mi vida. Sin embargo y siguiendo tus enseñanzas sabía que no podía dejarme desfallecer. Tenía que buscar y encontrar un sentido a todo aquel sin sentido. Y finalmente descubrí que escribir me permitía dar rienda suelta a mis pensamientos y emociones, a revivir todo lo vivido bajo otra perspectiva y fue a partir de entonces cuando pasaste a ser el protagonista de mis redacciones escolares. Seguramente la calidad técnica no fuera extremadamente depurada pero lo cierto es que los sentimientos y emociones que allí se barajaban merecían una excelente calificación por parte de mi profesor. Y esto me reconfortaba porqué sentía que todavía estabas ahí, acompañándome y ayudándome a avanzar.
Contigo aprendí a saborear y acariciar cada instante de mi vida, a cuidar las relaciones humanas, a banalizar lo material y a apreciar todas aquellas pequeñas cosas que me hacen sentir, a valorar la senectud como una etapa más de la vida y a afrontar la enfermedad preservando la dignidad del que la sufre.
Por ti, abuelo, por todos los momentos felices que compartimos, por todas tus enseñanzas, por haber contribuido a ser quién soy y porque eres mi mejor recuerdo.
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