El departamento familiar.

El departamento familiar.

Catalina Oxacelay

09/04/2021

El departamento familiar.

No tengo ningún tipo de relación afectiva con la vieja. Ella está, y yo sé que está porque cada tanto me la cruzo en algún rincón del departamento, pero en un intento desesperado de ambos por establecer el menor contacto posible, vuelve a desaparecer. Deambula y se mueve como si nada en la vida importara; como si el tiempo fuese eterno.

Creo que para ella sí que es eterno. Es eterno su caminar, arrastrando suavemente los zapatos negros siempre brillantes. Es eterno el té, donde cada sorbo pareciera durar un siglo, causando mi irritabilidad injustificada. Pero lo que supera con creces cualquier tipo de eternidad creíble es su escribir. Yo llego de la facultad y ella escribe. Llego de juntarme con amigos y ella escribe. Llego de alguna salida nocturna y ella escribe. Siempre tuve la duda de si escribirá poco, debido a la lentitud de sus movimientos, o si escribirá mucho, debido a la cantidad de horas que pasa sentada en la mesa del comedor escribiendo. Cada tanto la observo, con su pelo blanco y ropa oscura generando un contraste hasta hipnotizador, y me pregunto cuánto de vida y cuánto de muerte hay en cada una de sus acciones.

Alguna que otra vez me surgió la curiosidad de leer sus escritos, pero como en realidad no hay ningún vínculo entre ella y yo, más que un lejano lazo de sangre, la curiosidad se desvanece rápidamente.

Desde que supe que la única opción de venirme a estudiar era viniendo a convivir al departamento con la vieja (apodo totalmente reprochado por mi padre) mis días se basan en idear estrategias para poder pasar la menor cantidad de tiempo posible en ese lugar. Donde los tiempos no son mis tiempos, donde todo pareciera levitar en el aire de la lentitud.

Ella tampoco parece alegrarse demasiado cuando yo estoy ahí. Nunca me lo dijo, claramente. Pero puedo percibirlo en sus gestos y en sus ojos, hay algo de mí que nunca le gustó, que la hace sentirse incomoda. Siempre imagino qué hubiese pasado si desde un primer momento todo hubiese sucedido de otra manera. Si hubiésemos sido desde el día en que me mudé más simpáticos y charlatanes. Quizás hasta hubiese llegado a ser la abuela que nunca tuve. Pero no fue así. Desde que llegue que nuestra relación se basa en el menor intercambio de palabras y la menor muestra de afectividad posibles. Hay un acuerdo de que así sea, nunca firmamos nada ni nos sentamos a debatir las reglas de convivencia, pero el acuerdo existe. Y cuanto menos nos relacionemos el uno con el otro, mejor.

Querido Raúl:

Cuanto me lamento de que hoy ya no estés acá. Estaríamos riendonos a carcajadas. Te juro Raúl que este chico, aún sin decir palabra, me hace reír demasiado. Es tan flaco y tan largo que me pregunto a quién habrá salido, siendo sus padres tan bajos de estatura. Como te cuento siempre, no hace casi nada de sus días. Se conecta sus auriculares y ahí va, deambulando por el departamento como un sordo, y al poco rato desaparece, sale por la puerta para volver quién sabe cuándo. Me pregunto si tendrá alguna novia o alguien que pueda desprenderlo de esa pantallita. Vos quizás sabrás, que se yo.

Ayer apareció vestido de negro, su pantalón negro, su remera negra, casi me dieron ganas de decirle ‘creía que quien debía ir de luto era yo’ pero como dudo de que este muchacho tenga mucho sentido del humor preferí no hacerlo. Pero ahora te lo estoy contando, porque no me digas que no era un buen chiste. Ja Ja Ja.

Hoy te extraño un poco más que ayer. El muchacho no apareció en todo el día y aunque no hablamos mucho ni más ni menos, su presencia me hace olvidarme de que ya no estas.

En algún lugar de su silencio, me recuerda a vos con su pelo moreno. Me recuerda a esas tardes que pasabas en la barbería esperando que Manuel te dejara elegante y listo para pasarme a buscar por la casa de mis padres. Que épocas Raúl. ¿Vos te pensás que este chico se peina? Ay si lo vieras.

Su andar también me recuerda a vos en tus años de juventud. Pareciera que siempre va apurado como cuando vos trabajabas en esa estación ferroviaria. No sé qué será lo que lo apura tanto. Pero para él todo tiene que ser rápido y efímero. Si se prepara un mate, a los dos segundos ya lo dejó porque tenía que hacer otra cosa. Si se pone a estudiar, al ratito ya se levanta para quedarse inmóvil frente a su celular. Un poco me preocupa, pero debe ser algo de la edad porque Marta me comentó el otro día que su nieta esta igual, ahogada en su pantalla.

Si, fui a lo de Marta el otro día. Qué alegría me da verla. Por cierto, ella también te extraña bastante. Cuando le dije que esto de las cartas me estaba ayudando muchísimo me contó que una amiga suya, cuando perdió a su marido, no solo le escribía cartas, sino que las quemaba y arrojaba las cenizas al viento. No me pareció una mala idea, creo que así quizás te lleguen más rápido. No lo sé. Quizás pueda probarlo.

Subo al piso 8, nuestro piso, y ni bien abro la puerta del ascensor siento un olor fuertísimo que me hizo toser no una, sino varias veces. Me pareció raro, pero supuse que el olor venia de algún otro lugar.

Abro la puerta y efectivamente estaba equivocado. El departamento estaba hecho humo. Humo en el piso, humo en el techo, humo en mis pulmones. Siempre supuse que la muerte de la vieja iba a causarme felicidad, pero no fue felicidad sino alarma y preocupación lo que sentí al creer que se estaba prendiendo fuego absolutamente todo. Empecé a recorrer el departamento cuarto por cuarto para sacar a la vieja del humo y cuando entro al comedor mi rostro se petrificó.

La vieja no estaba muerta, ni cerca de estarlo. Había armado un fuego, en la vieja chimenea completamente prohibida, que ahora ya estaba apagándose y no hacia más que largar humo, y ahora estaba de pie en la ventana riendo y gritando ‘¡Ahí va Raúl, ahí va Raúl!’.

No se si fueron los nervios o qué, pero empecé a desprender carcajadas involuntarias en medio de la tos. La vieja me vio y comenzó a reír mas fuerte. Parecía poseída. Parecíamos poseídos. Nunca habíamos reído uno en frente del otro y la sensación de nervios y risa no se quitaba. Debieron de haber pasado varios minutos hasta que se volvió hacia mi diciendo: Ayúdame a mandarle todo esto a Raúl.

Sin cuestionar ni preguntar quién carajo era Rául, seguí a la vieja mientras me mostraba como juntaba las cenizas de lo que supo ser un fuego con un jarro y las arrojaba por la ventana dejando que parte se la llevara el viento y parte cayera lentamente de balcón en balcón hasta llegar a los transeúntes de la vereda.

Paso un rato hasta que terminamos de tirar todas las cenizas al aire cuando por fin me anime a preguntarle: ‘¿Quién era Raúl?’

Sin decir nada, la vieja se acerco a la mesa, corrió una silla y con la mirada me indicó que me sentara. Así lo hice, mientras ella con su paso lento, silencioso y escurridizo se escabullía hacía la cocina. Volvió con un té para mí, uno para ella y una tetera que invitaba a no levantarse de la silla nunca más.

El comedor se tiñó de un ocre tranquilizador, anunciando el adiós del sol y ahí estaban, dos desconocidos que se estaban empezando a conocer. Después de haber pasado casi dos años sin intercambiar una sola palabra, todas las conversaciones pendientes salieron a la luz. La notoria diferencia de décadas parecía ir disminuyendo sílaba a sílaba, acercando a estos dos extraños con ambición de contención.

El la miraba con admiración y un suave dejo de cariño comenzaba a notarse en el iris del estudiante mientras ella brillaba resplandeciente mientras saltaba de una historia a la otra. Tanto había esperado ese día. Tanto había rezado por que el chico le preguntara algo y así poder contarle las historias que siempre había querido revelar. Contarle cuánto lo hacía acordar a Raúl, con su pelo moreno y sus ataques de velocidad repentinos. Al Raúl de su juventud claramente, que hoy tanto extrañaba. Contarle que cada rincón de ese departamento era especial para ella y esperaba que se volvieran también especiales para él. Que esperaba que él se sintiera tan cómodo ahí, como siempre se sintieron ellos.

También le contó, ya no tanto entre risas, sino mas bien entre nostalgias y dolorosos recuerdos, sobre su querido Raúl, quién había partido un tiempo antes de que el llegara al departamento. Le contó sobre su vieja radio, con la que se sentaba cada domingo en ese mismo comedor a escuchar los partidos de fútbol. ‘En su momento no lo soportaba, pero hoy hasta esas cosas las extraño’ dijo en un intento imposible de contener las lágrimas.

El parecía hipnotizado. Una tortuga sin su fuerte e impenetrable caparazón, dejando al reflejo a un niño que pide desesperadamente por el consuelo de su madre.

Se sinceró él también y entre risas, para descontracturar el llanto comentó: ´siempre pensé que eras una vieja amargada’.

Le contó con exaltada pasión sobre la ingeniería mecánica, y sobre una banda alternativa nueva que había conocido en un bar la semana pasada y que pensaba ir a verla de manera rutinaria. Le contó también sobre su familia, y hasta le confesó que extrañaba un poco a sus papas, pero, sobre todo, extrañaba a su pueblo, al que hace un tiempo que no visitaba.

Quién sabe cuanto tiempo duro la conversación, quizás horas, quizás siglos. Lo que si se sabe es que nada volvió a ser lo mismo. Una conversación con el poder de cambiarlo absolutamente todo. Ahora sí, ´la vieja´ se había convertido en aquella abuela que él nunca tuvo y que siempre había deseado tener. Volver al departamento había dejado de ser una tortura, para convertirse en una necesidad. Ahora cruzarse en los pasillos ya no era incomodo e insoportable, sino mas bien reconfortante y consolador. Ahora las comidas ya no estaban compuestas de silencios mortales, sino más bien eran melódicas charlas e intercambios rutinarios sobre cosas simples y cotidianas, como el clima o como el menú del día.

Ya no se imaginaban viviendo el uno sin el otro. Habían transitado el delicado camino del odio al amor y ahora no había vuelta atrás. Habían desvanecido cualquier barrera generacional previamente establecida. Se habían vuelto cómplices, amigos, colegas.

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