Carcajadas al aire

Carcajadas al aire

Aún recuerdo la última carcajada de mi tía Otilia. Estaba en su casa, en Santa Lucía. Era agosto. Se encontraba algo pachucha, los años ya le pesaban; pero su memoria y alegría se mantenían intactas. Estuvimos conversando y viendo juntas viejas fotos de familia que ella guardaba en una caja de galletas oxidada. Fue increíble para mí ver cómo con según qué foto, recordaba cada momento con sumo detalle. Con las fotos de sus hermanas un sentimiento de alegría la embargaba y soltaba aquella particular risa que te refrescaba el alma y abría cada poro de la piel dejando que el aire se colara. Sin embargo, con la foto de su madre se emocionaba bastante, recordando lo que ella solía decirle: «¡Qué solita te vas a quedar cuando yo me vaya Otilia…!». Y agarrando temblorosa aquella foto, metía la mano en el bolsillo de su traje de lunares grises y blancos, y sacaba un pañuelo desgastado con el que se secaba la única lágrima que rodaba por su mejilla. Pero tardaba muy poco en recomponerse y devolverle a su sereno semblante esa sonrisa que iluminaba los pliegues de sus ojos y los surcos de su cara.

—¡Ay mi amor —me decía—, menuda vieja tonta que soy. La vejez no tiene cura. Con el paso de los años una se vuelve más frágil y vulnerable. Aunque la piel parezca dura y resistente, lo cierto es que se vuelve bien fina, como las capas de una cebolla. Por aquí se filtra todo —decía tocándose el pecho—: las alegrías, que cada vez son más pocas, y las penas y las tristezas que se anclan en el alma y… ¡cuesta mucho sacarlas!

Solo he visto llorar a mi tía Otilia en dos contadas ocasiones: en el fallecimiento de sus padres y al llegar la Semana Santa. Ella, aunque católica, apostólica y canaria, no era muy creyente ni fervorosa, pero le gustaba frecuentar la iglesia e ir a misa. Yo creo que lo veía cómo un acto social y un punto de encuentro donde coincidía con sus amigas y conocidas. Además, como era bastante presumida, lo consideraba una buena ocasión para lucir y estrenar los vestidos que su tía Carmen le hacía.

En Semana Santa se transformaba; la vivía con tanta pasión y recogimiento que parecía que se le fuera la vida en ello. Era tal su adoración y entrega que terminó por contagiarme esa gran veneración que sentía. Me transmitió ese sentimiento de dolor que tenía ante la imagen del Cristo crucificado y la Virgen de los Dolores.

Solía ponerse sus mejores galas: un traje de chaqueta ajustado de color azul marino, medias negras, zapatos color beige de medio tacón con cordones en el empeine y como complemento un juego de collar y pendientes de color blanco nacarado. Y, cubriendo su ondulado cabello castaño, no podía faltar un fino velo bordado que le daba un cierto aire de solemnidad y elegancia. El momento más especial era la procesión del Viernes Santo. Me llevaba de la mano para que no me quedara rezagada al mismo tiempo que sostenía un pequeño misal del que colgaba un rosario. A los balcones se asomaban las mujeres que, ataviadas de un negro riguroso, cantaban en cada paso y parada una saeta canaria. Tanto mi tía como yo presenciábamos la escena embriagadas de emoción.

¡Con Otilia viví tantas experiencias! Las visitas al Teleclub, un pequeño espacio situado tras la iglesia que servía de retiro espiritual al sacerdote y Sacristán, y donde además se proyectaban viejas películas de Cantinflas y Sarita Montiel, pequeñas obras de teatro escritas por Doña Úrsula (la maestra del pueblo), los títeres Chopito y Chaporro… Hasta la acompañaba a lo alto de una loma para ayudarle a recoger el pasto y ordeñar las cabras. Para mí era un auténtico deleite verla trabajar con aquel desparpajo e inmensa energía que desprendía; con ella todo parecía más fácil. Ante mi torpeza por intentar hacer las cosas como ella, me soltaba aquella refrescante carcajada que paralizaba el tiempo entre tuneras y paja.

Bajo su atenta mirada vareaba olivos, almendras, castañas, que en vísperas de finados, las asaba junto a piñas de mazorca y almendras garrapiñadas.

Cuando se aproximaban las fiestas del lugar y de los pueblos colindantes, solía aparecer un personaje, al que llamaban Caña dulce, un pregonero de alma cándida acompañado por una caña de azúcar que hacía la función de flauta y un pequeño tambor colgado al cuello con el que anunciaba de puerta en puerta los actos a celebrar en dichas fiestas. Otilia lo invitaba a un jarro de agua fresquita de la talla y le daba un pan con cinco pesetas.

Su temperamento tan pasional hacía que todo lo viviera con una gran intensidad. Acostumbraba a quitarle hierro a las cosas y le plantaba cara a la vida librando muchas batallas con optimismo y templanza. Recuerdo que cuando sus hermanas casadas venían a pasar las tardes de domingo a su casa, comenzaban a relatar sus dolencias, tristezas y desdichas que pasaban junto a sus buenos maridos; ella se las echaba a la espalda y con aquellas carcajadas les espantaba el dolor con ráfagas de buen humor.

—Todas las rosas hermosas tienen espinas —solía decirles—.Hay que aprender a tomarlas para más tarde soltarlas sin que te hagan cortadas.

Su manera de vivir y ver la vida no congeniaba para nada con la visión que tenían sus hermanas. Eso provocaba muchos roces entre ellas. Pero, Otilia terminaba limando asperezas cantando y riendo, al tiempo que les decía: «Quien ríe y canta, sus males espanta».

Mi tía Otilia era de estado civil soltera. Nunca el amor llamó a su puerta. Tampoco le preocupaba. Tuvo un pretendiente con el que no llegó a nada pues según ella contaba, tenía mal aliento y escupía cuando hablaba.

Ya luego se acostumbró a estar sola y no permitió que nadie la controlara y manejara su vida. Creo que en el fondo, a pesar de mostrar esa aparente indiferencia ante los sentimientos y poner esa barrera a los amoríos, era toda una romántica. Le encantaba leer novelas de Corín Tellado y escuchar en una radio antigua que tenía, recuerdo de su hermano cuando emigró a Venezuela, las novelas con las maravillosas voces de doblaje de Juana Ginzo y Guillermo Sautier Casaseca.

Otra de sus cualidades era su gran capacidad de trabajo. Su último trabajo durante mucho tiempo fue en el almacén de empaquetado de tomates de Don Bruno. Al término de la zafra regresaba a su casita del barranco y continuaba trabajando en lo que a ella realmente le gustaba: atender a sus padres y ayudar a sus hermanas cuando la necesitaban. Era muy casera y hogareña. La casa en la que vivía era muy antigua además de grande. El techo de la cocina y el de la estancia donde dormían sus progenitores estaba cubierto de tejas. En una ocasión cayeron desde lo alto varios lagartos que se escondieron por entre las rendijas del suelo de piedra. Su padre decía que era signo de buen agüero y los dejaba deambular por allí tranquilamente.

Una raída cortina de colores separaba esta habitación de otra bastante fría donde dormía calentita entre sábanas de almidón y mantitas de Paduana la tía Otilia y que aparte de servir como trastero, guardaba y conservaba los quesitos tiernos de cabra que su madre hacía y que luego vendía a las vecinas, no sin antes guardar unos pocos para la casa y compartirlos con el resto de sus hijas.

Su madre era una gran artesana; bordaba, tejía, hacía bolsitos, sombreros y cestas con las hojitas de palma. Y su padre era zapatero. Tenía su zapatería en un cuartito pequeño en la azotea de la casa. Algunas veces a lomos de un burrito y otras andando, cruzaba desfiladeros por senderos y barrancos para llevar los encargos a otros lugares de paso.

Mi tía Otilia heredó todo ese arte manual que ya venía de sus padres. Ella cosía, bordaba, tejía, hacía lindos tapetes con agujas de ganchillo y con las dos agujetas tricotaba los gorritos, ponchos, chales y demás prendas de abrigo con los que a nosotras, sus sobrinas, nos agasajaba.

Con el tiempo y sus ahorros reformó la vieja casa y la acomodó a su forma y manera. Arregló el techo, le puso pisos al suelo y encaló de blanco el gran patio de piedra, cubriéndolo de helechos, geranios, claveles, calas y una parra que en verano le daba sombra y fresquito, además de brindarle unas golosas uvas negras y blancas. Era muy feliz con lo poquito que tenía.

Le gustaba madrugar, se levantaba al alba para que el tiempo le cundiera. La primera tarea diaria era regar sus plantas, solía hablar mucho con ellas, les contaba confidencias y secretos que guardaba. Después de desayunar, les servía el desayuno a sus padres y dejaba a su madre mondando las lentejas del potaje mientras ella se iba al gallinero, lo limpiaba, daba de comer a sus gallinas y recogía los huevos que éstas le regalaban. Recuerdo que tenía una pileta donde solía lavar la ropa pequeña, pero a ella donde más le gustaba hacer esta tarea era en un hermoso barranco al que iba cada día, que estaba justo al lado de su casa. En aquellas aguas limpias y claras donde llevaba las sábanas, las traperas y las mantas, se remangaba la falda y remojaba sus piernas que lucían tersas y blancas. Creo que allí, en aquel lugar singular se sentía en libertad. Escondida entre los juncos que en ese entorno crecían, el alma se me alegraba mientras la oía cantar y reír a carcajadas junto a las otras mujeres que alejaban sus tristezas con cada golpe de sábana, sobre las lajas de piedra que juntas se amontonaban y servían de tendedero para que el sol las secara y al mismo tiempo blanqueara. Entre ellas se ayudaban a torcer las grandes colchas y mantas, mientras contaban, cantando los romances, folías y serenatas. Escuchar la risa de mi tía Otilia era como subir a la montaña más alta y en el profundo silencio oír sonidos de arpa.

Ese agosto en que nos vimos, paseamos de la mano por sus recuerdos de antaño y revivimos la dicha de querernos sin que el tiempo nos robara nuestro espacio.

A partir de ese momento todo se desmoronó, todo se fue cuesta abajo. Otilia no fue la misma. En enero se apagó y en uno de sus delirios me confesó que su tiempo había llegado…, y entre idas y venidas de hospital llegó marzo, ¡Qué justa casualidad que fuera el 8 de marzo…!

Ahora la casa está vacía. Ya no se escuchan los trinos del capirote y del mirlo sobre las ramas de aquel viejo naranjero, que en tardes de primavera abría sus brotes al aire impregnando todo el campo con fragancias de colores y aromas de hierbabuena, tomillo y de azahares, junto al resto de las flores.

Ya no suena el agua mansa bajar por aquel barranco sorteando a cada paso las piedras que se encontraba, ni se escucha el golpeteo de aquellas manos inmensas llenas de fuerza y de grietas que con cada chapoteo liberaban la tristeza y blanqueaban el alma con jabones de alegría, inocencia y esperanza.

Con Otilia se marchó la última carcajada que sonaba alegremente entre matojos, olivos, naranjeros, clavellinas y las piedras del barranco en los pliegues de su falda.

Carmen Ramírez

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