EL IDOLO DEL MONTE BRUYO

EL IDOLO DEL MONTE BRUYO

FRAGMENTO DEL CAPÍTULO III:

Echó a andar sin rumbo por callejuelas desiguales, entre casas desconchadas con muros ilustrados por líquenes y manchas de humedad. El olor a hierba segada y a bosque indómito se unía al de los guisos que se adivinaban tras las ventanas. Una fina llovizna mitigó el asomo de melancolía que de nuevo se estaba abriendo paso, como si el pasado se fuese volviendo más y más reivindicativo, más y más absorbente, ganando protagonismo con cada latido del tiempo.

Luego se internó, despacio, por una calle que se abría frente a él y que se hallaba cortada, al final, por una casa con aspecto de haber sufrido múltiples transformaciones. Junto a la casa se alzaba un granero de madera oscura, soportado por cuatro puntales que delimitaban una especie de trastero al aire libre. La lluvia arreciaba y buscó refugio en aquel lugar. Encorvado, trató de hacerse sitio entre la leña, los aperos, los neumáticos, los cubos, las cuerdas y otros objetos o restos de objetos difíciles de identificar. Se disponía a sentarse sobre un tronco cuando algo le hizo detenerse sobresaltado. Tras uno de los pilares había alguien observándolo a hurtadillas. Se notaba que quería permanecer oculto, pero, al mismo tiempo, también parecía esforzarse por ser visto. Ramón saludó:

— Disculpe, buenos días. ¿Puedo estar aquí hasta que deje de llover?

No obtuvo respuesta. Lo único que alcanzó a distinguir fue una sonrisa en un rostro inexpresivo. Al menos era un indicio de que su intromisión en el granero no había sido malinterpretada. Más tranquilo y confiado, prosiguió su intento de acercamiento:

—Me llamo Ramón. Soy for… vengo de fuera. ¿Por qué no entra usted también y hablamos?

Pero aquel extraño ser seguía limitándose a sonreír y a esconderse, para asomar de nuevo la cabeza, poco a poco, como hubiera hecho un niño vergonzoso ante unos invitados, aunque esta vez no se trataba de ningún niño. Cuando Ramón, intrigado por tan peculiar conducta, lo observó con detalle, vio a un hombre de edad indefinible, tal vez rozando los cuarenta años, aunque su aspecto y complexión podían corresponder a los de un adolescente. Saltaba a la vista una falta de desarrollo mental igual o superior a la del físico. Ya iba a cejar en su intento de trabar contacto cuando, de pronto, el hombre-niño tuvo una reacción tan inesperada como desconcertante. Salió de su escondrijo, extendió una mano hacia la casa de enfrente, y sin dejar de sonreír y de mirarle, se aproximó a las escaleras que daban acceso a aquella vivienda. Su mirada oscilaba entre Ramón y la casa y viceversa, sin dejar de señalar. El perplejo Ramón salió del cobertizo para preguntar qué quería decir aquel gesto, pero el hombre-niño echó a correr bajo la lluvia, perdiéndose entre nebulosas mentales y esquinas de piedra borrosas de aguacero.

El chirrido del portalón era suficiente para advertir de las entradas y salidas, pero no acudió nadie, lo que le dio tiempo para observar el interior de La Posada y para rogar que se mantuviera aún su anonimato después de cruzar aquel umbral. El vestíbulo era pequeño. Apenas cabían dos sillones y, entre ambos, una mesa de madera. Frente a la entrada se hallaba el mostrador de recepción y, a un lado, el ascensor y la escalera que conducía a las habitaciones. A mano derecha, una puerta de cristales esmerilados daba acceso a la cafetería. De allí llegaban voces rasgadas, casi todas masculinas; sonidos de vasos, de monedas, de palmadas. Y un olor acre. Ese olor…

—Buenos días. ¿En qué puedo servirle?

Ramón dio un respingo. Tras el mostrador se hallaba un hombre de unos sesenta años, alto, con calvicie incipiente y ojos saltones de expresión triste.

—Buenos días—respondió—, quisiera saber si es demasiado pronto para comer.

—Nada de eso, caballero. Cuando guste. Pase usted. Si quiere puede sentarse ya.

—Muchas gracias.

El recepcionista desapareció por una puerta que comunicaba con la zona reservada a camareros, regresando, al pronto, para indicarle a Ramón una mesa disponible junto al ventanal que daba sobre el río. Cualquier turista hubiera agradecido el detalle. Él agradeció la intención. La tranquilidad que todavía reinaba en el comedor contrastaba con el bullicio de la cafetería, lo que le permitió una plácida contemplación del paisaje, mientras meditaba sobre el episodio ocurrido en el granero, hasta que, una voz chillona con fuerte acento local, inició, junto a él, su rutinaria letanía:

—Tenemos de primero menestra o sopa de cocido y de segundo trucha o filete de ternera.

De pie, junto a su mesa, vio a una joven de unos veinte años, que apenas debía alcanzar el metro sesenta de estatura. Sus ojos parecían incapaces de posarse dos segundos seguidos en el mismo sitio. Los rizos negros de su pelo apenas le alcanzaban los hombros y el exuberante busto, disimulado bajo el peto del delantal, parecía querer desbordarse sobre la mesa cuando colocaba sobre ella el servicio, al tiempo que recitaba los componentes del menú.

—Perdón. ¿Podría repetir?

—¡Ah! Es usted extranjero—exclamó Noelia al notar el acento del comensal. Y entonces, alzando aún más la voz, repitió la retahíla.

—¿Menes…—comenzó a preguntar el cliente.

—Sí. Un plato de verduras.

—¡Ah! ¿Y lo otro?

Noelia suspiró resignada.

—Pues, pescado o carne.

—Bien. Pues verdura y pescado, por favor.

—Muy bien. ¿Y de beber? Agua, vino…

—Vino. Vino tinto.

La joven tomaba nota. Su pierna derecha golpeaba el suelo con un gesto nervioso que contrastaba con la lentitud que mostraba al escribir.

—De acuerdo—dijo al retirarse.

La miró cuando se alejaba. Contempló el robusto cuerpo de la muchacha resaltado por la camiseta y el pantalón vaquero; y sus andares airosos, más dignos de ser causados por tacones de aguja que por las toscas chirucas que enfundaban sus pies. Casi con igual potencia que cuando se hallaba a su lado, pudo oír el aullido proferido por la joven al comunicar el menú seleccionado.

El comedor se iba llenando poco a poco. No tardó Noelia en acercarse con un plato humeante en la mano, girando la cabeza y paseando la mirada por todo el local, como calibrando el volumen de trabajo que iba a corresponder a aquella jornada. Apenas había depositado el plato cuando ya estaba dando media vuelta de nuevo, sin dejar de otear las mesas que iban ocupándose.

Ramón se deleitó con el olor a huerta que le llegaba con el humo. A través del ventanal pudo ver que comenzaba a nublarse, y se sintió invadido por una sensación de bienestar y de cobijo. Aquel empeoramiento del tiempo coincidía con el aroma cálido y casero que inundaba su rincón y con el calor humano que iba expandiéndose en torno a él. Aún había pocos turistas. A juzgar por su aspecto y su habla, la mayor parte de aquellas gentes eran de la localidad. Notaba sus inquisitivas miradas e intuía sus comentarios. Eran los suyos, pero desde un tiempo y una distancia incompatibles con el recuerdo. A cada bocado, parecía estar incorporando a su ser un retazo de su propia historia. Sin él saberlo, aquel ambiente estaba, por sí mismo, reconstruyendo un rompecabezas de piezas perdidas o ignoradas hasta pocos días antes. Su pasado iba tomando forma a partir de un presente que se infiltraba por cada uno de sus sentidos, por cada poro de su piel; en cada bocanada de aquel aire impregnado de sudor, de hierba y de establo; en cada improperio lanzado con la potente voz que se forja en la montaña. Entretanto, en forma de segundo plato, y como si de una reencarnación se tratase, un habitante del río se aprestaba a ser asimilado por quien allí pescaba o ayudaba a pescar cuando era niño. De esa forma, algo tan prosaico como el acto de alimentarse, adquiría tintes de eucaristía. Sabores y olores parecían confabularse para provocar un brillo húmedo en sus ojos, haciéndole ver el río como a través de un cristal empañado, mientras a sus oídos llegaba, incesante, la rudeza del habla autóctona. La misma que lo había acunado, guiado, halagado y reprendido. La misma que lo había despedido entre lágrimas treinta años atrás.

—¿Y de postre?

De nuevo aquella polvorilla había aparecido a su lado como si brotase de la tierra. Bien es verdad que llevaba mucho rato abstraído, ajeno a las idas y venidas de la joven aldeana. Ante la mirada interrogante del forastero, devuelto una vez más a la realidad mediante algo parecido a un puntapié, la joven recitó:

—Arroz con leche, fruta del tiempo o flan casero.

Casi sin dejarle acabar la enumeración, Ramón ya se había decantado por el arroz con leche, como si su subconsciente hubiera elegido por él.

—¿Café?

—Si, por favor.

Pocos minutos después, comenzaba a haber gente esperando mesa. Ramón apuró la taza de café y echó una discreta mirada a su alrededor. Le asaltó el presentimiento, casi la certeza, de que entre todas aquellas personas podía haber alguien que supiera orientarle en la búsqueda que había venido a emprender. Tanto se sugestionó que creyó distinguir miradas de complicidad, de reconocimiento, pero otra cosa debían expresar cuando eran dirigidas en la misma forma hacia los restantes forasteros. Pidió la cuenta y dejó una propina generosa. Por interés, pues sabía que habría de recalar allí más de una vez. Es más, sabía que, en breve, habría de trasladar allí su alojamiento. Pero también obedecía un dictamen del corazón. Era su gente la que ahora veía en él a un turista más.

No vio al recepcionista al salir del comedor. Ya se encaminaba hacia la puerta cuando algo, sobre el mostrador, atrajo su atención. En una esquina había varias pilas de folletos, casi tapados unos por otros. Aun habiendo pasado la vista de refilón, pudo reconocer el lugar que mostraba uno de ellos. Un peñasco redondo y aislado, semejante a una enorme cabeza calva, sobresalía en medio de un castañar, como si quisiera tomar aire. Al pie de esta vista general se leía: “Pinturas rupestres del Monte Bruyo. Visítelas.”A renglón seguido se indicaban las coordenadas y se mostraban, en fotos de menor formato, las imágenes más representativas. Lo cogió y lo dobló sin miramientos, guardándolo en un bolsillo del chubasquero, mientras se apresuraba a ocultarse tras las gafas de sol. Salió, cerrando tras de sí la puerta de La Posada. El día se iba haciendo cada vez más gris. Su corazón latía con una violencia que ni siquiera el frescor de la atmósfera pudo amainar. Parpadeaba con frecuencia. De repente, veía el mundo, su mundo, a través de gotas que no eran de lluvia. Cruzó el puente caminando sin prisa y, con el mismo instinto del animal herido o acorralado, buscó cobijo en la espesura y se adentró en el bosque que bordeaba el río. No ansiaba sino ocultarse, dar rienda suelta a la opresión de su pecho, sepultado en cuestión de segundos bajo la avalancha de sus recuerdos más entrañables y por ello, los más temidos.

El río bajaba con fuerza, la suficiente como para ocultar un sollozo. Se dejó caer sobre un tronco amortajado por la hiedra. Sólo entonces consintió en verse a sí mismo extrayendo de su pequeña mochila un cuaderno de tapas azules y hoja cuadriculada. Tenía manchas de barro y de grasa del bocadillo. Estaba arrugado por muchos aguaceros, por la torpeza de su mano infantil y porque, cuando lo usaba, no disponía de más apoyo que una roca o un tronco. A veces, también, la ancha espalda de su tío Miguel. Sobre cualquiera de estos soportes iban tomando forma unas líneas medio inventadas, ya que apenas se distinguían sobre la pared del abrigo. Entre todas ellas, se concretaba una silueta ovalada de la que sobresalían cuatro rectas, una de las cuales, en el extremo, se cruzaba con otra más corta que las restantes.

En excursiones similares, Miguel alentaba la imaginación del pequeño con fantásticas versiones sobre el origen y significado del sitio al que se aproximaban.

—¡Atento, Ramón! – le decía, por ejemplo –. Nos acercamos a la morada del Gran Uro.

Ramón no tenía la menor idea de lo que era una morada ni de lo que era un uro, pero daba por hecho que estaban llegando a algún sitio habitado por un ser fantástico, gigante y por supuesto, malvado, que les aguardaba al final de una trocha resbaladiza por la umbría y medio oculta por los helechos.

Pero en aquel peñasco con forma de cabeza calva, no habitaba el Gran Uro. Allí, al decir del tío Miguel, un misterioso ser llegado de las estrellas, se había instalado para llevar a cabo una importante misión. La de observar a los habitantes del planeta Tierra e informar puntualmente sobre sus costumbres. Sólo había un inconveniente: el montículo donde había sido depositado, era muy solitario. Poco se podía observar desde allí, pese a tratarse de una elevación, por eso, un día decidió bajar, acercarse a las aldeas para enterarse mejor de lo que en ellas sucedía. La sorpresa fue que los habitantes del planeta no eran sólo los humanos. En los bosques que rodeaban la peña se ocultaban seres malignos que iban a dificultar en gran manera su cometido.

Primero fue la jabalina, cerrándole el paso de forma violenta creyendo que sus crías podían correr peligro ante aquel intruso. Luego el raposo, que veía en él a un competidor. Y por último, el lobo, que lo tomó por una presa fácil y novedosa.

El ser de las estrellas ni se atrevía a bajar, ni sabía cómo iba a salir de allí. Mientras aguardaba en un saliente de la roca, arañó con una rama la superficie de la pared. Al comprobar que dejaba señal, comenzó a dibujar una serie de signos, tal vez algún mensaje que trataba de transmitir en su extraño idioma. Incluso trató de representarse a sí mismo, reproduciendo una burda silueta humana. Un trazo ovalado representaba el tronco, el eje del cuerpo. De él partían cuatro líneas que pretendían ser las extremidades y, en una de ellas, con una pequeña línea transversal, dibujó la rama que le estaba sirviendo para dejar testimonio de su malograda empresa.

Pero lo peor estaba por venir. Una noche, una enorme osa irrumpió al pie de la roca. El ser de las estrellas, dándolo todo por perdido, dejó caer la rama y se tumbó, resignado, en la cornisa donde había plasmado sus múltiples contratiempos. Pero, cuál no sería su extrañeza al ver que la bestia lo ignoraba. Por el contrario, la vio trepar por la peña con inusitada agilidad. Una vez en lo alto, se acomodó sobre sus cuartos traseros y, mirando al cielo, lanzó un profundo y prolongado gruñido. Segundos después, como si de una respuesta se tratase, las nubes se deshilacharon y dejaron al descubierto la constelación de la que procedía el atemorizado agente. La constelación que lleva el nombre de una osa.

Al día siguiente, cuando la jabalina se asomó para vigilar al extraño ser, el raposo para mantenerlo a raya y el lobo para efectuar un nuevo intento de captura, hallaron el escondrijo vacío. No había más rastro de aquella presencia que una serie de garabatos en la pared de la cornisa. Nadie sabría nunca qué mensaje había lanzado la osa a su homónima celeste, sobre la cumbre yerma de aquella extraña roca que emergía del castañar.

Y ésta sería, ya para siempre, la verdadera historia, el verdadero origen de aquellas enigmáticas pinturas. Cualquier tecnicismo acerca de la Edad del Bronce adquirido con posterioridad, podría tener aplicación en otros yacimientos, pero nunca en aquel enclave mítico de su infancia donde la única fuente de documentación había sido la desbordada fantasía del tío Miguel.

SINOPSIS:

Treinta años después de haber sido separado de su familia de origen, para ser acogido en Francia por unos parientes, Ramón, tras muchas deliberaciones, decide viajar a su aldea natal, un apartado lugar de la cornisa cantábrica, obsesionado por cuáles pudieron ser los motivos de su desarraigo. Todo tipo de incertidumbres y temores van acrecentándose a medida que se aproxima. La multitud de interrogantes a los que nunca, nadie, dio respuesta satisfactoria alguna; su inquietud por cuáles puedan ser las causas de semejante hermetismo; sus dudas sobre la conveniencia de hallar respuestas; la natural curiosidad y preocupación por aquellos miembros de la familia que aún puedan seguir con vida.

Una vez allí, sin embargo, ninguna de estas incógnitas parece fácil de esclarecer ante el mutismo de las personas con quienes contacta que, a veces, incluso parecen mostrar reacciones de cierta hostilidad ante el tema cuando no se limitan a esquivarlo.

Tantos son los desplantes y negativas de los lugareños que Ramón trata de buscar alguna explicación intentando reavivar los lejanos y escasos recuerdos que posee. Entre ellos destaca por su nitidez un lugar de la montaña. El abrigo tantas veces visitado junto a su tío Miguel, quien amenizaba estas excursiones con fantásticas historias, en este caso, referentes a las extrañas figuras allí representadas. El Monte Bruyo, nombre por el que se conoce aquel peñasco, se convierte así en su gran desafío, en el origen de una encarnizada lucha interna entre el deseo de revivir aquellos hechos y el temor al exceso de nostalgia.

Un buen día, durante uno de estos intentos de aproximación al abrigo, un insólito suceso ocurrido en la montaña, obliga a desvelar el turbio episodio del pasado que, por sí solo, dará respuesta a todas sus preguntas.

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