La vida entre dedales y quimeras

La vida entre dedales y quimeras

Mr. Keating

15/04/2021

«Ella está aquí», me dijo. Y fue escucharlo y sentir dos lágrimas silenciosas afanándose por alcanzar mis mejillas. Trémulas, transparentes y tan densas como la cera al derretirse. Sobre la mesa plegable y junto a aquella colección de dedales antiguos de cerámica, había una vela blanca encendida y no lograba apartar los ojos de ella. El movimiento suave y oscilante de la llama poco a poco se iba desdibujando para mí.

Intenté calmarme. Nunca había creído en adivinos. Y estaba de vacaciones, no era el momento. Enjugué mi llanto y respiré hondo.

Pero no era la primera vez que escuchaba aquellas palabras: «Ella está aquí».

Y, aunque intentaba descubrir alguna señal que explicase aquella turbadora situación, todo en mí me decía que era cierto. Que estabas conmigo. Como lo habías estado siempre.

—Te envuelve un gran halo de luz blanca—continuó el anciano—. ¿Puedes sentirlo? Ella cuida de ti y te protegerá siempre.

Vestía una camisa blanca de lino impecablemente planchada, pantalones con bolsillos y un ramillete de pulseras de cuero y cuentas de colores. En su juventud, pensé, debió de ser un viajero incansable, tal vez corresponsal en algún país lejano. Lo imaginé con una ajada mochila de rafia y piel sobre los hombros. Tenía un aire jovial y sonreía con la mirada.

Apenas llevaba unos instantes leyéndome las manos en el mercadillo de Las Dalias, cuando de forma inesperada enmudeció. Me miró a los ojos y repitió con voz pausada:

—Ella está aquí.

Aquellas tres palabras lograron removerme muy adentro. Súbitamente, brotaron de mis ojos cientos de lágrimas veloces y ardientes que, a pesar de la calidez que desprendían a su paso, nacían serenas y sin sombras.

Él no dijo nada. Elevó con suavidad mi barbilla, esperó paciente hasta que le sostuve la mirada y después sonrió. No quiso dinero. Antes de que me marchara, entreabrió de nuevo mi mano, acomodó en ella un pequeño dedal azul y blanco esmaltado y volvió a cerrarla con ternura. Durante años lo busqué con la mirada entre los puestos del mercadillo. Nunca más volví a verlo.

Aún hoy recuerdo aquel día con la piel erizada. El cielo estaba brumoso, era domingo 13 de febrero y también tu cumpleaños. Me alejé del mercado, caminé hacia la playa y durante mucho tiempo deambulé con los pies desnudos por la orilla del mar, hasta que de forma inesperada sentí la urgencia de regresar a casa. Recogí con premura mis sandalias blancas de esparto y empecé a correr.

Con la respiración agitada, confundí varias veces la llave de la cancela de entrada; arrojé el bolso sobre el sofá y entré precipitadamente en mi dormitorio. Desorganicé todo el armario, revolví el interior de las mesillas, buceé en cada rincón. Al borde del desaliento, abrí el último cajón de la cómoda y de pronto apareció, enredado entre alfileres, tijeras y ovillos de lanas de colores, aquel viejo dedal inglés con el que tantas veces te vi coser. Era de plata labrada, tenía una imagen de Santa Bárbara en relieve y lo custodiabas como un tesoro.

Salí a la terraza adivinando mi corazón palpitante y me senté en el viejo balancín con las rodillas en el pecho. Encendí una vela blanca y perdí la noción del tiempo mientras recorría cada milímetro de aquel antiguo dedal.

Afuera comenzaba a llover. Sentí el frío del metal entre mis dedos y, de pronto, estabas allí conmigo, mirándome con tus brillantes ojos negros y tu media sonrisa. Llevabas tu pañuelo negro de franela cubriéndote el pelo y la bata de andar por casa remendada y llena de bolitas. Tenías puestas aquellas gafas, del color de la miel, que siempre me parecieron tan grandes. Recordé lo mucho que pesaban y que, cuando te las quitabas, te dejaban una marca en la piel.

Me estremecí al verte sentada en aquel sillón rojo de escay con los cojines de chenilla de color mostaza. Noté entre mis dedos el tacto cálido y rugoso de la alfombra de lana. Acaricié la superficie lisa y delicada de tu antigua máquina de coser Singer y me dejé mecer por su envolvente traqueteo cuando comenzó a moverse su pedal de hierro.

—¿Quieres que te cuente un secreto? Cuando te fuiste, no sentí que me dejabas —te confesé bajando la mirada.

Y en aquel momento te abracé para que nunca olvidaras que llevaba mucho tiempo despidiéndome de ti un poco cada día. De tu pelo blanco y suave. De tus manos temblorosas y con las venas gruesas y abultadas. De las partidas interminables de brisca y de las tardes de verano. De los sugus escondidos en los bolsillos de tu bata negra.

El tiempo se paró y volvimos a sentarnos juntas en aquel viejo sillón, con las manos entrelazadas y con mi cabeza recostada sobre tu hombro. Como tantas veces. Y así, cogiéndote de las manos, me di cuenta de que todo contigo ocurría completamente fuera del tiempo.

Quizás, pensé, la felicidad fuera esto: un alma que le da serenidad a otra alma. Sin querer estar en ninguna otra parte, haciendo otra cosa, siendo alguien más. Una alegría serena y sin nubes que no dependía de llegar a ningún sitio, sino de disfrutar de cada instante.

Y, mientras acariciaba la superficie labrada del dedal, volvieron a mi memoria las tardes de verano en el río, merendando sandía y arañándonos las piernas y las manos entre los zarzales para coger moras. El viejo Seat 127 azul turquesa y las persianas de madera enrolladas y pintadas de verde. El colchón de lana, la tabla de lavar la ropa y la cocina de carbón. El cocido en la lumbre y las tertulias con doña Fidela desde la ventana. El olor a leña y a café. Las migas de galletas y los vasos con restos de leche al despertar la mañana de Reyes. La bolsa azul de agua caliente y tu toquilla de colores, que todavía conserva el aroma de tu piel.

Me recosté en el balancín y de pronto el dedal se me deslizó entre las manos. Lo recogí con mimo de la tapicería con rayas blancas y amarillas. En aquellos años, pensé, quizás no supe entender con cuánto dolor cargabas en silencio. Quise preguntarte qué guardabas debajo de la bata, si el corazón o las heridas. Y recordé con tristeza que tuviste que ver morir entre tus brazos a cuatro de tus hijos. Que nunca te rendiste con las personas que te amaban. Que cuidaste de tus padres enfermos y que cada día lavabas en el río. Que viviste una guerra y que pasaste miedo. Hambre. Frío.

Que, a pesar de todo, siempre tenías una sonrisa para mí.

Y entonces, al probarme tu dedal en mi dedo índice, deseé compartir algún día contigo esa suerte de resignación que embellecía tu rostro. Una vejez digna, sin maquillaje ni artificios, mostrando sin pudor y con humildad los estragos del tiempo.

Caí en la cuenta de que nunca te escuché quejarte a pesar de las dificultades. De las enfermedades. De las pérdidas. Simplemente seguías adelante.

—Espera siempre lo mejor y acepta lo que venga—me dijiste—. Deja siempre que pase lo que tenga que pasar, mi vida.

Apreté con fuerza el dedal entre mis manos, y pensé en vosotros, que fuisteis nosotros no hace tanto tiempo. Y te pedí que siguieras conmigo y no te marcharas todavía…

—Casi todo es ruido, cielo —me susurraste—. Nunca olvides que somos sueños y quimeras, poco más. Por eso la vida no hay que complicarla tanto, quizás baste tan solo con eliminar las cosas que no son esenciales, ¿no crees?

Luego, inesperadamente, volvieron a mi memoria tus últimos días. El dolor. Los desencuentros entre los hijos. Y me pregunté entonces cómo no supieron ver que algún día enfermarías y necesitarías de ellos.

Rememoré con tristeza aquellos días grises y plomizos del mes de julio en los que, sin saber muy bien qué hacer entre tantos adultos que iban y venían, se me clavaba una llaga en el corazón cada vez que te llevaban en brazos hasta tu cama.

Tan pequeñita, tan arrugada. Tan frágil y temblorosa.

Hasta que aquel 20 de julio, supiste esperarme para despedirte. Me asomé tímidamente a tu puerta, me acerqué despacio hasta tu cama y estuve abrazándote mucho tiempo, mis mejillas apoyadas sobre tu regazo, como tantas veces. Sin miedo, a pesar de mi niñez. Intentando lo mejor que sabía aliviar tu dolor con mis pequeñas manos. Secándote la frente y humedeciendo tus labios con una gasa empapada en agua. Cogiéndote de la mano y susurrándote: «Estoy aquí». Porque era lo único que ya podía hacer por ti. Que no te sintieras sola. Acompañarte y cogerte de la mano.

—Estoy aquí —te repetí muy bajito.

Y entonces te fuiste.

Lloré en silencio y te besé en la frente.

—Gracias por el camino compartido —susurré.

Y te imaginé entonces consolándome:

—Deja que todo pase, pequeña, la belleza y el dolor. Solo sigue adelante.

Y en aquel momento supe que, a veces, cuando muere un ser querido creemos que todo ha terminado. Y no es verdad, pensé; es el principio siempre. Porque la grandeza se alcanza, no cuando las cosas marchan bien, sino cuando de pronto un día todo se viene abajo y la vida te pone a prueba. Como solías decirme: «Solo si has estado en lo más profundo del valle, puedes saber lo maravilloso que es estar en la cima de una montaña».

Luego, mientras jugaba con el dedal sobre mi rodilla, me sorprendí suplicándote que me contases una vez más aquella historia que tanto me gustaba escuchar de niña:

—¿Ves ahora, mi pequeña —me dijiste sonriendo—, cómo aquello que para la oruga es el fin del mundo, para el resto del mundo se llama…?

—¡Mariposa! —grité emocionada.

Y sonreí contigo.

Porque, aunque nada volvió a ser lo mismo desde que te marchaste, la vida siguió poco a poco abriéndose camino. Pasó el invierno y todo se llenó de magia, de sueños y de flores otra vez. Y te hablé de la universidad, de mis amigos, de mi primer trabajo. De cómo allí, en la vieja Schering, me enamoré de un joven con tu mismo brillo en la mirada, que un día me cogió de la mano y me prometió que seguiríamos siendo niños para siempre.

Tenía tantas cosas que decirte… Y así supiste que fui madre, y que tu historia se convirtió más que nunca en mi historia. El mismo amor y los mismos miedos.

—Siempre vivirás en nosotros —te dije—. Somos parte de una cadena que no se puede romper.

Había dejado de llover y el sol comenzaba de nuevo a brillar. Miré entonces el reloj. Las dos y media. Cómo pasa el tiempo, pensé…

—¿Sabías que en quechua no existe la palabra «adiós»? —te dije antes de despedirme—. Allí dicen «tupanchiskama», que significa «hasta que la vida nos vuelva a encontrar».

Besé tu fotografía, apagué suavemente la vela y guardé tu dedal en el bolsillo de mis vaqueros.

—Sé que no estás lejos —musité—. Tan solo a la vuelta del camino. Gracias por ser mi mapa y mi brújula. Por enseñarme que la vida vale la pena vivirla. Por darme raíces y alas y por iluminar un poquito el mundo. Te quiero, abuela.

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