El contador de historias

El contador de historias

Todos los días en las mañanas, un hombre anciano se sentaba en la misma silla a tomar el sol y a fumar, pasaba sentado allí horas y horas con su mirada perdida en un pasado que quizá poco a poco iba olvidando, era un hombre de al menos ochenta años de edad, muchos años de vivencias, satisfacciones, desengaños, problemas, soluciones, dolores, amores y un sin número de desamores. Ochenta años de vida y de lucha constante, un hombre de aquellos que al parecer hablan poco, pero lo poco que hablan lo hacen basados en la experiencia y conocimiento propio de la vida, un hombre como muchos, pero de aquellos en verdad, un hombre como pocos.

Al pasar por ese mismo lugar, lo observaba detenidamente por varios minutos, mientras pasaba frente a su casa y sin que este se percatara siquiera de mi existencia, algo en aquel hombre me generaba demasiada incertidumbre. Me posaba frente a él y lo saludaba sin obtener respuesta alguna. El anciano simplemente parecía no notar mi molesta presencia o quizá no importarle en lo absoluto, simplemente seguía concentrado en lo que estaba haciendo, seguía fumando su tabaco y observando a la nada, con su mente puesta en otro lugar, tal vez en otro espacio de tiempo, era una persona que en realidad parecía vivir en otro mundo, en otra dimensión o como todos por allí solían decir, en verdad, aquel viejo estaba completamente perdido en su locura.

Obstinado y con el firme propósito de entablar con el anciano algún tipo de conversación, o porque no, tener una relación de amistad, todos los días sin falta pasaba por allí y me detenía a saludarle, no obstante, seguía sin obtener de aquel hombre una sola palabra. Sin embargo, cierta mañana y quizá enterándose de mi obstinación e insistencia y justo cuando empezaba a perder la poca esperanza que tenía aún de poder hablar con él, este, y sin que yo expresara una sola palabra me saludó, dijo simplemente buenos días, yo quede totalmente anonadado, pues en realidad, ya habían pasado varias semanas desde que me fije el propósito de hablar con él sin obtener ningún resultado. En ese momento, aquel hombre con una voz pausada, un tanto temblorosa y delicada, propia de una persona de su edad, esbozó en su rostro un gesto de amabilidad sincero y simple, en todo caso, fue un auténtico gesto afable hacia mí.

Entre un saludo y otro, poco a poco me fui ganando de aquel hombre su confianza, incluso teníamos pequeñas conversaciones, habíamos pasado de un simple buen día, a tener pláticas de dos o tres minutos y, con el paso de los días, largas y amenas tertulias de varias horas, cargadas de recuerdos y en las cuales además de palabras compartíamos un delicioso café.

Un día mientras hablaba con él, me narró historias de su juventud, historias de su vida, historias de aquellos años que en realidad y vistos desde sus propios ojos pasaron muy rápidamente, años que de igual manera, cansinamente fueron dejando en él la huella de un tiempo que solo recordaba, un tiempo que quedaría para siempre grabado en su memoria como finos y delicados recuerdos, recuerdos que lentamente y sin quererlo iban saliendo de su cabeza, recuerdos que se perderían poco a poco y para siempre en un agujero negro dentro de su cabeza, quedando para siempre en el olvido.

Aquel hombre, llevaba consigo su pasado, un pasado feliz, triste, oscuro y claro, recordaba a sus padres y a su esposa fallecidos, recordaba a sus hijos, con los cuales entendió o más bien se percató de como a medida que ellos crecían su vida iba llegando al ocaso, a su fin, al fin de unos años maravillosos y con ello, como lentamente su cuerpo cambiaba y se consumía, volviéndose cada vez más viejo, arrugado y senil.

En sus ojos claros casi sin vida, en su rostro marchito y su cabello enjabonado, blanco como el algodón, se notaba profusamente las huellas del tiempo, cicatrices profundas del pasar de los años, huellas imborrables de un pasado en blanco y negro sin cabida a tonos grises, un pasado olvidado o quizá recordado con melancolía, un largo tiempo vivido fugazmente por aquel anciano de manos arrugadas, temblorosas y frías. Un hombre en el ocaso de su efímera existencia, quien veía como su vida poco a poco se alejaba, perdiéndose en recuerdos de un pasado que jamás reviviría o regresaría de nuevo, y que maquiavélicamente alimentaba la llama de su sufrimiento al no poderlo ver llevado a efecto por una última vez.

Hablaba de su esposa y de sus hijos con tanto sentimiento y admiración que el solo hecho de escucharlo te hacía erizar la piel, sus dos niños –como aún les decía a sus hijos- quienes a lo largo de toda su existencia fueron para él su orgullo, su alegría, el motor de su vida, siendo siempre un regalo hermoso entregado por Dios y materializado por medio de su inolvidable y eternamente amada esposa. Esa mujer a la cual le juró en algún momento fidelidad y amor eterno, una mujer que desafortunadamente había sucumbido en un profundo y eterno sueño, su esposa fiel que había muerto varios años atrás, dejando en él hermosos e inolvidables recuerdos. Recordar esa mujer, hacia brotar de sus apagados ojos inagotables gotas de lágrimas, lágrimas que simbolizaban un amor a prueba del tiempo.

Al percatarme de su entusiasmo al hablar de sus seres amados, le pedí entonces que me contara más sobre su esposa, puesto que, hablar de la mujer que lo acompañó durante gran parte de su vida, dejaba ver en sus ojos la alegría de un pasado en presente, un presente que a su edad, en verdad no tenía algún futuro. Alegremente, me contaba el momento en que la conoció, me dijo que era una mujer hermosa como jamás había visto otra. Su belleza, era en verdad un manantial de agua cristalina en el cual él deleitaba su mirar, tenía una sonrisa fresca como el rocío de la mañana y la pureza propia de una rosa que recién emerge de su capullo, una rosa que permanecía oculta a la espera quizá de ser descubierta por las manos firmes pero delicadas de su jardinero. Una deidad hecha mujer, una ninfa de ojos castaños, piel blanca, cabello oscuro ondulado y su rostro adornado finamente con hermosos lunares que parecían ser pintados por la mano experta de un artista, efélides colocados estratégicamente uno a uno con el único propósito de realzar aún más su espectacular y sobrenatural belleza.

Ella en la flor de su vida, con tan solo catorce años de edad, una niña con cuerpo y aroma de mujer, una chiquilla deseosa de descubrir los placeres del amor y él, un hombre joven, dispuesto a enseñarle todos y cada uno de esos placeres que ella a su corta edad quería descubrir. La conoció una noche estando cerca al coliseo del pueblo, un pueblo alejado de la ciudad y en la misma proporción olvidado del estado, un pueblo al cual él llegaría -según sus propias palabras- como un castigo propio de su, hasta ese momento, desdichado destino, en todo caso, en favor de aquel “inmerecido castigo” conocería a la mujer de su vida, a esa fiel escudera que desde ese momento y durante toda su vida lucharía a su lado, acompañándole y brindándole un inmenso amor y así mismo, una familia por la que él diariamente daba infinitas gracias a Dios.

Yo disfrutaba a mi corta edad pasar tiempo con él, puesto que me encantaba escuchar todas y cada una de sus historias y vivencias, era un hombre con la sabiduría propia que dan los años y, a quien en verdad le tomé bastante aprecio. Todas las tardes sin falta me dirigía a su casa y hablaba con él por largo rato, escuchar sus narraciones era en verdad algo espectacular, todas ellas me encantaban o causaban en mí sentimientos indescriptibles. Sin embargo, las que más disfrutaba eran aquellas de sus tiempos como militar, puesto que eran historias cargadas de acción y adrenalina, sé que él disfrutaba de igual manera narrarlas con detalle, tanto que parecía estarlas viviendo nuevamente, causando en si diferentes sentimientos y una melancolía indescriptible.

Era increíble la lucidez con que aquel anciano relataba sus historias, tenía una memoria prodigiosa, narraba tales eventos de una manera excepcional y no se le escapaba ningún detalle, tanto que por momentos parecía estar viviendo de nuevo todo aquello, y así mismo, me hacía transportar en modo, tiempo y lugar a ese preciso instante, haciéndome un testigo directo y presencial de todo lo que él había vivido en esa ocasión.

Me dijo que vivió una vida feliz, mencionaba además que de poder volver a repetir su vida, la viviría nuevamente al lado de su esposa e hijos, me dijo que aprovecharía eso sí, todos y cada uno de los momentos al lado de ellos, pues desafortunadamente para él, un hombre de ochenta años, la vida había sido muy corta, puesto que desaprovechó momentos y tiempo valioso lejos de su familia. Deseaba regresar el tiempo y poder disfrutar de un beso o tan solo un abraso más de su esposa, una palabra o un consejo de sus padres o simplemente escuchar de nuevo un “papi te amo” de sus hijos estando aun pequeños cuando él llegaba a casa. Desaproveché momentos que hoy desafortunadamente no puedo vivir y solo sueño recordar… me dijo.

Era un hombre viejo sí, no cabe duda de ello, pero de hacerse viejo él no tenía culpa alguna, hacerse viejo es un simple estado, una dura ley propia y natural de la vida, no obstante, también en algún momento fue un hombre joven y una persona “útil”, con sueños y metas por cumplir. No por hacerse viejo dejaba de ser un ser humano y pasaba a ser algo desechable y re-usado, algo que puede dejarse pudriendo en un rincón o echarlo simplemente al bote de la basura y taparlo con rechazo o tristemente dejarlo a su suerte en el olvido eterno de una sociedad desagradecida, a merced quizá de una juventud desalmada y cruel, que no valora la experiencia, el conocimiento y la sapiencia propia que te deja el paso de los años.

Cuando murió asistí a su funeral, increíblemente sus hijos, aquellos de los que tanto se enorgullecía no asistieron a sus honras fúnebres. Murió con sus recuerdos, sumido en la más profunda soledad, olvidado por todos a los que él consideraba y llamaba su familia. Olvidado por aquellos por los que sacrificó tantos años de su vida, sin embargo, su rostro se notaba feliz, tranquilo, quizá porque al irse de este mundo se iría a reunir con el amor de su vida, se reencontraría con la mujer que recordaba día a día y la cual extrañaba profundamente. Aquel anciano al morir, tristemente se llevó consigo todas aquellas maravillosas historias contadas a través de él, el mejor contador de historias.

En memoria no solo de él, mi amigo, sino además de todos aquellos ancianos, de aquellos «viejos» que día a día son olvidados y maltratados. Aquellos que siendo importantes en cualquier sociedad, son olvidados y maltratados por una sociedad injusta y desagradecida, debiendo ser valorados, ya que ellos son la voz de la experiencia y la sabiduría, aquellos hombres y mujeres valiosos que esperan contar solo con un día más para seguir narrando sus historias de vida y compartir sus amplios conocimientos de esa, en muchos casos, desagradecida existencia.

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