-¿Me puedo sentar?

-…….- Marta desde el asiento de piedra de la plaza Pueyrredón, mira sorprendida.

– Me dijeron que tenía que hablar con un desconocido.

-Pero yo soy una desconocida.

Ernesto no sabe que decir. Esconde el celular. Se sienta y se queda mirando a los niños que juegan, a lo lejos.

-Eso no lo pregunté- le respondió

La plaza se está poblando de a poco, bajo la sombra de los árboles hay grupos de amigas mateando en rueda. La mañana es apacible. Casi nadie tiene puesto el tapa boca.

Ernesto busca iniciar una conversación y Marta, a desgano, escucha.

El dolor no le permite a Marta caminar, la máscara la ahoga. Llega a la clínica, quiere entrar y la frenan en la entrada. Sin hablar extiende la muñeca para que le tomen la temperatura y después abre sus manos para que la desinfecten.

-¿Que necesita?

-Estoy con mucho dolor de cintura, apenas me puedo mover.

-Pase y espera en la ventanilla. Mantenga la distancia y súbase la máscara, por favor.

La llaman por su apellido y Marta entra; el médico se acomoda en su asiento, sigue leyendo en su computadora y cuando levanta la cabeza Marta está a la espera de algún saludo pero el médico no dice nada, solo hace un gesto como invitándola a hablar.

-Estoy con mucho dolor de cintura.

-Bueno, entonces le damos una inyección para el dolor.

-¿Cómo me va a dar una inyección si no sabe lo que tengo?- casi gritando, dice Marta.

Cruzan sus miradas por primera vez, la intensidad es obvia, el espanto y el asombro se enfrentan.

-Ustedes vienen siempre por lo mismo, pero si quiere le doy un turno para un traumatólogo.

-Deme un turno para un traumatólogo- responde con firmeza, Marta.

Las voces se elevan apenas. El médico decide actuar

-¿A ver, muéstreme dónde le duele? Claro, es una lumbalgia. Puede tomar algo vía oral, si prefiere.

-¿Y el dolor por qué es?

-Puede que haya dado vuelta un colchón o hecho fuerza con algo.

-Buenas tardes- saluda Marta mientras se levanta. El médico extiende la mano con las órdenes que acaba de escribir, sin levantarse y sin responder al saludo.

A los diez minutos camina con dificultad hacia la parada, en sentido contrario por la calle Lamadrid. Se para en la esquina a leer detenidamente los papeles que le dio el médico de guardia, se guarda la orden del turno, hace un bollo con la receta, la tira en un basurero y se saca la máscara con brusquedad.

A Ernesto le da mucha risa el relato de Marta, se ríen juntos como quien repite una anécdota conocida. Caminan hacia la playa por Avenida Libertad, entretenidos y serenos.

-Eso sí, me puse contenta porque por lo menos no gasté en taxi.

-¿Y qué pasó después?

-El traumatólogo, muy educadito no me tocó un pelo; miró, desde su asiento eso sí, como me paraba y me mandó a kinesiología, y a sacarme unas radiografías que me hicieron enseguida.

-¿Que decían?

-No sé. Ya no entregan placa, ni informe. Solo un CD que no se leer.

-Bueno, tendrá que esperar que las vea el traumatólogo.

-Sí, por supuesto. Tengo turno para dentro de dos meses, claro que pasó hace un mes y ya no me duele- se ríen a carcajadas.

No es el primer día que Ernesto se pasa horas tratando de entender el celular que le compró su hijo. Lo invitó a comer y espera que lo ayude con “el aparato”

-Cada día la salsa te sale mejor, papá. A ésta altura creo que ni mamá la hacía tan rica.

-Gracias, hijo. Tomamos café?

-Estoy un poco apurado.

-Bueno, pero yo quería que me ayudes un poco a entender éste aparato.

-¡Pero papá, si no cazas una!

-Por eso, vos entendes, necesito que me expliques.

-¡Ay, otra vez! ya lo intentamos muchas veces. ¡Esto no es para vos! Che lo único que tenés que hacer es apretar acá cuando suena y hablar.

-¡Pero, hijo, el celular tiene otras funciones!

-Mirá papá, tenés que renunciar a aprender, no podes, no te da- El hijo comienza a ponerse la campera tratando de terminar el tema.

-¿No te vas a quedar un rato aunque sea a charlar? Pregunta Ernesto.

-Ahora no puedo.

– Pero quiero hablar con mi hijo de vez en cuando.

-¡Pero si las cosas que te gustan hablar las hablas con desconocidos en la calle! Buscate a alguien en la plaza.

-…..-

Se miran, Ernesto con dolor, el hijo con un poco de vergüenza, entonces le dice Papá, cuando quieras decirme algo me mandas un whatsapp y yo te respondo a la noche seguro.

Habían caminando por Libertad disfrutando de las veredas amplias y los árboles añejos de la Avenida, cuando Ernesto terminó de contar, llegando a plaza España, se tuvieron que sentar porque se habían tentado con la respuesta del hijo.

-Espero que no le tenga que mandar un mensaje urgente- se ríe, Marta.

-¡Imagínese si me caigo y tengo el celular en la mano, para que me sirve!

-Es nuestra pesadilla: caernos y que nadie nos escuche.

– Para mí es una encerrona trágica: Poder puedo, pero no sé cómo- dice Ernesto

De la risa pasaron al diálogo simple y antiguo: Alguien habla, alguien escucha.

-¿Que será de la paciencia, no?

-¿Sabe? Yo fui ferroviario, desde que era un muchachito; bah, lo sigo siendo en el corazón. La vida me la enseñaron mis compañeros mayores, ellos me mostraban el mundo al poner un riel, me mostraban como funciona una máquina, un farol, cómo y cuándo había que operar. Lo que no aprendía bien, otro día me lo volvían a explicar. Así actué en cada acto de mi vida, porque así aprendí a vivir en el mundo. No puedo comprender el apuro.

Cuando Marta llegó a la esquina del centro radiológico se dio cuenta que tenía que hacer cola en la calle; se paró detrás de la última persona sin tomar mucha distancia y con la máscara en la garganta, total no había empleados en la vereda.

Mujer 1 – ¿Será para todo esta cola?

Mujer 2- No sé, antes era

Marta -Yo llamé y no me respondió nadie, así que me vine.

Mujer 1- A mí tampoco, y miren que llamé, he. Igual yo voy a preguntar.

Mujer 2 – ……..

Marta -…….

Mujer 1: No se puede, para preguntar hay que entrar y para entrar hay que hacer ésta cola.

Marta – Entonces ésta cola será para todo.

Mujer 1- Sí, pero no se mueve y me hace mal estar parada, me duelen las piernas. Yo sé que tengo que bajar de peso pero cobro la mínima, mi hija me ayuda pero lo que puede comprarme son fideos, arroz, harina y esas cosas ya se sabe….

Mujer 2- Y sí, las cosas de dietas son caras.

Marta: Porque no vas a Alco? A mí me da resultado. Incluso cuando no podes comprar nada de dieta, te indican cómo hacer.

Mujer 1-¿Y dónde es?

Mujer 2- Hay muchos nodos, preguntá en tu barrio y vas a ver que tenés uno cerca. ¿Ustedes saben lo que es hernia de hiato?

Mujer 1- Yo tengo. Pero no sé qué es tampoco.

Marta- Es algo del estómago, primero tuve reflujo y después hernia.

Mujer 1- Eso también tengo.

Mujer 2- Mi marido tiene. ¿Y qué toman?

Marta- yuyos que averigüe que sirven: cedrón, menta, hinojo, Llantén. Hay muchas cosas.

Mujer 1- Lo voy a anotar, si no nos ayudamos entre nosotras…

Mujer 2- Yo le voy a pedir a mi vecina que tiene de todo en el fondo de su casa.

Marta y Ernesto estaban parados en la rambla mirando al mar, sonrientes, serenos disfrutando de la compañía. El mediodía amenazaba con llegar con su explosiva potencia de verano. Marta seguía entusiasmada contando las recetas que se pasaron.

-¿Usted cree que me pueden perseguir por ejercicio ilegal de la medicina?- pregunta divertida Marta

– Nooo, somos cada día más. Igual mejor no hablar en esos lugares para que no nos reten- se ríen mientras se aconsejan hierbas y yuyos de nombres desconocidos.

– Pensaba en las diferencias, ¿no? Las brujas quemadas en la hoguera por su sabiduría y por su influencia sobre los pobres- comenta Marta.

-La verdad es que si ellas no atendían al pueblo, nadie más lo hacía.

-A nosotros tampoco nos quieren atender.

-Es que a nosotros nadie nos necesitan, no somos útiles, somos viejos.

-¿Será que a pesar del miedo, tenemos menos miedo?

-¿Menos miedo que quienes?

-Que las brujas que quemaron en las hogueras.

-No, yo creo que Dios por acá anda agonizando un poco y además sabemos más cosas.

-¿Y para que nos sirve?

-Para resistir.

Dos horas había esperado Ernesto en la puerta de la guardia del hospital cuando se asomó a ver si habían atendido a su vecino. Por las nuevas reglas no podían pasar los acompañantes que se amontonaban en la puerta; a solo un metro de él una mujer se desplomó sin que nadie la alcance a sostener. Varias personas se acercaron hasta que alguien empezó a golpear en un consultorio y a gritar por ayuda.

Los gritos contrastaban con el silencio detrás de las puertas. Todos se empezaron a alterar y en todas las puertas había golpes y gritos cada vez más furiosos. Ernesto se quedó dónde estaba y le hacía señas a su vecino para que se quede en su lugar y que se calme. Era muy difícil ante los gritos y la violencia.

De pronto, una mujer policía abrió la puerta con una actitud intimidatoria y a los gritos comenzó a amenazar a los que golpeaban. En medio del griterío llegó una camilla y con rapidez, subieron a la mujer que estaba desmayada y se la llevaron.

La gente empezó a darse cuenta y mientras se acercaban a la camilla, la mujer policía, bajita, con sobrepeso y una expresión de los mil diablos se metió con rapidez al consultorio, pero antes ordenó colóquense bien el tapabocas.

Ernesto vio todo como en una película, a los pocos minutos ya nadie hablaba de lo ocurrido, todos concentrados en su drama propio.

De la rambla del casino giraron hacia las paradas de colectivos y se sentaron en una de las casetas para seguir la conversación, Marta recuerda a su madre.

-Mi mamá quería ser enfermera, estudió un tiempo pero tuvo muchos hijos como para seguir estudiando, pero siempre nos contaba de sus sueños: curar, las corridas para salvar una vida, esas cosas la emocionaban. El único gusto que se dio la pobre es sembrar nuestros alimentos mis hijos son sanos porque comen sano,
le encantaba decir.

-Y tenía razón, hoy todo el mundo está volviendo a lo mismo, es otra de nuestras resistencias – dijo Ernesto.

-¿Otra resistencia? – se extrañó Marta.

– Claro nuestra paciencia también es resistencia.

-¡Paciencia, otra vez la paciencia! ¿Paciencia hasta cuándo? Explota Marta. -¡Ya no quiero paciencia, quiero salir a luchar por mis derechos!

Los dos se quedan callados, se miran agitados, como al límite, Marta no cede, no pide disculpas, pero dice:

-Es que cuando se me rompe la paciencia, exploto en pedazos tan pequeños que ni siquiera los puedo ver, ya no me dan las fuerzas para unirlos y me voy muriendo un poco- entre los dos se hace un silencio hondo pero cómplice que los hermana.

Cuando ve su colectivo, Marta levanta su mano para detenerlo y se le vuela su pañuelo del cuello con el viento de la costa; Roberto, casi en un salto, lo alcanza y cuando se lo va a entregar se miran sonrientes y se dan cuanta que ya nunca se dejarán de ver

-Hasta todos los días, Roberto

-Hasta todos los días, conocida.

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