“Qué va’llevar” preguntó sin sacarse el cigarrillo de la boca. “Deme un cuartito de hígado, Julio”, dijo la vieja sin apartar la mirada de una cabeza de chancho enorme que colgaba de un gancho. ¿Para qué le preguntaba? si la vieja de mierda no llevaba más que hígado. Doscientos cincuenta gramos, justo.
Julio le extendió el paquete envuelto en diarios y la vieja se fue arrastrando su chango por la calle adoquinada, desierta. ¿Quién lo mandaba a abrir con esa garúa puta que ni las cholas asoman la ñata? Un pucho más y guardaba todo.
Las cabezas de chancho pendulaban con el viento, se reflejaban en los adoquines mojados. Cerró los ojos e imaginó su cabeza colgada de un gancho, con la lengua hinchada, y una fila de viejas idénticas con changos idénticos haciendo cola para comprar hígado bajo una tormenta de arena arremolinada por el viento, atendidas por un chancho de bigote que se iba destripando con un cuchillo. Suficiente. Se iba a la mierda.
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