Dibujo un firulete

Dibujo un firulete

mónica borgogno

27/03/2021

1.

Cuando era chica sonaba Julio Sosa en un tocadiscos. También en la radio de la cocina. Cuando era chica había tangos en toda la casa.

Cuando pasaban cinco minutos sin verla la llamaba, la buscaba y la encontraba en el garaje. Ella planchaba y lloraba. Yo le preguntaba y no sabía qué le pasaba.

Un día se dio vuelta y tiró todos los vasos azules de vidrio al piso.

Astillas, trizas de mujer desparramadas. Vi un tango ahí. Otro día chancletazos hasta desahogarse y otra vez, un portazo y se fue.

Ahora cierra la puerta de calle y se olvida la llave adentro. “Vení a buscarme, me quiero ir de acá”, dice. Entonces dibujo un círculo o mejor, un firulete. Ella una vez más quiere irse.

Paso a buscarla en el fiat que está tan destartalado como los cuerpos de una mujer de 50 y otra de 75 para 76, y vamos a pasear mirando sin mirar. Enseguida: “¿A dónde vamos? Llevame a mi casa”.

Un miedo la nubla y me nubla.

2.

La muerte no es sólo el fin. Es la lámpara que ya no se usa en esa casa, el colchón que se hereda antes de tiempo, las frazadas que ahora sobran, los carreteles de hilos de colores en su artesanal porta hilos hace años abandonados.

Pienso en la muerte y en las casas. Pienso en esta casa, cuando ya no sea mía sino de quienes me cuiden, cuando no pueda reconocer el naranjo ni recordar a todas las palomas que albergó o las naranjas que cosechamos, cuando ya no me sorprenda la infinita cantidad de azahares que como botoncitos blancos compiten con las estrellas de la noche, cuando pida permiso para ir al baño porque se me olvidó cómo llegar al mío, cuando me pongan cartelitos en los cajones o puertas para que sepa donde guardo las tazas o las ollas. Pienso en ese momento en que un batallón entrará a mi casa y yo no sepa que es mi casa.

3.

El sábado nos sentamos al sol debajo de las bombachas recién lavadas. Comimos unos quinotos, jugamos con el perro, hablamos del jazmín que ya prometía un montón de perfume para este noviembre, cerramos los ojos y nos dejamos estar en silencio, cercanas.

Retomamos un crucigrama para reconocer letras. Ella agarró una birome y garabateó en torno a la F o la M. “¿A dónde hay una F?”, le pregunté como si fuera la mejor maestra, y le di una birome. Ella marcó un círculo en la F. Yo dije “F de fin” y ella agregó: “la muerte”. Puede ser el fin de una novela, agregué como para aliviar, pero no. Enseguida busqué la V de vida. Le pregunté sobre su vida, qué iba a hacer hoy. «Nada», dijo.

Así quedé, contagiada de nada.

Miraba hoy a la mañana la luz que se movía con el ondular de las cortinas y no podía levantarme. Esa luz apenas naranja que se filtraba en el cuarto como un rayo todopoderoso y que a mí no hacía más que aplastarme. Sonaron unos pájaros que no identifiqué y me quedé aplastada, un rato más.

4.

No pasa nada.

Nada de nada.

No hace nada.

Cuando hay sol, se sienta en el patio y nada.

Apenas mira corretear a la lora,

le da unas miguitas de pan

y se vuelve a sentar.

“Vení, sentate acá”.

Me siento y vivo otro ritmo, otro tiempo,

puedo mirar la vida pasar.

Ella me invita a la nada,

a mirar pasar los minutos y los silencios

como si no tuviera ya más nada que hacer.

En cambio cuando llueve,

corre las macetas,

guarda los sillones

y los canarios en sus jaulas,

aplasta una araña que llegaba para anunciar el agua,

entra la escoba,

se va a poner la camperita roja,

antes abre las persianas,

pone la radio,

sintoniza un tango,

canturrea una canción que no olvidó,

busca el paraguas,

busca la camperita roja,

busca el paraguas,

no lo encuentra,

no sabe dónde lo dejó.

5.

La muerte no es el fin, apenas una muralla me digo. ¿O acaso un puente será? No sé cuándo llegue la muerte de una u otra pero hubo un tris memorable que me hizo levantar los hombros en un «qué me importa».

Le hice un huevo frito, la peiné y maquillé, le corté las uñas, nos sentamos a ver televisión una al lado de la otra, cerca. De repente me pasó la mano por la espalda, me acarició, me quiso, me reconoció y a mí de repente se me cayó una lágrima.

Ya no importa cuándo caminaremos una u otra hacia allá, hacia un celaje único e inolvidable o un mar pero bordeado, hasta el infinito. Será un día de viento suave que nos hará remolinear los vestidos o las blusas como en cualquier otoño.

Qué me importa que me diga Vero en lugar de Moni.

Me guardo la caricia como si fuera un tesoro de piratas, e invento otras en estos días nublados. Necesito decirlas o escribirlas.

La semana pasada por ejemplo, me acosté a su lado. Hace rato que no duerme sola, siempre hay alguien con ella. Le dije “hasta mañana”, me dijo “hasta mañana”, me agarró la mano y así estuvimos un ratito, agarradas. Un amarre que cuesta millones de pesos, no se puede calcular.

Como si fuera una niña, ella o yo, nos saludamos “chocando los cinco” o dándonos un beso de nariz, restregándonos nariz con nariz. Nos divertimos en el roce, el contacto, el abrazo, el guiño.

Quiero acompañarla lo más que pueda, cuidarla y qué difícil resulta. Los encuentros duran tan poquito. Ayer estaba contenta, me miraba y me veía, movía los pies al son de una bachata que a cada rato suena en la radio, movimos los brazos para un lado, para otro y buscó pista en el patio para bailar como seguramente lo hacía, con su grupo de amigas, hace unos años nomás.

Esas amigas, por cierto, se esfumaron. Ahora está rodeada de un ejército de cuidadoras, unas más amorosas, otras más cómodas, pero todas desconocidas.

Al día siguiente, no me veía. Quién sabe a dónde la trasladaban sus ojos. No habla más de ese padre que quería bajarle la bombacha raída en un baldío, de su mamá que ni conoció porque murió como morían las mujeres en los partos de mediados de siglo XX, de la nona que la crió, de las escapadas de la escuela y la repetición del primer grado, de las maldades de su madrastra, ni se reconoce en la foto en blanco y negro cuando tenía unos tres años.

Qué me importa que no recuerde mi nombre.

Me quedo con unos pocos gestos que puedo devolverle y cuando ya no esté, ahí sí, cotizarán en bolsa, me los querrán robar a la vuelta de una esquina oscura y despoblada de invierno pero quién será el osado. Quedarán guardados en un cofre de mimbre, donde dicen que se guarda y teje la memoria, el mejor lugar posible.

6.

Leo “El árbol de la buena muerte” de Oesterheld: un regalo, un árbol en Marte, una mujer que añora la Tierra y de pronto pasa un panadero, de esos que vuelan transportando una semilla de Diente de león y que sólo se veían en nuestro planeta, y la mujer muere con una sonrisa.

Ojalá existieran esos árboles por estos lares y yo pudiera regalarte uno así. Pero todavía no se diseñaron ni sembraron y tengo que inventarme otras ceremonias.

Ojalá el último día de nuestras vidas llevemos puesto un vestido bien acampanado, sople un viento indiscreto que nos levante la falta como Marilyn y nos haga sonrojar y bajar raudamente esas polleras.

Ojalá pudiéramos sentir el cosquilleo de tirarnos por un tobogán alto hasta llegar a un lugar que no sea éste que conocemos bien. Ojalá pudiéramos reemplazar el cejo fruncido y el miedo por un segundo de vértigo hasta llegar a unas playas de arenas de mil colores y árboles apenas brotando y ni frío ni calor. Ojalá pudiéramos elegir un camino que dobla a cada paso y pudiéramos toparnos y sorprendernos con esas piedras que ostentan huellas de miriápodos de remotos tiempos, y así, distraídas, perdiéramos la meta.

7.

Soñé que mi papá iba a dormir con ella, como si fuera su mejor compañía. 

Despierto yo y escribo este vaivén que se cuece entre lo distante y lo cercano, las presencias y los ausentes, el ayer y el hoy.

A mi padre sólo atiné a decirle “hasta mañana”, lo descuidé, lo desoí, lo subestimé. Lo extraño.

A mi madre hoy la cuido, la escucho, la quiero como es, un día cascarrabias, otro día payasa.

¿Serán las pastillas imprecisas, será esta enfermedad, será esa hipótesis aún no del todo demostrada que habla de una cadena de pérdidas trascendentes que desata semejante tormenta de olvidos?

8.

Leo que todos extrañan a sus padres. Mientras tanto acá un niño merodea

y nos convierte despacio y se convierte con nosotros. También una niña extraña a su padre hoy.

Revuelvo fotos de álbumes y me veo. No sería yo sin ese agarre, es como si nunca lo hubiera soltado.

Esas fotos sostienen, son la memoria de la suerte que otros no tuvieron.

Cuando uno es pequeño está cerca, abrazado, pegoteado casi.

Después pum, despegamos y más tarde necesitamos acercarnos de nuevo.

Para qué vas al cementerio pregunta el niño que me ve rezar un padrenuestro, vaciar el florero, dejar unas piedritas.

Un ritual para reponer los recuerdos, acercarme de nuevo.

Dibujo un firulete, o un círculo, de nuevo.

9.

Escribo y cae una mezquindad de lluvia, como chispitas de agua desde arriba que le dan un verde más intenso a las plantas pero que ni ruido hacen sobre los techos de chapa. Pura quietud de la siesta en este pueblo.

La persistencia de esa garúa tan ínfima, erosiona, tal como se borra su memoria cada día.

Por eso le leo algún relato, para que ya sin su historia y por unos instantes, ella pueda disfrutar de otras historias. Sí, por unos miserables instantes.

Un batallón de políticos debería tomar nota de esto que digo y pienso e inventar de una vez la ley que obligue a reparar y recrear tantas memorias en desuso.

Me miro al espejo y veo que el tiempo reparte y reparte arrugas, no hay botiquín lleno de potes de crema que pueda combatirlas. Me miro y aún me veo.

10.

La muerte siempre va tan apurada y te deja así, sin tiempo para despedidas.

Escribo para ensayar esa despedida, como si se pudiera.

Cuánto hace que ya no idea bromas, cuánto hace que no riega las plantas, cuánto que no borda, ni limpia, ni pinta, ni cocina budines, ni pone la pava para hacer sus mates.

A la casa donde vive se le descascaran los techos, como capas de cebolla, la casa está sin maquillar y unas arañas insisten con vivir por ahí donde ya no hay peligro de plumeros. A su cabeza se le van cayendo capas, día a día. En el último instante, ¿tendrá imágenes de pedacitos de recuerdos todos juntos? Yo creo que va hacia el color blanco, una foto derruida por la humedad del tiempo. ¿Y si me equivoco de color? ¿Y si le sobreviene el sonido de la orilla del mar que vio una sola vez y la emocionó? ¿Vendrá un viejo novio o mi papá a buscarla con una margarita robada de algún jardín vecino? Tal vez se vaya de aquí simplemente con el olor de la torta de naranjas que se le antojaba cuando me esperaba. No importa que no se acuerde de su hija. Ojalá le llegue repentino, un recuerdo de los buenos. Aunque sea uno.

11.

Hoy se escucha apenas el sonido de la llovizna, tan leve y sostenido como misterioso. Acerca un murmullo de voces, fotos en blanco y negro, otros años. Uno abre la ventana y descubre que la memoria empieza a mojarse cada vez que llueve así de constante.

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