No hay lugar en la tierra para los viejos. El viejo aventurero recordó aquella frase de Simone de Beauvoir, dicha en plena revuelta del mágico e imposible Mayo Francés. Para el entonces joven estudiante, las clases universitarias quedaban ahora tan lejanas como presente se le hacía esta sentencia de la eminente filósofa existencialista:

El venerable sabio es un viejo loco que chochea o divaga. Ya se lo sitúe por encima o por debajo de nuestra especie, en todo caso se lo convierte en un exiliado. Pero más que disfrazar la realidad, incluso se considera preferible ignorarlo radicalmente: la vejez es un secreto vergonzoso y un tema prohibido.

Tras recorrer medio mundo y habérselo bebido casi entero, Pierre estaba ya de vuelta de todo. El paso de los años había dejado su huella y ahora, incapaz de moverse no sin grandes dificultades, intuía cercano el fin de sus días; decidido a terminarlos en la añorada ciudad donde naciera, se confinó en una de las barcazas eternamente varadas a orillas del Sena.

Junto con León, el fiel spitz blanco que le hacía compañía, desde aquella desvencijada falúa el anciano ve fluir pausadamente las aguas, las horas, los días…, la vida. De vez en cuando Pierre observa los típicos Bateaux Mouches atestados de turistas, que disparan sus móviles a diestro y siniestro, echándose al zurrón  imágenes para el recuerdo. Invariablemente, estos cruceros fluviales pasan bajo los puentes más emblemáticos de la ciudad: dicen que el más bonito es el de Alejandro III, un símbolo de la Belle Epoque jalonado de guirnaldas, farolas y esculturas aladas; también el de la Concordia es famoso, porque en su construcción se emplearon piedras de la Bastilla. En la Pasarela de las Artes el Ayuntamiento hubo de retirar los candados del amor, ya que su enorme peso amenazaba con derribarla; el Puente Nuevo, paradójicamente el más antiguo de París, sirve para medir la crecida del río. Por último, cabe mencionar también la Pasarela Simone de Beauvoir, que conecta directamente con la Biblioteca Nacional.

A través del pequeño ojo de buey que le mantiene unido al mundo, la visión de Pierre alcanza hasta la Isla de la Cité, el corazón de París donde sobresale la monumentalidad de Notre-Dame, símbolo de la cristiandad; el viejo entretiene sus largas tardes recreándose en la arquitectura gótica del templo, siempre plagado de visitantes. Un día de primavera, mientras contemplaba el rosetón de la fachada principal, observó que de la nave central salía humo; las llamas, que pronto prendieron la techumbre e iluminaron el atardecer parisino, recordaron al sorprendido espectador los vórtices neoimpresionistas de La noche estrellada, el genial óleo de Van Gogh que alguna vez había contemplado en el cercano museo de Orsay.

La noticia de aquella terrible catástrofe conmocionó al mundo entero: el presidente francés anunció que el monumental conjunto arquitectónico sería reconstruido en un plazo máximo de cinco años. Desde su privilegiado punto de mira, el viejo sigue día a día las obras de restauración de Nuestra Señora, sin prisa alguna por verlas acabadas; lejos de impacientarse, él se distrae observando cómo progresa la rehabilitación del templo medieval.

Ante el irremisible paso del tiempo, la memoria del anciano recuerda aquella disruptiva sentencia de Simone de Beauvoir: “Pensarse viejo es pensarse otro”. Muy cierto, pero él cree que esa alteridad es preferible a su terrible alternativa: requerir los servicios de Caronte no entra en sus planes, vade retro; el hombre vive tranquilo en su barca y prefiere dejar la moneda para echarse un buen trago de tinto al coleto. En la cabeza de Pierre aún retumba el aserto de aquella luchadora por la igualdad de derechos: “Convertidos en ancianos, los mayores ya no tenemos lugar en la tierra”. Esta sentencia le pareció entonces extemporánea y pensó que la insigne profesora exageraba. Ahora, con un puntito de nostalgia, el viejo evoca sus tiempos jóvenes de proclamas y manifestaciones, de luchas contra el imperialismo, el capitalismo y tantos otros ismos que en la Historia han sido …

Entrados ya en pleno siglo XXI, las dos grandes contiendas mundiales hace mucho que acabaron; las ideologías clásicas pasaron a engrosar el conocimiento enciclopédico y el himno de la Internacional Socialista permanece hoy como reliquia de un tiempo que se fue: C’est la lutte finale. Definitivamente, el liberalismo se impuso en Occidente y la globalización de los mercados produjo el llamado Estado del Bienestar; la esperanza de vida se ha ido alargando y el horizonte se nos presenta más claro, limpio y despejado. ¿Limpio y despejado?… Bueno sí, ahora la lucha es otra: la contaminación hace estragos, pero eso forma parte del tributo a pagar por nuestra Modernidad Líquida, donde todo resulta un tanto precario, evanescente y relativo… De vez en cuando el Planeta, espolvoreado de virus, bacterias y demás caterva microbiana se constipa y estornuda, pero no le hacemos mucho caso; sencillamente: ¡no es la prioridad!

Hace cien años la mal llamada gripe española causó trescientos mil muertos, pero ante semejante epidemia la humanidad se puso tiritas y la historia siguió su curso. Una centuria después parece que el primate, torpe animal de remate, nada ha aprendido de tal disparate y persevera en su estulto dislate. El tiempo parece haber pasado en balde: ahora nos ha invadido un regio y mortífero virus que, con su cetro a modo de hisopo, señala candidatos para pasaportarlos directamente hacia el más allá. Como buen gourmet, el orondo coronado muestra sus preferencias por la parte más sazonada y madura de nuestra especie; probablemente los viejos, que hacen mejor caldo, le resultan mas apetitosos a este guiñapo erizado de ventosas.

Voluntariamente aislado del mundo, confinado con su fiel amigo en aquella cápsula flotante, el viejo Pierre ojea las noticias de prensa, deteniéndose en los comentarios sobre la pandemia:

  • El noventa y cinco por ciento de las muertes por coronavirus se dan en los mayores de 60 años.
  • Ante la escasez de material, las asignaciones de ventiladores se hacen en función de la edad, esperanza de vida o posibilidades de supervivencia.
  • Los mayores tienen derecho a morir con dignidad. El impacto del coronavirus en centros de tercera edad, donde muchos acaban arrumbados, ha sido terrible.
  • La brecha digital impide a los ancianos acceder a servicios de telemedicina.
  • En las próximas décadas el número de ancianos en el mundo se duplicará. La cobertura universal de salud debe intentar atender sus necesidades.
  • En las redes sociales surgen expresiones de resentimiento y odio hacia los viejos.
  • Esta crisis sanitaria es una amenaza para la vida de los mayores. La pandemia discrimina y estigmatiza a la tercera edad, que queda desamparada.

Serio el semblante y con gesto contrariado, el anciano arrojó Le Monde sobre su mesa; reclinándose en el asiento, se frotó los ojos, dirigió la mirada hacia el Sena y exclamó: ¡Merde! En ese momento un relámpago restalló en su mente y rememoró la severa imagen de Simone de Beauvoir, declamando desde el estrado:

“Convertidos en ancianos, los mayores ya no tenemos lugar en la tierra”

¡Ahora sí que lo entendió perfectamente Pierre!

León, que dormitaba en el suelo esperando la hora de dar su paseo diario, se sobresaltó al ver el gesto de su amo. La declaración del Estado de Alarma había supuesto un confinamiento general y la limitación de movilidad era absoluta; tan solo se podía sacar al perro a dar una vuelta por los alrededores, de forma que el animal pudiera hacer sus necesidades. Pierre aprovechaba la coyuntura para estirar las piernas, así la Autoridad Superior no encontraría motivo de sanción por contravenir las rígidas normas dictadas: el animal resultaba una coartada perfecta para sus furtivas incursiones. El anciano, que no hacía vida social, aprovechaba estas salidas para explayarse, hablando con su mascota de todo lo humano y divino; así, la compenetración con el can se fue estrechando cada vez más, hasta el punto de llegar a departir con él sobre la actualidad cotidiana.

Pierre le hacía sesudos razonamientos sobre la inquietante pandemia y estaba seguro de que su amigo lo entendía, porque le miraba atentamente y afilaba sus puntiagudas orejas, volviéndose todo oídos. El can prestaba atención a cuanto su amo decía e incluso se estiraba, alargando las patas delanteras hacia él y ladrando como para darle la razón; o al menos eso quería suponer el viejo…; aunque también es posible que fuera la esquiva respuesta del animal a los gruñones perros que lo olfateaban al pasar. Día a día el avispado spitz fue evolucionando sus capacidades intelectivas, hasta que una buena mañana abandonó su condición perruna y amaneció totalmente transfigurado; de repente León se convirtió en un mozalbete dotado de atributos humanos, empezando por su capacidad para expresarse en perfecto francés.

Razonamiento ya tenía el can, que de astuta raza zorruna era, así que su conversación resultaba de natural atinada y pertinente. Viendo la cara de asombro de su dueño, el Mancerbero (a Pierre no se le ocurrió mejor forma de nombrar a la criatura, que afortunadamente solo tenía una cabeza) dijo: —Mi amo, esta situación se prolonga demasiado y, como dijo el tal Darwin, no hay más remedio que evolucionar para adaptarse a las circunstancias y los crisantemos; ahora podremos charlar tranquilamente mientras damos nuestros paseos diarios, sin tener que soportar las miradas insidiosas de los chuchos callejeros—.

A estas alturas de escalada el viejo andaba ya un tanto desquiciado así que, aun extrañándole tan radical transformación, la asumió como beneficiosa para su delicado equilibrio mental. A todo esto, el paisanaje pronto inició una tímida fase de desescalada (horrenda palabreja), en la que ya se podía salir a determinadas horas, aunque provistos de mordazas más carillas y guardando las reglamentarias distancias, pero sin formar corrillos…, ¡a ver qué va a pasar! El caso es que Napoleón y el anciano (a Pierre le pareció que la nueva condición del can merecía un nombre más digno e imperial) salían a dar largos paseos, mientras mantenían apasionadas diatribas sobre el futuro de la Humanidad, la conservación del Planeta, el misterio de los Ratones Coloraos o el inveterado cerrilismo de la condición humana, capaz de tropezar sistemáticamente en la misma piedra sin apartarla del camino.

Según Le Monde, dice el Gobierno que con el regreso a la “nueva normalidad” (también llamada “fase de reanudación” por algunas sensibilidades que se la cogen con papel de fumar) las cosas ya nunca volverán a ser como antes. Bueno, es posible que así sea, pero una buena mañana León apareció tan propio él, con su mejor aspecto albino y recuperado su zorruno aspecto de siempre. A su lado, Pierre encontró una nota que decía:

“Virgencita, que me quede como estaba”

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