La casa del valle

La casa del valle

Carlos Acevedo

01/04/2021

Muchas personas actúan de acuerdo con la razón, cumpliendo metódicamente en el sendero del deber y la conciencia moral. Otras se desvían del camino, se sublevan contra el tiempo, los irracionales, los extranjeros de un planeta extranjero a ojos del vasto universo.

Supongo que mi abuelo Cristóbal pertenece a esa segunda clase de individuos. Nunca se dejó conocer. Hace algunos años que ya no vive en la ciudad. La razón por la que marchó a las montañas es algo que desconozco por completo.
Mi madre me ha hablado de él después de mucho tiempo. Me pide que haga un esfuerzo por ir a visitarlo. Ciertamente, llevo muchos años sin verlo y pocos son los recuerdos que conservo de él, todos de mi infancia.
Hay días que se suceden más rápidos que otros sin saber que los perdemos y esto se lo debemos al presente, que nos venda los ojos contra el pasado.

Unos días más tarde, me preparé y fui a visitar a mi abuelo. Después de medio día de camino pude ver una casa dentro del bosque frondoso. Era una cabaña de madera sustentada por cuatro grandes vigas de cedro, con techo a dos aguas y una pérgola que hace de recibidor y terraza. Para entrar había que atravesar un pequeño jardín atestado de laureles y abundante hiedra. Nunca me gustaron los perfumes, pero el aroma de esta mezcla de plantas me causó una sensación de tranquilidad. En la parte trasera, un pequeño riachuelo bordeaba una parte de la cabaña para seguir avanzando su curso hacia el mar. Pero lo llamativo de esta pequeña vivienda, es que parece que forma parte del paisaje sin alterarlo, como si la naturaleza la hubiese aceptado sin remordimientos.

Mi abuelo Cristóbal salió al porche a saludarme cortésmente, como se reciben a los desconocidos en un hotel. Tuve una gran sorpresa al entrar. El pasillo que lleva al comedor está lleno de fotografías colgadas en la pared, enmarcadas en blanco y negro. En todas ellas, una serie de hombres equipados con botas, cuerdas, grandes mochilas, coronando diferentes volcanes. En la sala una gran ventana muestra la gran pared que se alza verticalmente sobre el extenso valle. Sin duda, es la montaña de la que tanto me había hablado Cristóbal cuando yo era pequeño. A un lado, dos grandes estanterías de madera de roble, albergando libros variopintos. Mi abuelo está intentando llegar al diván, con pasos cortos, cansado, ofreciéndome tomar asiento. En todo el habitáculo hay un olor intenso a madera, como si acabaran de terminar de construir la vivienda. Desde su sillón me observa con esa mirada limpia detrás de una máscara envejecida y me comenta:

— Como puedes observar chico, este es mi nuevo hogar y tiene todo lo que me hace falta para ser feliz.

— Estoy aquí por mamá, me ha pedido que venga unos días.

— Entonces estás aquí por complacer a mi hija, que te pidió que vinieras a ver a tu abuelo el ermitaño — dice con sorna.

Nos quedamos callados durante unos minutos observando la maravillosa vida del valle. Rompí el silencio con una pregunta:

— ¿Por qué este sitio Cristóbal?

— Esta fue la primera montaña de muchas — comenta con entusiasmo.

— ¿Quiénes son esas personas de las fotografías?

— Pertenecí a un grupo de montañeros mucho antes de que tú nacieras. Siempre que podíamos estábamos viajando y explorando nuevas tierras. El grupo se fundó cuando yo tenía apenas veinte años. Por aquel entonces, recuerdo que un amigo de la escuela vino corriendo a contarme la experiencia que había vivido con ellos. Me comentaba que varios chicos lo invitaron a escalar ese volcán que estás viendo ahora mismo. Fui el último en incorporarme al grupo. A partir de ese momento, cuando vivía en la ciudad, me sentía extraño. Era como una fiebre. Siempre contaba los días para volver a subir, como si hubiese hecho un pacto secreto con las fuerzas misteriosas de la naturaleza.

Unos pájaros pasaron en bandada cerca de la ventana, el día iba dando paso a la noche.

— Ayúdame a incorporarme chico, estas piernas ya no me son de utilidad, salvo para pequeños paseos. Aprovechemos la poca luz que nos queda para enseñarte el valle.

Salieron de la cabaña y se dirigieron por un sendero de tierra donde grandes pinos en cadena se sucedían unos detrás de otros, simulando una procesión ascendente hacia la ladera.

— ¿Qué sentías en un montaña como esta? — dije mientras caminábamos.

— Los días previos nos reuníamos para organizar la expedición. Unos preparaban el material, otros las provisiones… y nos poníamos en marcha al día siguiente. Lo primero que hice nada más llegar a la cima, fue mirar hacia la costa. Observaba unos pequeños puntos blancos que se extendían por las faldas del volcán, era el lugar donde había nacido; era mi pueblo. Una sensación de libertad me invadía, como si el viento penetrara en todo mi cuerpo y se llevara una parte de mí y me elevara. Comprendí cómo el tiempo transformaba la vida de todo cuanto acontece ante mis ojos. Y cuando el sol desaparecía hacia el oeste y dejaba una estela de luz en el inmenso mar del cielo, me daba cuenta de lo frágil que es la vida, de lo indiferente que es la naturaleza ante nuestra presencia. Me enamoré de todo aquello que no posee lenguaje. Algunos lugares de la tierra ofrecen una belleza tan desbordante que parecen cuadros en movimiento y este, es uno de ellos.

Caía la noche y regresábamos a la casa rápidamente porque empezaba a llover. Me despedí de él y del bosque de tilos y fayas, de los brezos, del silencio del valle, del verde sobre verde y regresé a la ciudad, a la masificación, al cemento sobre cemento, a la vida agitada, a la música estentórea de la calle…

Meses después, llegó una carta de mi abuelo y en ella escribió lo siguiente:

Querido Hugo,

Mientras escribo estas palabras, observando el paraje silencioso, me doy cuenta del valor que tiene la vida porque sin el movimiento no habría transcendencia en las imágenes. ¿Será el sufrimiento el que nos transmita los secretos de la verdad?

Hay una sombra que me lleva persiguiendo hace muchos años. Cuando subíamos a la montaña en los días largos de verano, en los momentos de descanso nos poníamos a observar cómo el sol iba agrandando las rocas y proyectaba nuestros cuerpos en la pared. Cinco imágenes sin vida se dejaban en manos del tiempo y se nos representaban como el espejo del subconsciente. Pude contemplar por escasos segundos cómo mi sombra intentaba comunicarse conmigo. ¿Estaría yo allí por algún motivo? ¿Sería el azar del destino? ¿Coincidencias de un mundo en constante transformación?
Aquí, inerte desde la cama, enfrentándome solitariamente a las noches más largas, escribiendo los sentimientos más hermosos, desnudándome ante las palabras, me doy cuenta de todas las manifestaciones que me alertaban de una vida que desaparece. ¿Cuándo será el momento exacto donde la fuerza de la juventud se pierde y da paso a la vejez?

Hace un año los médicos me detectaron la enfermedad de la ELA. Avanza a la velocidad de un torrente que se desborda de un río. Me ha afectado a las extremidades inferiores, y sé que en unas semanas al resto del cuerpo. Ya no me siento parte de él, es como un obstáculo que me acompaña diariamente. El enfermero que me cuida tiene aproximadamente tu edad. Se queda en la cabaña hasta poco antes de caer la noche y me ayuda a meter este cuerpo pesado en la cama. ¡Quién diría que un coetáneo de mi nieto estaría aguardando mi muerte en mis últimas semanas!

Hoy la sinceridad abarca toda mi vida. Me acerco a ti para que mi recuerdo permanezca en este valle del que me despido. Te conozco Hugo, te he visto dar los primeros pasos produciendo en mi hija alegrías más fuertes que la depresión que lleva combatiendo durante muchos años. Reconozco que fui un cobarde y me alejé de toda desgracia, de toda enfermedad que mi hija sufrió. Por eso estoy aislado, nunca maduré como padre, ni como abuelo. La tristeza es una enfermedad emocional que irrumpe en las personas débiles. Espero y deseo que tu vida se alargue como este bosque que se mezcla con la depresión de las montañas, donde mi visión se apaga para que la imaginación se expanda ilimitadamente. Y con esta confesión de viejo te pediré que continúes con tus propios consejos, que sigas escuchando esa voz inconsciente que te guía. Aléjate de la formalidad, nada hacia ese mar donde la diferencia entre una persona auténtica y de una que es imitación de la sociedad, se marca por las ganas de crecer. Te dejo constancia en esta carta para que mis familiares me entierren aquí, en el valle que me ha aportado más que una vida. Si quieres volver a visitarme no vengas a la cabaña, aquí ya no vive nadie. Escala esa montaña chico, admira desde las alturas el gran regalo que nos ofrece la naturaleza. El arte de la contemplación es abarcar con la mirada los lugares más inaccesibles, localizar los detalles más pequeños y descubrir los rincones donde la mirada del ser humano no puede llegar. Si encuentras este arte, todo lo que te rodea se ensanchará tan fuertemente, que jamás creerás que la tierra tiene límites. Un nuevo horizonte se abrirá en tu interior dando paso a la transfiguración del alma.

Deseo que mis restos reposen en el lugar donde un día un grupo de montañeros cargados de sueños y esperanzas coronaron la esencia del momento. A veces la soledad se vuelve una compañera enemiga. En estos mismos instantes, donde los dolores son tan intensos que por momentos pierdo la conciencia, para mí la felicidad, depende del nivel de luz que se proyecta en un lugar determinado donde fijamos nuestra mirada, donde nos recreamos con lo que no pudimos ser y con lo que fuimos. Por encima del sufrimiento y la agonía, mi esperanza sigue latiendo en este corazón que se marchita.

Una vez leí que normalmente los recuerdos se reproducen en una escala de grises, pero lo que no sabía era que cuando uno se aferra a los momentos de la infancia, el negro desaparece dando paso a unos colores vivos, a una luz radiante y llena de energía que solamente se podría experimentar en el camino hacia la muerte.

Tu abuelo.

Cristóbal murió en el verano de 1988.

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