Juan apagó la radio y se quedó un rato adentro del auto con el motor encendido. Quería disfrutar un poco más de la calefacción y agradeció en silencio que la humedad no fuera una de las estrellas principales del pronóstico del clima de ese día. Sus huesos lo agradecían. Pensó en encender un cigarrillo, pero decidió dejarlo para después. Apagó el motor, quitó la llave del encendido y abrió la puerta. Una oleada de frío intenso se coló dentro del habitáculo y llevó a su mente la imagen de algo color azul pálido con vetas blancas y brillantes. Bajó y cerró la puerta. Pulsó un botón en el centro de la llave y la alarma se accionó con un suave pitido y un destello triple de las luces de estacionamiento. Guardó las llaves en el bolsillo del pantalón, se arrebujó dentro de su abrigo y cruzó la calle con pasos cortos y rápidos hasta la plaza, que se encontraba enfrente.

Caminó por un sendero de lajas grises que cruzaba la plaza en diagonal y, al llegar al otro extremo de la plaza, cruzó la calle y se paró frente a un edificio antiguo que se encontraba en la esquina. Se acercó a una puerta de doble hoja, de madera dura y lustrada, y tocó el timbre. Miró su reloj otra vez y comenzó a contar. Pasaron cuarenta y cinco segundos exactos hasta que alguien respondió.

—¿Sí? —dijo una voz femenina a través del parlante. El portero eléctrico la hacía sonar dura y robótica.

—Soy Juan —respondió él, con la boca cerca del micrófono.

La cerradura zumbó y la puerta se abrió de manera automática. Juan entró, cerró despacio y caminó por un zaguán de paredes estrechas y techo alto. Al final del corredor lo esperaba una mujer. Era una anciana menuda y flaquita de ojos azules y cabellos de color plata.

—Hola Helena, ¿Cómo estás? —dijo Juan mientras se agachaba para darle un beso en la mejilla. Ella lo miró y sonrió, pero en sus ojos había tristeza. Juan conocía bien esa mirada. Helena era la hermana de Joaquín y él le había conocido una mirada muy diferente, cuando las cosas iban un poco mejor.

—Hola Juan.

—¿Cómo está nuestro gladiador hoy?

Ella dudó. Hizo una mueca con los labios y mantuvo la sonrisa.

—No está bien, aunque él lo niegue, pero sabemos cómo es esto, ¿no?

Juan iba a responder que sí, pero algunas cosas no necesitaban ser nombradas para estar presentes y ocupar todos los espacios. Se despidieron en silencio y Juan avanzó hasta llegar a una puerta que se encontraba al final y a la derecha del corredor. Respiró hondo, dejó pasar algunos segundos y entró sin golpear.

Joaquín estaba apoyado contra el respaldo de la cama, sobre dos almohadas grandes y mullidas. Sostenía un libro entre sus manos, pero tenía la mirada fija en la ventana, como si su cuerpo estuviera allí pero su mente se encontrara en otro lugar. Cuando lo escuchó entrar regresó de donde fuera que se había ido, giró para mirar en dirección a la puerta y sonrió al verlo. Era una sonrisa linda, auténtica, que contrastaba con el rostro demacrado y las ojeras que la acompañaban.

Juan acercó una silla a la cama y se sentó. Se inclinó hacia delante y le palmeó la pierna a modo de saludo. Sintió como si golpeara un tronco flaco y demasiado frágil.

—Hola viejo choto, ¿Cómo estás?

—Viejo y choto —respondió Joaquín mientras se enderezaba un poco—. Más choto que viejo, pero qué se le va a hacer ¿no?

Juan sonrió y asintió en silencio.

—Falta poco —dijo Joaquín después.

Juan no entendió a qué se refería.

—¿Qué?

—Que falta poco para que me vaya y no tengas que venir más a mostrar esa cara de caballo —respondió Joaquín con una sonrisa.

Era una broma, pero ambos sabían que detrás de aquellas palabras se ocultaba una verdad cruda y demoledora.

—¡Callate, no seas payaso!

Joaquín sonrió un poco más y Juan pudo ver el brillo en sus ojos. Era como contemplar un cielo cargado de nubes oscuras en el que, por escasos segundos, se abría un espacio que dejaba ver un cielo azul y un sol lleno y radiante.

—Es verdad y lo sabes, los dos lo sabemos, pero está bien —dijo Joaquín con afabilidad—. Así son las cosas y de alguna manera es lo mejor.

—Lo sé —respondió Juan—, pero mejor hablemos de otra cosa, ¿sí?

—Está bien.

—¿Sabes en qué pensé toda la semana? —dijo Joaquín.

—¿En qué?

—En la chica.

—¿Qué chica? —preguntó Juan.

—La chica, la chica —respondió Joaquín elevando la voz con impaciencia. Hizo una pausa para toser y tomar aire y repitió—: ¡En La chica, joder!

—¡Ahh! ¡Esa chica! Sí.

—Sí. Y en la teoría.

—La de los cinco minutos.

—Exacto.

La teoría de los cinco minutos de Joaquín era muy simple en su argumento. Estaba convencido de que aparte del libre albedrío había algo más, una especie de fuerza invisible que controlaba las vidas de las personas y llevaba a cada uno en la dirección correcta. Creía que existía una misión para cada ser humano, algo que “debían” hacer y que terminarían haciendo, por mucho que se desviaran del camino, casi como una especie de predestinación.

Fue masticando estas ideas que desarrolló la Teoría de los cinco minutos. Trataba sobre la infinita cantidad de posibilidades que se presentaban a cada segundo en las vidas de las personas y que sólo necesitaban de un mínimo gesto para manifestarse: elegir una calle en lugar de otra; bajar por el ascensor y no por las escaleras. Cualquier pequeño cambio en las rutinas establecidas podía cambiarlo todo. El efecto mariposa en su máxima expresión. Y la voluntad del universo, claro. El cambio, latente y a la espera, dependiendo únicamente de un sencillo proceso de elección para revelarse y torcer el destino para siempre.

Joaquín había desarrollado su teoría principalmente por una chica, pero no por una cualquiera, lo había hecho por una en especial, por LA chica.

La había descubierto una tarde de verano, hacía ya muchos años, y nunca había podido olvidarla. Se cruzaban casi en el mismo lugar y a la misma hora, cuando Joaquín regresaba a su casa del trabajo. Ella se destacaba sin esfuerzo del resto de las personas. La envolvía un aura de misterio y de su interior parecía emanar una luz especial que la rodeaba y le daba el aspecto de un ángel. Era hermosa y elegante, como una princesa cósmica.

Joaquín había tomado la costumbre de ir siempre por las mismas calles para poder verla. Caminaba con la vista fija hacia adelante, buscándola entre la multitud, expectante. En ocasiones ella no aparecía y él continuaba su camino embargado por una tristeza que después le costaba mucho trabajo quitarse de encima.

Cuando se encontraban, a él le parecía que se reconocían. Pasaban uno junto al otro, se lanzaban una única mirada furtiva y continuaban su camino. A veces, él se detenía para mirarla hasta que ella desaparecía en la distancia.

Durante esos escasos segundos en que el espacio entre ellos se reducía al máximo una especie de energía parecía surgir de la nada, flotar en el aire y envolverlos como si fuera un halo mágico e invisible, que desaparecía después, a medida que se alejaban el uno del otro.

Esos encuentros continuaron hasta que Joaquín comprendió que debía hacer algo más. Pensaba en esa chica todo el tiempo; recordaba sus ojos, su rostro, el color de su cabello, y no quería ser un simple testigo de lo que podría pasar en su vida. No quería vivir de imaginaciones y de sueños, así que decidió que tenía que acercarse, saludarla y hablarle. ¿Qué era lo peor que podía pasar? Nada tan grave como el hecho de no hacer nada, dejar que pasaran los años y arrepentirse cuando ya fuera demasiado tarde.

Estaba decidido, pero no pudo hacerlo.

Nunca la volvió a ver. Parecía como si de un día para el otro ella se hubiera desvanecido en el aire. Joaquín la buscó desesperado todos los días, pero ella nunca más apareció. Los días se hicieron semanas y después meses enteros y Joaquín veía repetirse la escena una y otra vez: él, parado en la calle, buscándola entre la gente, con el corazón entristecido. Al cabo de un tiempo terminó por resignarse y la dejó ir.

Ella desapareció de la calle y de su vida pero nunca de su recuerdo y ahora, muchos años después, cuando estaba al borde de la despedida final y los recuerdos que llegaban a su mente eran los que verdaderamente importaban, Joaquín sólo pensaba en ella, en la chica a la que había admirado de lejos y a la que nunca había podido acercarse.

—Nunca supiste nada de ella, ¿no? —preguntó Juan. Sabía la respuesta, pero también sabía que a su amigo le gustaba hablar de ella. Era como si de esa manera pudiera recuperar algo de lo perdido. Hablar era recordarla, transportarse al pasado y encontrarla otra vez en mitad de la calle.

—No, no tenía cómo —dijo Joaquín—. Tendría que haberme acercado antes… fui un estúpido. Quién sabe qué podría haber pasado, ¿no? Cuán diferentes hubieran sido las cosas.

—Sí —dijo Juan—, ella hasta podría estar acá ahora, con nosotros.

A Joaquín se le iluminó el rostro ante esa idea y después pareció entristecerse un poco más.

—Sí.

—Necesitabas cinco minutos —dijo Juan.

—Cinco minutos, sí señor, tan sólo cinco minutos.

Guardaron silencio mientras la tarde se iba transformando en noche y las sombras, como brazos delgadísimos y grises, entraban por la ventana y trepaban a las paredes.

Joaquín había tenido razón. Dos días después, de madrugada, Juan recibió la noticia. El timbre del teléfono lo arrancó de un sueño pesado y confuso.

—Hola.

—Hola Juan, papá ya se fue.

Era Clara, la hija de Joaquín. Se la oía tranquila. Era una muchacha hermosa y siempre había sido fuerte, como su padre.

—Lo lamento mucho, nena.

—¿Vas a venir mañana?

—Claro que no, voy ahora mismo.

—Bueno, gracias.

Cuando terminó la llamada, Juan dejó el teléfono sobre la mesita de luz y se quedó mirando hacia adelante, con la vista fija en el vacío de la pared desnuda. Pensaba en Joaquín y en su teoría de los cinco minutos. Segundos después, a esa increíble velocidad con que se desplazan los pensamientos, su menté voló de la filosofía abstracta hacia algo más concreto: su propia vida. Él también había tenido una chica, su chica, y también la había perdido en un mar de dudas. La historia no era como la de Joaquín, pero el resultado había sido casi el mismo. El encuentro, el deseo que se manifiesta y crece hasta convertirse en urgencia, y después la duda, la indecisión, la demora. Finalmente el tiempo que avanza y la pérdida inevitable.

Sonrió sin darse cuenta de que lo hacía. La idea llegó a su cabeza sin esfuerzo, suave como la brisa en una tarde de verano. La duda surgió otra vez, pero en esa ocasión sin fuerza suficiente como para impedirle avanzar. Joaquín ya no estaba pero él sí, y tal vez no fuera demasiado tarde. Además llevaba ventaja, él tenía un nombre para el rostro de su chica. Y algo más.

Sin preocuparse por la hora, tomó el teléfono y marcó un número de memoria. Escuchó sonar tres veces y atendieron.

—¿Hola?

—Hola, soy Juan.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS