UN SALUDABLE PROYECTO DE MUERTE

UN SALUDABLE PROYECTO DE MUERTE

–¡No quiero iiiiiiirr!…

Aquel grito no se escuchaba a diario, pero sí tres veces por semana, mínimo. Me provocaba imaginar un sacrificio infantil al estilo azteca o a un cirujano que extraía, sin anestesia, un pequeño corazón. Horadaba el apacible manto de la mañana y funcionaba como un resorte que me expulsaba violentamente de la cama provocándome el primer encabronamiento del día, pues las noches eran un verdadero suplicio, debido al insomnio −que no se me presentaba a diario, aunque sí tres veces a la semana, por lo menos.

Cuando aquella berrinchuda y fastidiosa voz hacía acto de presencia, destruyendo la burbuja de mi sueño −adquirido apenas dos horas antes−, no sólo me despertaba a mí, sino también al asesino que llevo dentro. Todo mi interior gritaba con infinito odio: ¡Ahórquenloooo!, ¡Un esparadrapo para ese pinche hocico infantiiiil! −A toda acción pertenece una reacción, de acuerdo con la Tercera Ley de Newton.

—Cuánta infantil tan violencia debido a la fría esparadrapa
y madrugada por la existencia de… ¡SU PUTA MADRE, CARAJO! —mi cerebro desvariaba, las ideas no terminaban por acomodarse en su lugar.

Reprimiendo al depredador que llevo dentro y las infinitas ganas de mentarle la madre al niño y a tres generaciones anteriores a él, entre brumas y náuseas, me dirigí al excusado; ansiaba mear, cagar o vomitar, lo que sucediera primero. La rabia tenía que ser expulsada por algún orificio de mi decrépito cuerpo.

Al entrar en la profundidad del espejo, aparecieron ante mí las ruinas de un tipo odioso y desaliñado. Las ojeras resbalaban hasta las mejillas; la cabellera larga y desordenada me hacían ver como El Glostora de “Los Xochimilcas” −un grupo musical de mi época−, las manchas blancas en las comisuras de los labios —baba seca—, sólo aumentaron mi asco; asco de mis arrugas, asco por mi fétido aliento… La realidad aparecida en aquel espejo se unía a la violencia de los vecinos, entregándome deshechos humanos –los míos propios−, ubicándome en mi exacta dimensión: un individuo en absoluta decadencia.

—¡Ay, dios, qué tristeza! —exclamaba frente al espejo.

—¡No quiero iiiiiiirr!… —los alaridos me taladraban el cerebro, los pulmones, el estómago, el aura…

Me sentí el protagonista de aquel anuncio de tintes para el cabello en el que una voz cavernosa fulminaba al actor en turno: “¡Me veo viejo…!” y otra voz en mi interior me remataba: “No te ves, pendejo, ¡estás!”

Al sentarme de mala gana en el retrete, la frustración aumentó: de mear, nada —la próstata, inflamada, jugaba en mi contra, oprimiéndome la vejiga—; de cagar, ni hablar.

—¡No quiero iiiiiiirr!…

Y ahí estaba yo, malhumorado, sólo para sentirme como El Pensador, de Rodín.

El retrete es el trono donde se gestan las grandes ideas y las mejores historias. Muchas veces he imaginado a Saramago o a Enrique Serna allí, cavilando la trama de su próxima novela y anotando situaciones que pronto serán obras literarias; o a Bukowski, riéndose del mundo, tirándose pedos y esbozando barbaridades… Claro que, al final, terminarían con las piernas y el culo entumecidos por la falta de circulación, al igual que yo, pero con buenos relatos creados, a diferencia mía.

—No quiero iiiiiir!…

Aquellas protestas trajeron a la memoria mi propia niñez. Al final, sentí compasión por aquel infante porque recordé las innumerables veces en que yo adoptaba ESA actitud a la misma hora de la mañana, argumentando dolor de cabeza, de pies o barriga, sólo que mi ánimo cambiaba al ver aparecer a mi padre con jeringa en mano o a mi madre, con su chancla justiciera. Cuando los gritos del niño fueron acallados, las voces del Pensador aprovecharon la coyuntura silenciosa para machacar sobre la idea que tocaba con insistencia a las puertas de mi inquietud y tenía todas las posibilidades de volverse una realidad: la jubilación:

¿Y tú, Ramiro, de veras quieres ir a trabajar? ¿No te hartan las obtusas voces y las actitudes anodinas de tus clientes que, por el simple hecho de pagarte por un servicio, piensan que tienen derecho a humillarte con sus insoportables presiones? ¿Cuántos años llevas trabajando sin tener satisfacciones que valgan la pena por tus catorce horas invertidas?”

Aquella voz era muy parecida a la voz de mi padre cuando me corregía, muchas veces, sin necesidad de ello.

“¿Hasta cuándo te darás cuenta que pesa sobre ti una especie de maldición sempiterna que te niega toda posibilidad de éxito? ¿Cuándo vas a finalizar los relatos escritos en el viejo cuaderno? ¿Deseas llegar al final de tus días encerrado en tu local comercial con telarañas no sólo en las paredes intestinales sino hasta en los recovecos del culo y el cerebro?”

Los ataques matutinos se habían colocado una máscara inquisitoria. Imaginé a un fiscal en la corte del cagadero vapuleánme con preguntas virulentas y despiadadas.

Al rato, ya tenía el cerebro obcecado y medio cuerpo entumecido. Sin percatarme del tiempo, había cumplido MÁS DE UNA HORA con las nalgas depositadas en aquel adminículo para cagar sin conseguir un carajo. Me costó mucho trabajo ponerme de pie. Las piernas no me respondían; el culo, me temblaba. Realicé varios ejercicios con las extremidades y pude incorporarme, entre calambres y estertores. Más tarde, la situación corporal se había estabilizado. Ya era el mismo pendejo de siempre, jugando a ser un empresario que se comportaba como autómata intentando alcanzar los grandes negocios… Y así habían transcurrido cuarenta años, desde que inicié mi “negocio”.

Como contraparte, tal vez para no enloquecer, encajonado en la ratonera fría y gris en que se había transformado mi lugar de trabajo, dejaba rodar mis emociones inventando historias chuscas “muy poco edificantes, que no sirven para nada”, opinaban mis amigos y hermanos. Al llegar a la tercera edad y ver a mi mujer alegre y optimista por la próxima jubilación en su trabajo, el gusano de la envidia se me agigantó, cuestionándome:

−“¿Por qué no lo intentas tú, también?” −insistía el gran bicho.

−“No tienes hijos qué mantener, tampoco los necesitas, ¿o sí?, ¿Para qué trabajas tanto? ¿No sería más interesante jugar tus últimas piezas en el tablero de tu jodida existencia imitando a tus escritores favoritos?”

Hacía algunas semanas que contemplaba la posibilidad de realizar un viraje importante en el timón de mi vida, de la misma manera que lo hacía mi esposa. En sus inicios como escritor, García Márquez contrajo incontables deudas que estuvieron muy cerca de llevarlo a prisión y, al final, pudo pagar con creces los favores recibidos de gente cercana, al publicarse Cien años de soledad. Bukowski abandonó su trabajo en la oficina de correos y vivió en pocilgas de mala muerte para dedicarse por completo a escribir sus relatos. Después de un tiempo y algunos poemas publicados, gozó de fama y mujeres en abundancia.

Por su parte, el Face me lanzaba señales e indicaciones sobre el rumbo que debía tomar mi vida:

Las decisiones importantes en tu vida son cuando dices: ¡Chingue a su madre TODO, me la voy a jugar!

Al final, importa una mierda si las cosas no salen como queremos, porque valen más las CICATRICES DE

LA VALENTÍA que la piel intacta de los COBARDES.

El primer paso no te lleva a donde quieres ir, pero te saca de donde estás.

Sin embargo, circula una frase en las redes que sirvió para destruir aquel paradigma de “normalidad” y como punta de lanza para que, por fin, diera el salto hacia las grandes ligas de los inadaptados:

Tengo dos opciones: permanecer en la oficina de correos y volverme loco… o quedar fuera y jugar a ser escritor y morirme de hambre… He decidido morir de hambre. Bukowski.

Como fondo, en dicho meme aparecía el autor de Factotum, invitado a un programa de televisión y, sentado, ante la mirada expectante de sus entrevistadores, empinaba una botella de vino, para luego proseguir con la charla, como si nada sucediera.

Mi Proyecto me incitaba a la desobediencia total, a soltar las pesadas y absurdas cargas de la vida, a extirpar el cordón umbilical de la familia, sentarse sobre el pasado hasta asfixiarlo, cagarse en los “valores” que mis padres me hicieron aprender a punta de golpes, vomitarse sobre sus absurdos dioses y estúpidos santos −Santa Clós, los Reyes Magos y la puta que los parió−, pasar de largo ignorando las tradiciones y costumbres, quemar todas las naves para dedicarme a disfrutar los últimos años de mi existencia. Basta ya de tantas nimiedades, actitudes ridículas y absurdos convencionalismos sociales.

Hoy en día soy un viejo amalgamado. Aquel malestar íntimo que, más bien, era un defecto óptico que me hacía ver las cosas de lejos aunque las tuviera enfrente, ha cesado por completo. Me he convertido en una rara especie de escritor-editor-impresor, un seductor de la calle, un filibustero que aborda a la gente en plazas, cantinas o donde haya personas reunidas y les ofrezco mi obra. No pretendo ser el nuevo García Márquez pues ya soy un ADULTO MAYOR y de “nuevo” no tengo nada. Aunque sí puedo comportarme como el segundo Bukowski, partiendo de que “segundas partes siempre son malas”.

Mis ingresos económicos son muy diferentes a los de mi actividad anterior, ya que un escritor trashumante no inspira confianza, pero no importa. La caja registradora que gobernaba mi mentalidad ha quedado obsoleta. Mi mujer tiene su dinero y sus viajes; yo soy una bestia, un soobreviviente de grandes batallas, agazapado en su madriguera, regocijándome con la Literatura. Después de mi muerte seré recordado como un romántico que recorría las calles intentando cautivar con sus historias anodinas. Un personaje que apostó su presente a la vida, pues ya no tenía futuro; alguien que se dio por vencido en la carrera contra el dinero y decidió morirse de hambre jugando a ser Bukowski.

La voz infantil que me produjo tanto coraje aquella mañana, ahora se había metamorfoseado en un himno; hoy es mi slogan. Los gritos del niño me despertaron hacia una nueva vida y me proporcionaron las alas que mi imaginación esperó durante sesenta años de vida absurda para emprender un viaje placentero al más allá. Me otorgó el aliento necesario para lanzar al mundo un estruendoso grito de libertad, me aportó las fuerzas necesarias para romper las cadenas de la esclavitud cotidiana, me aclaró la mirada mostrándome un saludable camino hacia la muerte y me entregó entendimiento, para echar por la borda formalismos detestables y situaciones absurdas, aparentemente inofensivas, como la asistencia forzosa a las fiestas familiares y el FASTIDIOSO cuidado de los nietos. Mis otrora vomitivas arrugas hoy me parecen ADORABLES. La lumbalgia se puede sobrellevar; mis rodillas siguen doliendo, pero sólo a ratos.

Aquella negativa infantil, se había convertido en un canto libertario, en una actitud plena de integridad, una afirmación que es capaz de derrumbar muros de conformismo y construcciones de solemnidad:

—¡No y no! ¡Con cien mil demonios! ¡No quiero iiiiirrr!…

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