EL DÍA DE LA CRUZ

EL DÍA DE LA CRUZ

Neto Galvis

26/03/2021

En el día de mi muerte Satanás no vencerás, porque en el día de la cruz he de decir mil veces Jesús…

El teléfono de disco, el único que para aquella época había en el pueblo, sonó un par de veces antes de que el abuelo, que estaba afeitándose el pescuezo frente al espejo colgado en una de las columnas del patio de la casa, se acercara a contestarlo.

—¿A ver?

—…

—Sí señor. Yo soy el papá.

—…

­—¡Jesús! ¿Está bien?

—…

—Entiendo… ya voy para allá.

Cuando la abuela salió de la cocina secándose las manos con el delantal de flores, el abuelo ya estaba montado en el Ford 50 cogiendo camino.

—Jesús lo ampare y lo favorezca de todo mal y peligro – pidió la abuela en voz alta. – Amén- respondí yo, que era la única que quedaba en la casa con ella. La abuela volvió a la cocina y yo seguí con mi bordado punto de cruz.

El abuelo siempre estaba afuera, si no en el billar, entonces en la tienda de don Gerardino, tomando tinto con sus amigos. Así había sido desde que tengo memoria, el abuelo conquistando la calle, conquistando en la calle, y la abuela ordenando en la casa, ordenando la casa. Pero también es verdad, que el abuelo nunca salía sin despedirse y mucho menos a medio afeitar. Si algo tenía el abuelo además de ser malgeniado, terco y coqueto, es que era un viejo vanidoso. 

—Venga mija y me ayuda a vestir la cruz —ordenó la abuela desde el lavadero. Con el laurel que había traído doña Rosamelia del monte de Carrón, vestimos la cruz de mayo, como cada año. Amarramos el laurel con hilo de coser al esqueleto, hecho con pedazos de palo de escoba, y nos aseguramos de que quedara bien tupida para garantizar vestido y alimentos durante todo el año. Además de la bolsita, la abuela me dejó ponerle flores de colores, arrancadas de las matas que tenía sembradas por todo el patio. Quería asegurarme de que nuestra cruz fuera la más bonita de todas las que llevarían a bendecir a la iglesia.

El laurel seco, que sobró de la cruz del año pasado, lo quemamos a manera de incienso, bien sabido es que no se debe botar lo que está bendito. El laurel envuelto en llamas no empezó a botar humo, sino un aroma fuerte y repelente, como a azufre, que hizo que mi abuela saliera corriendo a buscar la botella de agua bendita, echándose bendiciones y gritando avemarías purísimas, después de apagar la hierba la enterró junto al árbol de feijoa en el solar de la casa.

—Mientras retiro las ollas del fogón, vaya y lávese las manos y póngase un saco que nos vamos a misa a mandar bendecir la cruz —ordenó la abuela desde la cocina. Sin necesidad de alzar la voz, sin necesidad de regaños, la abuela ordenaba y yo obedecía. 

—¿Ha sabido algo de Toñito? —­­preguntó la tía Judith que llegaba con la cantina de la leche en la mano. La tía Judith, la mayor de la casa, terca como el abuelo y rebelde como sí sola, se casó a los 15 años solo por llevarle la contraria a los abuelos, pero para ella, desde el inicio, su matrimonio fue un juego en el que ella ponía las reglas.

—¿A usted no le da pena venir a esta hora por la leche? -—respondió la abuela, evadiendo la pregunta. Así es la abuela, como las mirlas, siempre yéndose por las ramas. —Quién sabe qué le daría de desayunar a esos chinitos, todo por la pereza de madrugar y no venir más temprano.

La abuela seguía regañando a la tía Judith mientras se apuntaba los aretes frente al espejo.

—Mire Judith, no se gane problemas con su esposo, aprenda a ser hacendosa, no deje a un lado las tareas del hogar.

La tía Judith notó la preocupación que la abuela traía pegada al rostro. Los regaños eran los mismos de siempre, pero su mirada estaba en otras partes: en el espejo, en la cantina, en el teléfono que había quedado descolgado desde que el abuelo había salido corriendo.

Lejos de responderle con tres piedras en la mano, la tía atinó a decirle que estaba bien, que se le había pasado el tiempo haciendo oficio y que anoche no había dormido tranquila, que había tenido muchas pesadillas.

—Jesús mío, ampáranos de todo mal y peligro —pidió la abuela en voz alta.

—Amén ­—respondimos a coro con mi tía.

Antes de salir de casa, la abuela tuvo que devolverse por la mantilla, la tía Judith aprovechó para pedirme que no la fuera a dejar sola. Como si alguna vez yo la hubiera dejado sola, como si tuviera opción. Ser la nieta mayor me había condenado a permanecer todo el tiempo con la abuela, sirviéndole de ayudante en los tejidos y acompañándola a todas partes.

Al salir de casa los perros se quedaron aullando. —El diablo debe andar suelto —dijo la abuela mientras se persignaba —los perros no aúllan de día a menos que el diablo o la muerte estén rondando.

Mientras nos alejábamos voltee a mirar a mi tía Judith asomada a la ventana de la calle, estaba riendo o llorando.

—A mí no me importa que su abuelo se vaya sin despedirse, igual siempre vuelve —decía la abuela camino a la iglesia. —Pero si el hijo de una, no ha llegado a casa, ni ha llamado y no sabemos nada de él, lo mínimo que debe hacer es, decir para dónde va y no dejarla a una sin saber nada. El tío Toñito llevaba dos noches sin volver a casa. 

—Ojalá no sea nada grave —repetía la abuela —en época de elecciones el ambiente se pone feo por todo lado. En la radio se hablaba del bipartidismo como cosa del pasado y se anunciaba el comunismo como el nuevo enemigo. Pero en el pueblo, siempre tan atrasado, ser godo o ser cachiporro seguía siendo una cuestión de honor y muerte.

—Tan fácil que le fue conseguir ese trabajo en la arrocera, ¡Ay, Jesús! —continuaba la abuela entre suspiros —pero no, él tenía que dejarse meter en cuestiones de política. Solo a él se le ocurre apoyar al otro candidato cuando todo el mundo sabe que el presidente va a ser Turbay, eso ya está cantado, solo faltan las votaciones.

La abuela iba hablando en voz alta, pero no hablaba conmigo, sino para ella. Caminaba al ritmo de la preocupación, me llevaba al trote para no perderle el paso. De vez en cuando, se acordaba de que íbamos juntas, entonces volteaba a decirme lo que yo ya sabía. —Su tío Toñito siempre ha sido así: un soñador, un idealista y ante todo una buena persona. No sé por qué todavía no ha conseguido una buena esposa.

Ser el bastón de mi abuela era escuchar lo mismo, una y otra vez. Se necesitaba soportar con paciencia y, sobre todo, con mucho silencio.

—En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo.

—Amén.

—Los que traen sus cruces para bendecirlas, los invito a que se sienten en las bancas de adelante. —Anunció el padre al terminar la misa. —Recemos juntos para alejar las desgracias y las tentaciones del demonio, y para pedir por todos aquellos que viven de afán y no pueden dedicarle una horita más a nuestro señor, Jesús. —El sarcasmo del padre Fernández iba dirigido para que, aquellos que iban de salida después de la misa, lo escucharan y se fueran arrepentidos de su osadía. Las personas del pueblo bien sabíamos que, la fórmula del padre era hacer sentir culpable a todo el mundo, y así, recibir mayores ofrendas a cambio de indulgencias.

La abuela permanecía distraída, puedo apostar que en su mente repasaba la salida afanada del abuelo en la mañana, en lo rápido que le gusta conducir por esas calles tan peligrosas, en que del afán no queda sino el cansancio, en que Toñito no haya llegado en dos noches ni se haya comunicado, en los peligros de la política, en que el diablo anda suelto. ¡Ay Jesús!

—Señor, Dios nuestro, único y verdadero, te ofrecemos estas cruces y estos rosarios como símbolo y como recordatorio de nuestra entrega absoluta a tus designios. Te ofrecemos, nuestra vida y también la hora de nuestra muerte, así como tú nos entregaste a Jesús, tu hijo amado, sacrificado en la cruz para salvarnos de nuestros pecados. Como muestra de nuestra fe dedicamos esta oración: En el día de mi muerte Satanás no vencerás, porque en el día de la cruz he de decir mil veces:

—Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús, Jesús

Con camándula en mano, el padre repetía el mismo estribillo en la cuenta de cada misterio y todos respondíamos 10 jesuses, así con cada uno de los 5 misterios hasta completar 50. Por cada vuelta del rosario, el padre corría una de las 20 pepitas que tenía sobre el altar, para asegurarse de que al final hubiéramos rezado los mil jesuses que alejaban las desagracias y aseguraban la protección en el momento de la muerte.

Si estuviéramos en la casa, la abuela haría de pregonera y los que estuviésemos con ella estaríamos respondiendo a coro los mil jesuses.  La abuela estaría pendiente de las cuentas del rosario, de correr los 20 frijolitos y de que no cayéramos dormidos o diciendo sus, sus, sus en lugar de Jesús. En cambio, en la iglesia, la abuela seguía distraída, su mirada permanecía perdida en el mosaico del piso, cada tanto dejaba escapar un suspiro y un par de veces se agachó a recordarme que pidiera en la mente por el abuelo y el tío Toñito.

Mientras el padre y todos repetíamos el estribillo, yo no dejaba de pensar en el tío Toñito. Era el único ojiclaro de la familia, se había dejado crecer el cabello sobre los hombros y aunque el abuelo le decía que parecía marica, él lucía con orgullo. Mi abuela solía imaginar a las chinas corriendo detrás de él porque: “pa’ qué, pero está bien guapo”. Pero la verdad es que yo solo le conocía un amigo, Jesús, con el que hablaban por teléfono mientras los abuelos tomaban la siesta.

Solía pensar que su amigo era el mismo Jesús de la iglesia, el Jesús crucificado en el altar, el que moría y resucitaba cada año en semana santa; me gustaba imaginarlo así, pero un día descubrí una foto.

En la foto, se veían caminando por una calle transitada por carros y buses, alrededor se levantan edificios de épocas diferentes. Llevaban pantalones bota campana de tiro alto, mi tío con buso manga larga y su amigo con camisa y saco de dril encima. Mi tío parecía venir dos pasos adelante, sonriente y con el cabello más ondulado que de costumbre, su amigo, con barba poblada y el cabello un poco más largo que el de mi madre, casi hasta la cintura. Nunca pregunté quién era el de la foto, pero estaba segura que era su amigo Jesús. 

Faltaban un par de vueltas de rosario, cuando un monaguillo se acercó al padre y le dijo algo al oído, él siguió rezando en voz alta, pero esta vez, sin quitarle la mirada a mi abuela que rezaba con los ojos cerrados y en voz alta: Jesús, Jesús, Jesús.

—Gloria al padre, al hijo y al espíritu santo. Dios y la virgen los guarde y los bendiga.

—Amén.

—Podéis ir en paz.

A la salida de misa, el atrio de la iglesia estaba lleno, algunos vecinos y amigos parecían esperar a la abuela. El primero en acercarse fue: don Ernesto Quintero, un viejo amigo de la casa, mientras las miradas de los demás nos arropaban con tristeza, la abuela no dejaba de apretarme la mano. Al llegar con nosotros, don Ernesto, se quitó el sombrero y con voz ahogada y en extremo solemne, dijo: acompañándola en su pena señora Teodorita.

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