Fueron muchas las noches que él solía narrarme cuentos y aventuras de sus proezas como soldado en las guerras que nunca existieron. A lo que yo, como nieto e incrédulo, siempre le preguntaba:
—Abuelo, tuviste mucha suerte de no salir herido, ¿sufriste mucho?
Me miraba constantemente con el mismo semblante, para nada serio, más bien, con esa ternura que continuamente me demostraba a cada palabra que me transmitía.
—Sí, hijo. Lo sufrí: cualquier guerra no tiene más que eso, dolor e incomprensión hacia quienes nos obligan a odiar, ¿entiendes? —sus coletillas eran únicas y me encantaba cómo sonaban.
—Pero, si os obligaban, ¿por qué no os podíais negar? —pregunté sin pensarlo. De crío era como muchos, un inconsciente.
—Sencillo, pequeño, piénsalo —me animó a realizar aquel ejercicio intelectual—, ¿por qué podría ser?
A decir verdad, nunca supe qué responder a esa cuestión hasta hoy; el ser humano ha necesitado expresarse con lucha armada para demostrar fuerza bruta. Era miedo al progreso. Igual que el dominio, aunque eso era menos probable. Aquel niño de ojos grandes y despiertos por la curiosidad que su abuelo le regalaba no podía sino creer que él había sido un héroe, pese a no haber sido nunca condecorado ni reconocido.
—¿Era un trabajo?, ¿como el de papá?
—Lo era, más o menos —corroboró su abuelo—. A diferencia de tu padre, a mí no me pagaban por ir a matar, era obligatorio sólo por el hecho de tener que ser un patriota.
—¿Mataste a mucha gente mala? —volví a incidir sobre ese tema. No sé por qué razón me llamaba la atención con tan sólo 7 años como tenía.
—Así es… pero no por ello estoy orgulloso, hijo. —Me cogió de la mano y se lamentó sin soltar una lágrima—. Para serte sincero, no fue la mejor época de mi vida. Perdí a muchos amigos, ¿sabes?
—¿Soldados como tú?, ¿fueron contigo?
—Fueron, sí. Pero no eran soldados, sino, médicos. Tenían que mantenernos con vida, ¿entiendes? —lo explicaba de una forma que, a pesar de mi precocidad, entendía lo que significaba.
—¡Es verdad! —me alegré al recordarlo—, ¡allí conociste a la abuela! —me calmé un poco antes de seguirle preguntando—. Por fa, abuelo, cuéntamelo: ¿¡cómo os conocisteis!?
—Cariño, ¿pero otra vez?, ya te lo he contado muchas veces, ¿no te aburre? —me decía con la voz cansada, con ganas de que me durmiese.
—La verdad era que no. Me encantan tus historias, abuelo. —Agradecí tantísimo que se tomara parte de su tiempo sólo para dedicármelo, estaba a mi lado y me quería. Su cariño era real relatando sus aventuras de juventud, fueran o no como él las recordara. Me entristecía que llegara el final en algún momento inesperado—. Nunca te mueras —le solté apenado queriendo el abrazo que me dio.
No debí decirle eso cada vez que me venían a la mente imágenes inventadas de una guerra en la que él participaba fuera de sí. Ya que, por caprichos del destino, salía más mal parado que en la propia realidad. Él se quedaba mudo, puede que afligido, no le gustaba mostrarle a su nieto la cara más amarga de su vida; para él, debía de ser un rey, un emperador. No obstante, sí le gustaba que aprendiese a valorar lo que tenía, a valorar la belleza de lo que él había conocido; entre toda aquella algarabía estaba el amor de su vida, su única esposa y abuela, la señorita Elenidae, mejor conocida en su entorno como Miss Elen.
Como bien me contaba entre explosiones y fuegos artificiales que nunca entendía a cuento de qué venían, me reveló su más que alucinante secreto: «Sí, hijo, ahí estaba ella. Tan espectacular que era capaz de erizarme hasta el tupé engominado que no lograba estropear ni las fuertes ventiscas que nos azotaban buena parte del año». Tal como la recordaba, su felicidad se tornaba agria. Sabía que tarde o temprano ella se iría de su lado, aunque era una incógnita saber cuándo sería ese tan atroz momento. Por varias ocasiones la invitó a cenar, por todas ellas ella le dijo que no; lo gracioso de la anécdota es que mi abuelo tenía una seria competencia, un hombre aún más testarudo que él quien estaba locamente enamorado de la misma mujer desde que eran muy niños: la lucha por ella iba a ser encarnizada.
—¿Pero sabes qué, hijo? —me preguntó poniéndole emoción al momento.
—¡Qué, abuelo! —respondí enérgico: deseaba con todas mis fuerzas saber más, pese a sabérmelo ya de memoria.
—Que eso era mejor que cualquier guerra… —confesó nostálgico—. Sí, era otro tipo de lucha feroz, sin armas más allá de un par de navajas esperando ser clavadas en donde primero se encontrase un hueco. —Narró mientras hacía los movimientos pertinentes con sus manos y brazos, como peleando con un ente invisible—. Éramos él o yo. El amor de una mujer lo conquistábamos así, a sangre por sangre.
—Pero, abuelo —quise objetar—. ¿Y la abuela? ¿No tenía voz ni voto en el asunto?
Preguntado aquel disparate, mi abuelo sonrió y exclamó:
—¡Tu abuela tenía mucho más carácter y valentía que nosotros dos juntos!, ¡menuda era! —le encantaba recordarla así, tal como era—. Solía cogernos de las orejas y recriminarnos por llevar navajas encima. Odiaba la violencia cuanto más y no era una mujer que lo repitiese dos veces seguidas —explicó.
—¿Qué pasó entonces, abuelo? ¿Os dejo de hablar? —Sin mucho más, hubo completo silencio… Me lo esperé e hice por devolverlo a la realidad lo antes posible—. ¡Abuelo!, ¡abuelo…! ¿Sigues conmigo?
—Sí. Disculparme, hijo.
Lo miraba. Lo vigilaba. Sus ojos representaban lo crudo de su edad, el cómo se había deteriorado hasta el punto de no conocerse a sí mismo.
—No pasa nada, abuelo —la pena aumentó hasta saber cómo era la verdad de este cuento—. Recupérate.
Entendía que eran muchas emociones para una persona anciana que había pasado por tanto cuando su corazón ya no podía soportar ciertos trotes, su enfermera nos lo llevaba avisando desde hacía algunos días. Era verdad aquello que decían que el peor tormento para una persona es vivir sus mayores logros cuando ya nada de ello tiene razón de ser más que de morir con ella; eso mismo había llegado a mi abuelo, y toda la familia estaba ahí para apoyarlo: mis hijos, mis cuñadas, las nueras, yernos y yo. Durante muchos años fui su nieto favorito, cuando aún podía disfrutar de mí y yo de él. Lamentablemente, eso ya desapareció. De manera dramática, por cierto. A mi abuelo le dieron la mala noticia en aquella época de que Miss Elen había muerto por una sobredosis de fármacos no legales cuando se enteró de que padecía depresión. Eso le afectó mucho. ¿Y a quién no en su lugar?
Esa era su actual guerra, una lucha a muerte en su interior con la que se debatía todos los días. Había perdido a su amada, a todas sus fuerzas, luego perdió, lentamente, a su nieto, quien fue creciendo y despreocupándose de su abuelo dado que, tanto la adolescencia como la juventud, bien lo sabía él, hacían estragos. Me volví demasiado callejero, violento e incluso agresivo: debiendo ir preso durante una larga temporada. Eso a mi abuelo lo traumatizó aún más. Estudió incluso el suicidio, sin embargo, y gracias a un buen raciocinio, desechó la idea, aunque ganó algo peor: un dolor transformado en tristeza, de ahí a la amargura. Llegó a un límite en el que su realidad se apropió de todo y con ello apareció la temida demencia. Eso nos hundió a toda la familia; él dejó de ser aquel carismático abuelo para verse convertido en un ogro, y a mí me afectó de manera que ya no veía a mi abuelo ni él a un nieto, más bien, a un delincuente.
Se venían tiempos si cabían más oscuros. Recordaba a Miss Elen, me recordaba a mí; dejé de venir a visitarlo por mis ocupaciones. Me metí en la cabeza que había prioridades y ninguna de ellas era tratar con aquel hombre viejo, destrozado por dentro e ingresado a la fuerza en una residencia. Reconozco que me dolía, me causó un shock el verlo tan apagado cuando me vio aparecer por la puerta del complejo. Al límite del rechazo; les rogó a las enfermeras que ni me acercase. Fue una escena lamentable y siempre lo sentiré. Nunca pude despedirme como me hubiese gustado, con sus historias, sus leyendas, su manera de disfrutarlas y de vivirlas. De pequeño me las daba tanto para comer como para cenar y, de adulto, eso había entrado en el inútil cajón del recuerdo hacia el olvido.
Ojalá en el cielo encuentre la redención e incluso consiga una cita con su amada Miss Elen. Que volviese a pelearse con ese vándalo del tres al cuarto cuando sólo era un juego, sólo estaban matando el rato; cierto, por una mujer, pero era algo tan hermoso y codiciado que no importaba el hecho de perder la vida. Las guerras, sean como fueren, las había de muchos tipos y formas, y sus servidores no hacían otra cosa que propagarla. Al menos, y esto lo digo como una reflexión más y desde la más honrosa humildad, sólo había para ellos dos una guerra, una llena de esperanzas y sueños, de amor y engaños, de risas tontas y bailes de navajas; era una guerra por el sentir humano, por el sólo propósito de verse joven, de verse enérgico. Había unas ganas frenéticas por vivir la vida al máximo sin preocuparte por mucho más. Bueno, sí, por una sencilla cuestión: si te peleabas, que al menos fuera por el amor de una mujer, si no, olvídalo.
En palabras del abuelo, quien ahora ya no puede ni contar hasta 10; el amor es como la vida, si lo agarras fuerte tal vez, y sólo tal vez, logres algo más importante que el dinero y la gloria, que la amistad y la salud. El amor mueve a las personas a crecer, a soñar, a valorar más de lo que se cree el sentido de la lucha. Porque, seamos consecuentes, si Miss Elen hubiera seguido viva, mi abuelo hoy seguiría narrándoles a mis hijos aquellas historietas de su juventud que tanto le apasionaban, que tanto sabía hacernos ver con la imaginación de un niño. Es verdad que había dejado de hablarme, que ya no me veía el mismo. Quizás estando lúcido haya perdonado mi patosa rebeldía; no pasé mucho tiempo encerrado, irónicamente, él pagó parte de mi fianza. Mis padres dieron el resto.
No, sé que lo hizo. No estará orgulloso de mí, pero yo sí de él y eso me conforta. Es posible que nunca vuelva a escuchar sus historias, que no vuelva a saber nada de Miss Elen. Es algo con lo que siempre he lidiado y no me preocupa demasiado el haberlo perdido: despiadado soy al decir que más se perdió con la Peste Negra. Lo que sí me apena es que mis hijos, por mi culpa, ya no lo tendrán, no después de que nos han avisado de que está a horas de sufrir una parada cardiorrespiratoria, y que, según su estado, y su mirada mientras nos observa, ya no está con nosotros. Aunque le llamemos, ya no nos responde. Posiblemente estará con su amada, o eso esperamos. De veras me encantaría que, al menos, ella lo cuide mejor que como lo hicimos nosotros. Ya lo siento, querido abuelo. Nunca fue mi intención hacerte daño, y esto creo que siempre lo has sabido.
Admito que lo echaré de menos tal como lo estoy haciendo ahora. Le hemos hablado, tanto mis hijos como yo, pero no hemos recibido una respuesta por su parte.
Al final, sus ojos se cerraron.
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