Angelique y Antoine, se habían enamorado en la adolescencia. Cursaban en la universidad de ciencias económicas, carreras diferentes, pero materias en común.
Ella no se la hizo fácil. Antoine no iba a dar el brazo a torcer. Cuando se la cruzaba en una materia, buscaba la manera para sentarse al lado de esa mujer, cuyo perfume, volvía loco a cualquiera.
Un año de conquista, con citas interminables, y otras, que duraban una charla en el buffet. Antoine soportó estoicamente a Angelique en casi todo. No se sabe si por cansancio o amor verdadero, aquella tarde, cuando una gran tormenta eléctrica y fuertes vientos los juntaron bajo el diluvio, pudieron sellar su amor con un gran beso. Así cuentan algunos amigos. Nadie pudo ver ese momento para contarlo. Nueve años mas tarde, contrajeron matrimonio.
En unos días, cumplirían sus bodas de oro. Ella un año más grande, él parecía más joven. Como si los 79 años hubieron sido benévolos. La piel de Angelique guardaba entre sus pliegues, secretos que nadie, salvo Antoine, podían develar.
Seguían enamorados como en su juventud. Habían tenido sus altibajos juntos, pero, todo se había encaminado. No tenían una vida perfecta, no les interesaba, pero… se los notaba felices. Tenían cuatro hijos: Dominique, Gustave, Florence, Cécile, y nueve nietos.
Retirados de la vida, se mudaron a una casa frente al mar, en la costa azul francesa.
La tarde estaba diáfana, el viento había desatendido su única tarea. El sol abrigaba sus cuerpos recostados en una mecedora en la terraza, con la mirada perdida en el gran océano.
Nadie decía nada, hasta que Angelique, con mirada cómplice, rozo la mano de Antoine…
— Muchas cosas han pasado en nuestras vidas. Nuestros hijos están encaminados, tienen una buena vida, y los nietos, son nuestra mayor alegría. Nunca nos hemos ocultado nada, y parte de nuestra relación se basó en la confianza y libertad de cada uno. Recuerdo más momentos gratos que ingratos, pero hay algo que nunca nos animamos a preguntar. Aceptamos al otro tal cual es, y, con sus vaivenes, nuestra relación he llegado lejos.
— Es cierto. Me siento un hombre afortunado. Nos hemos regalado los mejores años de y me siento tan feliz a tu lado. ¿A qué te refieres Angelique cuando dices eso? ¿Qué es lo que nunca nos animamos a preguntar?
— Hay algo que ninguno de los dos, conoce del otro ¿Comprendes?
— Creo saberlo, y si es lo que pienso jamás necesitaré saberlo. Si quieres, juntos lo podemos averiguar.
— Hagamos un juego. Cada uno tiene que decir lo que ve del otro, con los ojos cerrados. Sin trampa.
— ¡Me agrada la idea! ¿Quién comienza?
— Tú, que lo has propuesto.
Ubicaron sus mecedoras de frente. Del cielo se descolgó un manto de nubes que se balanceaba con destino a la costa.
Una ráfaga de viento levanto la arena, que bailando dibujaba esculturas abstractas y se desvaneció en la orilla. En ese instante, se inclinaron hacia adelante como si fueran a besarse. Con los ojos cerrados Angelique comenzó a dibujar círculos con sus dedos en el rostro de Antoine y con elegancia empezó a hablar.
— Tienes una piel suave y arrugada, tu ceño está fruncido, como si estuvieras enojado.
Ambos soltaron una carajada que se perdió en la densidad de las nubes acallando el eco de sus voces. Ella continuó…
— Tu cabello rizado siempre me ha gustado, tiene ese aroma tan tuyo, y, además puedo ocultar mis dedos en ellos. Tienes una nariz mediana, y va perfecta con tu rostro redondeado. Esa pera la conozco muy bien porque cuando me abrazas, me la clavas tras la clavícula y eso me hace reír mucho. Tu boca es pequeña como una cereza de labios finos. Siento el calor de ellos cada vez que me besas y me susurras antes de dormirte. Cejas arqueadas y espesas, más bien desordenadas. Mejillas gorditas, pómulos pronunciados y tibios. Desde que te conocí, tus orejas has sido mi cable a tierra. Recuerdo la primera vez que te las acaricie, fue como tocar algodón. Tanto las amase que te habían quedado calientes y coloradas.
— ¡Ja! ¡ja! ¡ja! Tres días estuve así, parecía un fosforito.
— ¡Que loco eres! Siempre me haces reír ¡Psst! ¡No me desconcentres! Déjame continuar. Tu barba… sedosa y melancólica, me ha dado caricias y calor al mismo tiempo. Jamás te la has afeitado, pero la tienes siempre bien prolija. Te amo mucho y lo sabes.
— Eso es algo que repites a diario Angelique. Imposible no saberlo.
— He dejado lo mejor para el final. Tus ojos sagaces, vivaces, de mirada mordaz, y ese color profundo, fueron la causa de que hoy estemos juntos. ¡Bueno…! ¡No solo eso! A veces los he visto taciturnos, llorosos, idealistas, como perdidos en el infinito.
Se hizo una pausa… se sentía la respiración exaltada de ambos. Una golondrina se posó en la mesa redonda de vidrio, tras ellos, como si necesitara descansar del vuelo. Picoteó unas migajas y solo sintieron su aleteo mientras despegaba rumbo al norte.
— ¿Y? ¿Qué tal estuve? -preguntó Angelique.
— ¡Bastante bien! Por momentos imaginaba mi rostro mientras lo describías. Por un segundo, tus manos me hicieron soñar. Tal vez, si le hubieras agregado unos detalles sobre mi personalidad, hubiera cerrado mejor la descripción, pero debo felicitarte. ¡parece que tuvieras ojos en esos dedos!
— ¡Viste! ¡son los años!
Era el turno de Antoine. Se incorporó y antes de tocar el rostro de Angelique, tomó sus manos y le regalo una frase al viento, como quien la suelta sin pensar; la miró y sonriendo dijo.
— Quiero que sepas, que pase lo que pase, he tenido una gran vida. Eres mi alma gemela, mi otro yo. Me has cuidado y protegido de este mundo, y es mucho decir. Nadie podría cuidarme mejor que tú. Si me pidieras casamiento otra vez, diría que sí, sin pensarlo.
Angelique escuchaba con atención, mientras Antoine hablaba. Su rostro se dejó llevar por las manos de ese hombre viejo, que encontró en las arrugas de ella, un beso eterno.
En ese momento, ella, se abalanzó sobre sus hombros emocionados y en un descuido, un susurro quedó revoloteando en el aire salino, sonrojando a Antoine que había perdido en el tiempo, la mirada, los recuerdos de una vida pasada y las añoranzas de quien supo disfrutarlas.
El abrazo caía sobre sus cuerpos, como el peso del tiempo de los años vividos, en tanto, la tarde en cámara lenta, buscaba encontrar un punto en el horizonte donde distraerse.
Entre tanto, el sol ocultaba su cara en el mar, y el viento displicente, acariciaba sus rostros.
— ¿Lista para la prueba?
— ¿Tú lo estás? En tus manos me encomiendo -sonrió ella.
— Veo en tu piel historias contadas; siento la aspereza del tiempo y la dulzura de una pluma viajando por el aire. Tu rostro tiene la luz de una aurora y en tus ojos se dibuja una sonrisa mientras duermes. Tu cabello platinado, lacio y sedoso, me hace recordar a mi juventud.
Angelique estaba abstraída y había perdido en el tiempo su vejez. A veces movía la cabeza, acompañando el movimiento de las manos de Antoine, que entre balanceos la sostenía.
— Orejas alargadas, tapadas siempre a medio pelo. Frente estrecha y arrugada. Cejas añil delgadas, separadas y arqueadas. Nariz… redonda y amplia en la base. Esa boca… mi pasión, mi delirio; fresca, firme y dura. Tienes los labios más sensuales que he besado. Ellos me cautivaron aquella apacible tarde de primavera. Cuando te vi y comenzaste a hablar, mis ojos se perdieron entre tus labios y había imaginado tantas cosas con ellos.
Angelique se ruborizó, ante tal galanteo.
— Ese rostro fresco, jovial, sereno y expresivo, se descubre cuando ríes, y besas con la suavidad de una brisa fresca. Tu rostro se asemeja a un corazón, no por la forma, sino porque tu piel se avergüenza ante mis piropos, cambiando el rubor de tus mejillas. Serás la mujer de mis sueños y te amaré en silencio siempre.
— Gracias amorcito, tú eres el mío, nuestro amor vivirá eternamente.
Cuando abrieron los ojos, no veían nada. La larga exposición a la falta de luz los había cegado. La noche había iniciado un proceso lento; igual que ellos, estaba en su apogeo. El sonido de las olas se mezclaba con algún grillo perdido y el vuelo de una gaviota. El sol, ya no se descubría como el gran amo del universo. Blanco, con su cara manchada en tonos grises. Su luz perlada se perdía en la negrura del océano y comparecía ante ellos la penumbra que se desprendía de su brillo.
Se levantaron de las mecedoras, que siguieron cabeceando un largo rato, como si una mano invisible las moviera. Antoine y Angelique se besaron con lujuria, recordando tiempos idos, de aquella juventud que aún les pertenecía.
Cuando el frío salado de las olas rozó su piel, entraron inmediatamente en la alcoba. Las puertas permanecieron al descubierto, dejando a la deriva el vuelo nupcial de las cortinas de raso. Momentos después la luz interior se fue consumiendo como una estrella fugaz nadando en el firmamento. Un golpe seco cicatrizó las cortinas, obligándolas a cerrarse a su paso, y en ese silencio… la noche que estaba en su preludio, los acunó en sus brazos.
La oscuridad era su luz, los había acompañado toda su vida, pero nunca fue un impedimento, porque Antoine y Angelique, habían nacido, totalmente ciegos; no así sus hijos, ni sus nietos.
Habían aprendido a ver con las manos, a hablar con el corazón y a leer con los sentidos bien agudos, a percibir todo más intensamente, muy especialmente… con su cuerpo.
La tarde había llegado a su fin, con una de las expresiones más bellas del amor, donde dos amantes habían logrado encontrarse. Aquella noche, había sido la primera vez en toda la vida, que Antoine Frosat y Angelique D’antuan, se habían reconocido cara a cara. Ninguno tuvo vergüenza del otro, al contrario, se exploraron mutuamente, sin ningún reparo.
¡De repente, pasos apresurados subieron por la escalera!
— ¡Abuelo! ¿Qué estás haciendo en la terraza con este fresco? ¡Es muy tarde! ¡Entra ya! te vas a enfermar.
— Estábamos charlando con la abuela. Haciendo el juego de las caras.
— ¡Ay abuelo…! pero mamie se nos fue… ¿Te acordás?
— ¡No puede ser! ¡Es imposible! Estuvimos toda la tarde juntos charlando ¡no, no, no! ¡Debe haber un error!
— No papie, tu Angelique nos cuida desde arriba. Ahora vives con nosotros en tu casa de la playa.
Bastó que el viento soplara débilmente, para que Antoine se estremeciera. Desde su corazón, afloró un llanto con una pena tan grande ante su desilusión, que era inconsolable. Su nieta Jolie, lo arropó y lentamente lo ayudo a levantarse. Frotó sus brazos para darle calor y lo abrazo fuertemente para contenerlo. Un abrazo lleno de significancias y de amor, mostrándole que no estaba solo.
Mientras se alejaban, la mecedora de Angelique, se balanceó sola unos segundos, sin que ninguno de los dos, lo percibiera.
Instantes después, Antoine se desplomó en sus brazos, dejándolos para siempre.
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