ENTRE LA CULPA Y EL MIEDO

ENTRE LA CULPA Y EL MIEDO

Tenía apenas doce años de edad cuando mi madre me enviaba a llevar el desayuno a mis abuelos. Los días sábados y domingo caminaba un kilómetro y medio hasta llegar a una pequeña colina y desde el pie de aquella montaña divisaba entre los bellos arbustos de araguaney, la humilde vivienda de mis yayos. Subía en forma zigzagueante aquella inclinada cima hasta llegar a la puerta de su humilde vivienda, donde me recibían con tanto cariño.

—Bendición abuela, bendición abuelo, —decía cuando los abrazaba.

— Hijo Dios te bendiga y me lo acompañe, —respondían mis abuelos.

—Amen.

—Aquí traigo la comida que les manda mi madre, —decía, mientras les entregaba la vianda con tan exquisito alimento. —Mi deber era acompañarlos mientras desayunaban y luego retornar a casa con la satisfacción del deber cumplido con mi madre y mis abuelos.

Al terminar de ingerir el desayuno, mi abuela Margarita se levantaba de la mesa e iba a la alacena que estaba en la cocina y extraía de allí los suspiros que había preparado para mí.

—Hijo, ayer tuve que levantar muy temprano a las gallinas para ver cuál de ellas tenía algún huevo para preparar el merengue y hacerte los suspiros que tanto te gustan, —comentó la abuela.

Después de deleitarme con tan sabroso dulce casero.

—Gracias abuela, estaba sabroso, —respondí a mamá Margara.

Papá Nico, que así llamábamos al abuelo, permanecía siempre sentado en su mecedora de madera, porque tenía limitaciones para caminar. Después de desayunar, el yayo iba en busca de una porción de tabaco para masticar. Allí pasaba un buen rato dándole vuelta en la boca hasta hacer una bola húmeda y sentir el sabor de la nicotina, luego con un escupitajo la expulsaba. Al culminar de saborear su tabaco, siempre estaba dispuesto a conversar conmigo, darme consejos y contar sus historias de cuando estuvo en la guerra. Ese día

—Hijo, me comentó la abuela que peleas mucho con tu hermano menor, — ¿es cierto eso? — preguntó el abuelo.

—Sí, abuelo, —le respondí. —Es que Luis realiza travesuras y me culpa ante mi madre de hechos que yo no cometí, por lo cual soy castigado.

—La familia no debe pelear entre sí, —respondió papá Nico. —Te contaré  una historia para que comprendas porque los hermanos no deben pelear y lo que puede suceder cuando hay rivalidad entre miembros de una misma familia.

Cuando yo me aliste en el ejercito como enfermero para prestar servicio de emergencia a los enfermos y heridos en combate, asistí a varias contiendas donde se defendía el suelo patrio contra el movimiento insurreccional, mal llamado revolución libertadora, organización, que pretendía derrotar al presidente del gobierno Cipriano Castro y donde viví muy cerca la confrontación en el campo de batalla de dos miembros de la familia de tu abuela, quienes cayeron abatidos por las balas y ambos quedaron tendidos en plena calle y no pude socorrerlos. La impotencia de verlos morir lentamente en plena vía pública y no poder auxiliarlos generó en mí un fuerte impacto emocional, que afectó mi estado anímico y cuya consecuencia posterior fue una enfermedad, que me impidió caminar por el resto de mi existencia.

La confrontación entre ellos sucedió en Guanape, un pequeño poblado que se encuentra ubicado al noroeste del país, cerca de la costa venezolana. Allí existía un cuartel militar al mando del General Manuel Intriago Armas (alias veneno) cuyo apodo lo ganó cuando fue alumno en la escuela militar y perduró en el tiempo cuando fue oficial del ejército y comandante en jefe de batallones, porque era implacable con los compañeros y subalternos por la firmeza en sus decisiones a la hora de dar órdenes. El General veneno defendía la causa patriota, mientras que su primo hermano, el coronel Pedro Rafael Armas pertenecía a la revolución libertadora, un movimiento insurreccional que se formó por la unión de varios caudillos regionales con apoyo de capital extranjero para comprar armas y movilizar masas de campesinos con la finalidad de derrocar al presidente del gobierno de Cipriano Castro.

El día en que el coronel Pedro Rafael Armas llegó con su tropa a la población de Guanape con el objetivo de tomar por la fuerza la plaza militar del lugar. El general veneno se encontraba refugiado en la casa de su hermana Inés María, ubicada a una cuadra del cuartel, pero desde su refugio dirigía todas las operaciones militares para defender dicha plaza, Constantemente recibía información sobre los sucesos que estaban ocurriendo en ese momento en la población y desde su escondite daba órdenes a los comandantes de tropa para que actuaran y combatieran a los enemigos de la patria.

Ese día recibí la orden del general Itriago Armas.

–Coronel Nico Rojas, vaya donde el coronel Maracaputo y que le rinda parte de la situación, —ordenó el general Itriago Armas. 

Media hora después regresé con la respuesta.

—Mi general, orden cumplida, el comandante Maracaputo le informa, que la situación está controlada, que no se preocupe, que él se encuentra en el comando dando las órdenes convenientes para la defensa de la plaza militar, —le dije.

Durante el fragor de la contienda por la toma de la plaza militar de Guanape fue herido de muerte el coronel Pedro Rafael Armas. En ese momento el general Manuel Itriago Armas salió de su refugio para auxiliar a su primo hermano, cuyo cadáver permanecía a la intemperie, pero al tratar de levantar el cadáver recibió un disparo de fusil. Moribundo por la herida recibida, el general veneno me ordenó para que avisara al coronel Marapacuto, que permitiera recoger y enterrar el cuerpo de su primo hermano Pedro Rafael.

—Abuelo, esa historia es muy triste, dos primos de mi abuela murieron ese día, —le dije.

— Si hijo, es muy doloroso, —respondió el abuelo. —Que dos miembros de una misma familia y muy queridos por la abuela, por una simple rivalidad política se enfrentaron en el campo de batalla para dirimir sus diferencias.

—Hijo, es normal que entre Luis y tu haya diferencias, ambos son niños, quieren el amor de mamá y buscan formas para conseguirlo, pero el enfrentamiento y las agresiones entre ambos solo genera preocupación y tristeza en tus padres.

—Es verdad abuelo, —respondí. —Cuando Luis y yo nos peleamos, mi madre enfurece y nos castiga. Nos coloca frente a frente y nos ata con una cuerda por la cintura. Allí permanecemos un largo rato cada uno viendo para un lado diferente, mientras tanto mamá se entristece al vernos pelear, pero a los pocos minutos estamos riendo y jugando, entonces mamá nos desata  y suspende el castigo.

Después de escuchar la historia y los consejos de papá Nico, tomé la vianda y me despedí hasta el día siguiente,

Ese día domingo llegué muy temprano con la comida y esperé  para deleitarme con los suspiros de la abuela y los cuentos del yayo, Cuando entré a la vivienda observé que el abuelo trataba de levantarse de la silla para agarrar las muletas, de inmediato tomé las muletas y se las entregué en las manos.

— ¿Abuelo qué te sucedió en las piernas que no puedes caminar? —pregunté a papá Nico.

—Esa es otra historia que tienes que escuchar, —respondió el abuelo. —A veces muchas personas enferman sin una causa conocida.

Luego de acompañar a los abuelos en su desayuno y deleitarme con los suspiros de mamá Margara esperé que el abuelo masticara y escupiera la bola de tabaco.

—Hijo acércate que quiero conversar contigo, —dijo el abuelo. —Tu mamá cuenta, que algunas veces en la madrugada te despiertas con dificultad para respirar y ella coloca compresas calientes en tu pecho y con palabras cariñosas, la dificultad de tu respiración desaparece y puedes dormir tranquilo. Eso sucede porque tienes miedo o culpa de algo que has hecho y lo callas para evitar el castigo.

Eso mismo me sucedió a mí cuando vi caer a los familiares de tu abuela y morir en aquel combate, sentí culpa por no poder auxiliarlos, pero quizás, el miedo a morir me impidió hacerlo, —dijo el abuelo con lágrimas correr por sus mejillas. —Aquella culpa la guardé en mis adentros y la mantuve en silencio, pero con el pasar del tiempo comencé a sentir dificultad para respirar, cambios de humor, a veces rabia, otras veces tristeza. Cuando tenía rabia discutía en forma acalorada con tu abuela sin saber por qué lo hacía. Otras veces, me sentía triste sin conocer la causa y recurría al alcohol para aliviar mi pena, pero al día siguiente era peor el remedio que el sentimiento que estaba sintiendo, porque el alcohol me deprimía,  entonces fue cuando comencé a masticar tabaco para aliviar mi tristeza.

Años después de aquel suceso que me ocasionó culpa hablé con tu abuela y lloré como un niño, pero me libré del miedo y la culpa que sentía. La rabia y la tristeza desapareció, pero la debilidad en mis piernas persistía y lentamente con el transcurrir del tiempo fue agravándose, hasta que llegó el día en que me vi obligado a permanecer sentado y caminar con muletas, porque mis piernas no respondían.

Cuando papá Nico murió como consecuencia de la enfermedad que padecía, mi abuela no soportó la tristeza y soledad que sentía, solo tres meses  resistió el sufrimiento por la ausencia del abuelo hasta, que en un amanecer se vio caminado sobre las nubes hacia el infinito para encontrase de nuevo con el amor de su vida.

A los abuelos los recuerdo siempre, a mamá Margara por el cariño y los suspiros que me ofrecía, al abuelo Nico por sus consejos e historias que contaba con tanta sabiduría, porque en cada relato una reflexión siempre había.

Con el pasar del tiempo me convencí, que las emociones juegan un papel muy importante en la alteración de nuestra salud, cuando éstas se presentan inesperadamente y se viven en soledad, o bien, cuando se calla sin dar salida al dolor que se está viviendo. No es la emoción misma la causa de nuestros males, sino como los vivimos y los sentimos. Cada quien sufre o padece la enfermedad en forma diferente, según sea la razón o actitud que asume ante la vida. 

Hoy en el otoño de mi vida, cuando también soy papá y abuelo aplico las enseñanzas que papá Nico me dejó, enseñanzas que viajarán en el tiempo en el corazón de aquellos que supimos valorar y querer a los abuelos, porque son
las raíces de lo que hoy somos y seremos siempre.

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