El tiempo debe quererse, no hay que resistirse, aunque un día vengan y me pongan una bata horrible que deje mi trasero expuesto a la vista de todos, aunque ese día me aten las manos con vendas, aunque esté babeando y nadie se ocupe de limpiarme, nada podrá arrebatarme de la memoria un habano y el whisky.
Mirando esas huellas enormes en la alfombra y luego sobre la mesa el paso aplastante de la nada, el silencio me atrapa. El gato se inclina en su traste con agua, me mira de reojo, una vez saciada su sed, husmea entre mis pies y de un zarpazo desgarra el silencio haciendo hilachos todos mis pensamientos.
El día avanza y en la calle transita la humanidad inmutable y ajena. Me paro frente al librero, todos estos libros enjaulados y amordazados, no será suficiente mi vida restante para releerlos, acariciar sus hojas, olfatearlos, insertar fotografías entre las páginas, doblar esquinas de hojas para resaltar esas frases impresas que me parecieron trascendentes, sacarlos a pasear al parque o a alguna terraza igual que si fuesen perros, esos son mis libros: compañeros de batalla.
Quisiera ver otra vez esos rostros que hoy son fantasmas o polvo. Encontrar esas libretas donde se escribieron mis primeros trabajos, el insomnio me empuja hacia recuerdos de hace décadas, pero estoy en medio del polvo de mis muebles, en medio de trastes limpios y sucios, en medio de revistas con suplementos culturales que no miro más, en medio de litografías, en medio de cosas que acumule y hoy no sé dónde irán a parar, mis libros no podrán acompañarme y serán un fastidio para quien tenga que ponerlos en cajas y cárgalas por la escalera o acaso estos libros ¿serán lanzados por la ventana? Recorro la estancia e intercambio miradas con los bustos griegos que acompañan mis días en este apartamento: Homero, Pericles, Alejandro Magno, Aristóteles, Sófocles, Fidias, Safo, miradas con los personajes en mis cuadros como esos dos jugadores de naipes de Paul Cézanne, miradas con la caricatura de la artista Yvette Guilbert que dibujo Toulouse-Lautrec, con la mujer de azul de Matisse, con la mujer al final de la fila en el cuadro los zapatistas de Orozco, con Jeanne Hébuterne de Modigliani, miradas con las estatuillas aztecas y egipcias, con las esculturas de bronce, miradas que me miran desde el fondo de la nada, miradas por última vez, miradas mías frente al espejo y miradas que siento sobre mi espalda.
Los restos de esta historia vienen y van aleatoriamente formando una fragmentación en mi memoria; restos de pasillos con humedad en los muros, restos de cabellos que mece el aire, de columnas de cantera, de manos sosteniendo una copa, de jardines con arcilla, de vestidos negros, de portones de madera apolillada, de perfumes florales, de cerraduras de bronce verde, de miradas alegres, luego más pasillos y salones vacíos, en alguno de ellos una terraza con claroscuros y el sonido de polirritmias africanas, folklore gaélico, canto gregoriano, mantras de oriente medio y art rock, más pasillos, más cuartos vacíos y en uno con una enorme ventana la música de fondo permite escuchar a Lou Reed cantando Perfect Day y entonces yo no sé si hundirme en el piso como Mark Renton en Traispotting o si treparme a un helicóptero como Walter Mitty mientras Cheryl Melhoff rasca la guitarra y canta Espace Oddity de David Bowie.
He pensando ingenuamente en que puedo reconstruir las ruinas, me cuesta levantar los restos, han sido muchos fracasos.
Me digo: levantarás todo lo que se ha caído y lo que se te ha caído y lo que te ha caído encima, pienso que levantaré todo y continuaré la marcha, así como si nada, así como ver pasar los años en un instante.
El sueño me deja dormido.
Cuando vuelvo a despertar, El rinoceronte cruza mi sala dejando sus huellas otra vez ¿pensara lo mismo que el gato?
Ahora me dice una mujer uniformada que me encuentro en el quinto piso del hospital. Que llevo cinco días en esta cama, que me han atado con vendas las muñecas y los tobillos porque golpeé en el rostro a una compañera de ella. Que digo cosas ininteligibles y escurro baba todo el tiempo ¿Se acabo el viaje? Me pregunto una y otra vez.
Te recuerdo dentro de ese ataúd y me vienen a la mente todos los kilometro que recorrimos, todos esos cuartos de hotel, esas playas y plazas, todos esos años con las manos al volante, los Ray Ban de aviador, la guía Roji, las hieleras Coleman y ahora quizá tenga que acompañarte, estabas ahí inmóvil, muerta, lejos, ausente, sólo carne y huesos, te llore y me aferre al último beso de tus labios inertes, me aferre en ese entonces como ahora lo hago a la posibilidad de no rendirme ¿Quién carajos abrirá la ventana al gato? ¿A dónde se ira el rinoceronte que aguarda por mí en el apartamento?
Recuerdo la primera vez que cruzamos miradas el gato y yo: lo elegí del cesto y tembloroso maullaba y se desgañitaba en medio de la noche, pero toda la angustia que le producía ser arrancado de su madre y de sus hermanos la ahogaba el aullido de los árboles que se mecían violentamente. lo instalé y aprendió a vivir por unas pocas semanas dentro del apartamento hasta que un día lo saque al patio y en ese momento sus ojos verde-amarillos se quedaron extasiados con la inmensidad de la bóveda celeste, en ese momento supe que él iba a recorrer todo eso, y lo hizo: pronto comenzó a explorar el terreno inmediato, más tarde salto a las azoteas vecinas, primero se ausento unas cuantas horas, luego una o dos noches hasta que desaparecía por periodos prolongados y regresaba golpeado, sucio, flaco y malhumorado a exigir comida y cuidados, en cuanto se reponía salía de nuevo a hacer sus incursiones.
Mi vida con el rinoceronte es mas reciente, creo que apareció justo cuando mis familiares desistieron de llevarme a una casa de retiro, yo me aferre, me aferre a mi vida en el apartamento, y fue que esa misma tarde apareció por primera vez. He intentado escribir sobre esto en diferentes momentos. Si fuese el yo que existió en los sesentas o incluso aún setentas, diría que al final siempre acabo haciendo bolita la hoja sobre la que escribo y la aviento al cesto. En esas décadas uno escribía a mano principalmente, en un cuaderno, en servilletas, en manteletas, lo que sirviese, después transcribías los textos en tu máquina de escribir y aún ahí si algo no te convencía arrancabas la hoja y terminabas repitiendo el acto de romper o corrugar la hoja para aventarla en el cesto. Hay estudios que determinan en qué momento de tu vida eres más prolífico y creativo y en cual, como deportista te vuelves lento y predecible, hoy, después de años de ser un escritor ágrafo debo reconocer que es más fácil el proceso, ya que puedes textear y el editor simplifica tu proceso creativo. Soy un urbanita. Hace años pensaba en salirme de la ciudad, pero desistí y me vienen a la mente los escritos de Alejandro Aura “acepto mi derrota pero que la ciudad también acepte que la he vencido»
La gente se muere. He tenido que asistir a diferentes velorios, difícilmente alguien hablara mal del muerto, lo que si es que siempre hay quien hace bromas sobre él, las personas tienen mucha prisa hoy día, así como nadie agradece al animal sacrificado por comérselo, así los rituales fúnebres corren deprisa, superfluos, por tramite, cotidianos como pasar por los torniquetes del metro o hacer la fila del servicio postal. Cínicos, hipócritas, llorones, lerdos, nos comportamos ante la muerte igual que lo hacemos en la vida diaria, no hay diferencia, es una cuestión de cobardía, de valor, de héroes y villanos como en las gestas, como en la vida. Pero estar antes, llegar temprano, hacer los preparativos, despedirse o despedir o ser testigo de esos últimos destellos de vida en una persona, eso es diferente: un día la gente deja de hablar, otro de sonreír, después el color de su rostro y de su piel cambian, luego pierden peso, les escurre la comida por la boca, los ojos son diferentes en cada caso, la mirada en ocasiones serena y resignada o sedada y adormecida por el vértigo y el vacío que produce saber que te estas extinguiendo y todos a tu alrededor están ausentes y distantes porque nadie quiere ir a donde tú vas, porque los vivos están haciendo cosas de vivos y tú ya no perteneces, tú ya no más, te conviertes en una mancha sobre la camisa, una falla eléctrica, un cobro, un problema al cual no se puede evadir ni insultar como cuando eras parte de los vivos. La mirada enloquecida y confundida, cuenta regresiva, un reto, pánico porque no sabes o no quieres saber que te estas muriendo y te estas quedando sólo y no hay la certeza de que habrá túnel de luz, juicio final, paraíso, infierno, condena eterna, presientes que de verdad se extinguirán las cosas que apreciaste, las almas que amaste y finalmente tú.
“En el más recóndito paraje del bosque rebulle el perro que todos llevamos dentro, buscando un camino de regreso a casa…” escribió Anelio Rodríguez Concepción en un blog de micro relatos, enseguida adopte la idea, rebulle significa comenzar a moverse lo que estaba detenido, es decir algo estaba detenido en mí y el resto de lo que soy continuaba la larga marcha de forma indolente, soy ese perro no solo perdido por el bosque, también por las calles, el desierto, los años, las noches, el mar, los rostros…lo que me hace dudar es cuanto de verdad busco ese camino de regreso a casa, la verdadera casa y no el apartamento donde invente una vida.
¿Una vida? hoy día no entiendo cómo fue que a ninguno de aquellos hombres pareció extrañarles mi presencia allí, ¿acaso era yo invisible? De ser así eso explicaba que las maestras y profesores no hayan podido ver mi rostro de hastió durante sus mediocres y monótonas disertaciones, detectar mi palidez y sudoración, mi falta de apetito, mis escapadas a la biblioteca, mis momentos de transe frente a hojas en blanco pretendiendo escribir poesías, mi silencio, los delirios y palabras extraordinarias incrustadas en los diálogos simples y vulgares de los otros, mis monólogos y guiones de obras de teatro jamás llevadas a escena, el alma melancólica que se deshacía como prenda abandonada en un tendedero, el pequeño diablo que almacenaba revistas literarias, recortes de las secciones culturales del periódico, fotografías en blanco negro, frases, citas, biografías, libros, libros, libros…no se dieron cuenta de que yo me alejaba como un moribundo o un apestado, nadie noto la enfermedad que me aquejaba y de la cual ya nunca me recuperaría: literatura.
Hoy me Saldré de este lugar, con mi instinto y mis dientes romperé estas vendas que me atan, me pondré mi ropa y justo como ese perro que encuentra la puerta abierta y comienza a andar, así yo caminare y caminare, quizá encuentre el apartamento, quizá no, quizá encuentre esa casa, quizá no, quizá me encuentre al rinoceronte y decida seguirlo o quizá no.
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