Soy la niña que montaba en la mata de guayaba, la que se asomaba por el muro hacia la casa de al lado, donde vivían dos hermanas alemanas. Eso me dijeron, ahora dudo de que fueran hermanas.
Nunca vi algo interesante en ese jardín descuidado. Así que mantenía el equilibrio sobre el viejo tambor de kerosene, justo lo necesario para cerciorarme de que no había nada que llamara mi atención.
El tanque oxidado con un grifo y colocado de costado sobre una base de metal ocupó una esquina del patio hasta que llegué a la universidad. Era el único vestigio de la cocina que antecedió a la eléctrica, la de siempre, de toda la vida.
Esa cocina que no conocí formaba parte de las cosas, personas y acontecimientos del mundo que había antes de mí.
En esa casa de dos plantas, patio trasero y jardín al frente, la de mis abuelos, había muchas pruebas de que el mundo era mundo antes de que yo naciera.
La cochera techada se había convertido en un trastero donde hurgaba a mis anchas hasta que mi abuelo aparecía y volvía a poner orden donde no lo había.
Allí descubrí una caja de libros sin abrir, todavía con las fajas de promoción, pero sobre todo artefactos que hablaban de un tiempo pretérito, rotos, olvidados o sin estrenar.
En suma, antes de mi nacimiento existía mi familia, la cuadra entera ya estaba allí, también las hermanas alemanas vivían al lado con su primer perro terrier gris que no conocí. Sí, antes de este Toby, hubo dos Toby previos, como clones por encargo, así que ese perro que recibía mis saludos no era el aunténtico Toby.
Me daba lástima Toby, le sucedería otro Toby. Las hermanas no permitían la nostalgia, no se podía sufrir la pérdida porque se reiniciaba el ciclo con otro cachorro.
Pero yo tenía menos razones para afligirme que Toby, porque era la primera nieta y única nieta, y nunca dejé de serlo. No hubo nietas que nacieran antes ni después de mí.
Ninguna niña más que yo montó en el árbol de guayaba ni espió a las alemanas. Fui la única Toby si me entienden.
Daba mucho miedo saber que el mundo podía dejar de existir con sólo la ausencia, ¿sabes? es lo mismo de no haber nacido o haber muerto.
“El mundo se acaba para el que va muriendo» decía la abuela de mi abuela, y podría decirse que el mundo se acaba para el que no ha nacido.
Esto me respondía mi abuela cuando venía a consultarle sobre profecías y malas nuevas. Se sonreía y me respondía lo que oyó decir a su abuela. Puede que esa abuela solo quisiera apartar las angustias sobre el fin del mundo en una persona demasiado joven.
Mi abuela no llegaba a los 50 años cuando la hicieron abuela. Figuro lo que pensaría cuando se encontró en el mismo brete de espantar los fantasmas apocalípticos de su nieta, y de cómo esa frase traída de tanto tiempo atrás le daba una salida.
La respuesta de mi abuela era eficaz para acallar mis temores. Primero, podía concluir que el mundo se está acabando desde hace tiempo; y segundo, era probable que fuera anciana antes de ver el fin de los tiempos.
Las personas jóvenes no se preocupan de su propia muerte, si no de que el mundo se acabe antes de que ellos puedan desarrollar su vida.
Ambas quedamos satisfechas con la sentencia de esa abuela, palabra sagrada y sin apelación. Pronto pasábamos a otro tema luego de un rato de sumergirnos en ese pensamiento.
Sentía el calor del sol, poco a poco me entibiaba. Con los ojos cerrados podía ver destellos de luz. De repente me daba miedo estar ciega y de golpe abría los párpados pesados, pero el sueño me vencía de nuevo.
Acariciaba con el pulgar de la mano derecha el brazo de la mano izquierda, y a ratos pellizcaba la piel donde sobraba. Oía el arrullo de las hojas de los árboles. Estaré montada en la mata de guayaba o acostada sobre la grama. Rehuía la pregunta dónde estoy, quién soy. Confía, pronto alguien vendrá y te sacará del sueño.
-Viejita viejita, te vinieron a visitar
Sentí un roce húmedo en la frente como un beso. ¿Quién soy?, confía te vinieron a visitar, gente de paz se decía antes cuando se preguntaba ¿quién es?
-Hola Yeyita
Quise responder que llamábamos Yeya a mi abuela, no Yaya, Yeya que inventó mi hermano y así quedó, pero solo oí un ronroneo. ¿Quién soy?
Les contaba que la mata de guayaba fue alguna vez pequeña y endeble, y hubiera sido imposible subirme a lo más alto.
Era inquietante que el jardín que disfruté fuera alguna vez incipiente y sin grama.
Pregunté por Toto, pero no me entendían. El pastor alemán que me deja montarlo como si fuera un caballo, arre, arre. Solo oí mi voz cavernosa e inteligible. ¿Será que no me oyen o que ahora quedé muda?
-Yeyita, mira lo que te traje.
El quesillo de mi madrina, el que me hacía para cada cumpleaños. ¿Estaré cumpliendo años?
Sentía que habitaba de nuevo la casa de mi infancia, pero sabía que había crecido, era otra y la misma. Es cuestión de acostumbrarse a la confusión. Podemos adaptarnos a todo o ser indiferentes.
Recuerdo que traté de absorber los recuerdos de mi abuela, para ponerme al día de lo acontecido mientras no estuve. Y ¿dónde estaba yo abuela antes de nacer? ¿Cómo pudiste vivir sin mí?
Qué fue antes, qué vino después, construí con ella mi genealogía, los hitos, las costumbres, los rituales, las creencias.
Revisé los álbumes familiares y repasé los acontecimientos como la boda de mis padres, la muerte trágica en un accidente aéreo del tío Fabio, y -mi cuento favorito- de cómo hicieron una sesión espiritista en el mismo comedor que conocí, con la misma mesa debajo de la cual me escondía.
Fue mi abuela quien me iluminó ese mundo que existía antes de yo nacer. Desde el naufragio donde murió su perrita pomerania Fifi, en el lago de Maracaibo, y cómo se salvó ella por ir amarrada a la carga de cubierta.
Siempre creí en lo que me dejaba ver de ese mundo aunque desafiaba el sentido común, como el caimán que se paseaba por la plaza Bolívar de Maracaibo.
Abuela, Yeya, si quedé muda no podré contar de nuevo de cuando te encontraste en una revuelta estudiantil y te ocultaste con otra amiga debajo de un escritorio y sellaron la entrada con una silla fuertemente asida por las patas, para que no las pudieran sacar de allí.
Para mí fue tan vivo el recuerdo de tu padre, papá Jesús, aunque solo alcanzó a hacer un chiste sobre esa primera bisnieta con nombre ruso, Yaroslava, que trocó en Yoroslava porque no paraba de llorar.
Las andanzas de mi bisabuelo las sé, las imagino, las he visto, porque abuela me las contó. Como cuando cedió el asiento en el bus a una señora y luego ésta lo cedió a un cura, y mi bisabuelo pidió el asiento de regreso. “Usted llevará sotana, pero es tan hombre como yo”.
Admiraba a papa Jesús porque hizo que fueras la abuela que fuiste, desde que se vino a la capital de la República con toda la familia para que tú, la hija mayor, pudiera hacer el bachillerato.
Y cuando te pasaba un cigarrillo y un café, para que se te quitara el frío y espabilaras, en el receso entre examen y examen de la carrera de farmacia.
Es cuestión de adecuarse. A todo nos acostumbramos. La memoria es caprichosa. Y lo que recuerdo de mi infancia a mi edad no es lo mismo que recordaba cuando me subía al tanque de kerosene.
-¿Se llama Yeyita?
-Así le gusta que le digan, ¿verdad Yeyita?
-Vino tu abuela a visitarte y dijo que hagas caso, que comas todo y que no subas a la mata de guayaba que te puedes caer.
La asistente aguantó la risa ante la mirada seria de la encargada.
-Hay que hablarle como a las plantas, no te responden, pero sabes que te oyen, y se pone más bonita si lo haces.
-Verdad Yeyita que te gusta oír de tu abuela.
Me concentraba en acariciar mi mano y soltar un gruñido porque no me salían las palabras o eso creía, no distinguía los pensamientos de las palabras dichas, pero no dejaba de contar los cuentos de mi abuela.
Lo que oía que salía de mi boca era como ventriloquismo, ni siquiera un murmullo, un solo tono, una vibración, como el espíritu del “hermano Isidoro” que salía de los labios de la señora Corina, la curandera, que visitamos por muchos años sin hacerla más vieja.
De niña veía los labios de la “viejita” y para mí la treta era clara, pero dudaba porque si yo me daba cuenta de que era ella misma la que hacía ese sonido monocorde ¿cómo los adultos más listos que yo no se daban cuenta?
Dejaba de lado mis sospechas por el respeto con el que seguían los consejos del “hermano”, que en vida fue un marinero y se agradecían las atenciones de la ancianita que escuchaba los pesares y malestares, y devolvía, después del murmullo, recetas e indicaciones infalibles.
Ese era el mundo de mi abuela, misterioso y espiritual, con cuentos de fantasmas, casas embrujadas, sesiones espiritistas y hasta extraterrestres.
Me contaste que nos visitaron maestros avanzados de otra galaxia, a años luz de la Tierra. Que se presentaron en nuestra sala y deslumbraron con su belleza, a partir de entonces el sofá danés era curativo. De verdad te recuestas en él con un malestar y te recuperas.
Si pudiera decir que me coloquen en el sofá, abrigada y con dos pares de medias, puede que me vuelva el habla.
Soy Yaroslava, pero papá Jesús me dijo Yoroslava. Mi papá lanzó por la ventana mi chupón. Cosas de hombres que creen arreglar las situaciones por la fuerza. Antes no hablaba para decir qué me pasaba y ahora, ahora estoy bien, solo ronroneo como una gata, pero con este sol estoy tibia, y confío en que me despertarán.
-Yeyita, despierta, ¿no quieres comer?
Siento que me ponen algo en la boca y trago. Confía, se está bien aquí, aunque se ha ido la tibieza, sigo pellizcando mi brazo y me concentro en tragar la papilla. Mi abuela me dijo come y pórtate bien, no subas al árbol, pero más tarde me subo al tanque de kerosene a ver qué hacen las alemanas.
Quisiera contarles que leí un libro sobre la gripe española y lamenté la historia de la tribu de esquimales donde solo sobrevivieron bebés.
Quedaron huérfanos de madres, padres, abuelas y abuelos, y por esa vía ajenos a su propio mundo. Desapareció todo su linaje, no tuvieron edad para oír ni una historia, la vida perdió el misterio, y a la vez nadie los tranquilizó para decirles que el mundo se acaba solo para el que va muriendo. Eso los hizo parias, y débiles, sin ninguna fortaleza ni esperanza.
Estoy segura de que cuando muera volveré a esa casa, abriré la verja y me vendrá a recibir Toto, algo cansado, me olisqueará y hundiré mis dedos en su pelambre gruesa. Caminaré por el camino de losas a cuadros hasta llegar al porche y me acostaré para refrescarme en su piso siempre frío de granito blanco.
Sabré que todo está bien, veré la puerta de madera gruesa con la seguridad de que se abrirá para dejarme entrar a mi casa, mientras veo las nubes, y vuelvo a descifrar las figuras ocultas en ellas.
Me arrulla el viento, suenan las hojas, recuesto mi cabeza sobre el lomo de Toto que se ha acostado a mi lado. De repente, tendré ganas de correr al árbol de guayaba y subirlo hasta lo más alto.
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